Todo está bien I – De sapo en sapo

Se lee poco. Y se dice menos lo que se piensa de verdad de los libros. ¿Por qué? Porque todos queremos que nos quieran.
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Ya metidos en la vorágine de la rentrée del otoño, recuerdo lo que se dijo en invierno sobre los grandes lanzamientos “literarios” –ejem– del año, que, según anunció una editora en redes, se terminaron en invierno. Saldrían en primavera. “Los libros que marcarán la primavera”, dijo, escribió, por ajustarnos a la verdad. Tal vez la marcaron durante aproximadamente quince segundos (uno de los dos libros a los que se refería ni siquiera se ha publicado). Cuando aún éramos amigos, un escritor dijo –el reloj parado, etc.– que nada de lo que se estaba haciendo ahora iba a permanecer. Él lo decía con cierta tristeza, a mí me parecía que nos daba libertad para hacer lo que quisiéramos, nadie se iba a acordar. Yo me refería a tomar riesgos, él a medrar, creo. En No hemos venido a divertirnos, de Nina Lykke (traducción de Ana Flecha, en Gatopardo), el personaje reflexiona sobre la variabilidad con respecto a los libros: “Y es un alivio, pero también da miedo. Da miedo porque eso significa que no hay un criterio objetivo y todo es fluido. Y es un alivio porque eso significa que no hay un criterio objetivo y todo es fluido”. 

En cuanto a los lanzamientos no literarios, los libros que salvarían las cuentas que permitirían arriesgarse y publicar buenos libros independientemente de las ventas, son un misterio para mí. Tuvimos a una presentadora hablando de maternidad –¡y el bebé ni siquiera tenía un año!– que trataba de replicar el éxito de un expresentador. Este verano, cada poco me saltaba un short de la presentadora de promoción de su libro (ella es el único producto en realidad), cada vez con las cejas más anchas. En cuanto aparecía en mi pantallita, me acordaba de que a finales de los noventa y principios de los dosmil la moda era llevar las cejas muy finas y ese pelo raramente vuelve a salir y la hermana de mi novio las lleva tatuadas de tanto que se las depiló, y mi madre tiene aceite esencial de ricino que se usa para dar frondosidad a cejas y pestañas y yo eché unas gotas en el desodorante casero que hago de vez en cuando y ya hemos gastado el botecillo y no ha sucedido nada, en el sentido velloso. 

Hay algo bello (en la caída hay una fuerza, que escribió Sergio Algora) en el asunto de la presentadora y el libro-testimonio de su maternidad –qué lista es y cuánto tiempo tiene: un año y le ha dado para vivirlo, pensarlo y contarlo– porque un par de días antes de que se anunciara el lanzamiento del libro para dos meses después firmé un artículo en el que advertía de la fagocitación del mercado de la literatura escrita por mujeres. Pensé que el anuncio del libro era un deus ex machina que venía a salvarme de la ira que se desató en redes, en algunos casos por falta de comprensión lectora, en los más tempranos por vanidad y en otros, porque una vez que sucede algo así todo el mundo corre a ponerse del lado que más le conviene. 

Todo está bien porque cada vez se lee más, dicen. ¡Ja! El libro es un objeto más del merchandising y además uno que da un empaque intelectual, como si no supiéramos que los libros los puede escribir otro aunque los firme el mismísimo presidente del gobierno, como si todo lo impreso fuera sagrado solo por estarlo –Midas Gutenberg–, como si no hubiera basura prescindible, relleno, lo que se saca para hacer mancha en las mesas de novedades de las librerías y por estadística quizá alguno tire y el boca oreja haga el resto. 

Yo creo que se compra más y sospecho que no se lee. Se hacen fotos de libros. Se tejen redes. Se hace la pelota. Pero se lee poco. Y se dice menos lo que se piensa de verdad de los libros. ¿Por qué? Porque todos queremos que nos quieran. Ejemplo: uno de los premios de prestigio literario no contiene ni una frase buena, la prosa es tosca, solo hay trama, nada de estilo y hay partes wikipédicas. El libro ha sido alabado e incluso señalado como el mejor de su autor (aunque decir eso a veces es como no decir nada). 

Han decidido –no sé quién: la inercia, el mercado, las cuentas, lo que sea– abandonarse a las ventas, premiar con prestigio literario lo que premia el mercado con dinero. Es decir, han decidido colaborar en la degradación del ecosistema. Cosa que me parece lícita y legítima y espero que dé los beneficios que se esperan para que siempre haya tarjetas de empresa disponibles para pagar los taxis de los escritores. Mientras, nos vamos tragando sapos y así vamos, de sapo en sapo hasta el empacho final. Los baños siempre al fondo a la derecha. Y usted que lo vea. 

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