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Roger Federer contra lo inevitable

Cerca de cumplir 36 años, Federer parece lejos de lograr su decimoctavo Grand Slam. Pero nunca hay que apostar en contra del más grande tenista de todos los tiempos.
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Sísifo no es solo el hombre, es la humanidad en su conjunto. El esfuerzo, en apariencia baldío, de subir la montaña empujando una roca para verla caer una y otra vez al asomar la cima. Lo inevitable y a la vez la lucha sin sentido contra lo inevitable.

Por ejemplo, el hombre de 35 años que se levanta medio cojo en una casa de Basilea o de Dubai. Un hombre casado, con cuatro hijos –dos gemelos y dos gemelas- que a veces le dejan dormir y a veces, no. Un multimillonario que lo ha sido todo en su disciplina y que viene de una gran decepción profesional –la derrota ante Raonic en semifinales de Wimbledon- y varias decepciones puramente físicas, terrenales: primero, el menisco; luego, la espalda; por último, no se sabe bien qué, un poco de todo, una mezcla de cansancio y quizá de hastío.

Porque este hombre, Roger Federer, ha de ser a la fuerza un hombre cansado después de diecinueve años como profesional. El año pasado se cumplieron quince de su triunfo contra Sampras en Wimbledon, el que le puso en el mapa mediático cuando aún era un adolescente. Este año se cumplirán ocho de su victoria en Roland Garros con la que completaba el Grand Slam y en verano, si no lo evita antes, hará cinco de su último gran torneo, aquel Wimbledon 2012 que le arrebató bajo techo a Andy Murray.

Y, sin embargo, Federer no cede a la pereza, a la rendición, al “mejor me quedo en casa mejor juego con los niños, mejor me tumbo en la playa”. No cede ante la bollería ni el azúcar en sus distintas formas ni ante la abrumadora oferta de ocio. Se levanta, entrena, suda, descansa, vuelve a entrenarse, vuelve a sudar… y así durante meses hasta que el menisco sana, la espalda deja de doler y la raqueta vuelve a ser un apéndice más de su cuerpo.

De esta forma, después de seis meses de parón, Federer viaja a Australia dispuesto a empujar la roca de nuevo hacia lo alto de la montaña con todas sus fuerzas, consciente de que lo más probable es que a su edad no llegue ni a medio camino o de que, en el mejor de los casos, la piedra caerá justo cuando la cima le espera, como le sucedió en las finales de Wimbledon en 2014 y 2015 o en el US Open de ese último año, siempre con Novak Djokovic al otro lado de la red.

Hay, por tanto, algo mítico en Roger. Heroico. Lo que le hace humano –su terquedad- y lo que le diviniza –su exclusividad-.

Como decía antes, Federer enfrenta su quinto año de búsqueda de un decimoctavo torneo del Grand Slam para su palmarés, el que, de alguna manera, acabe con los pocos debates alrededor de su figura. Ahora bien, lo hace con tantas cartas en su contra que cabe pensar si no estaremos ante un insensato. El primer inconveniente, obvio, es la edad: 35 años que en verano serán 36. Solo un hombre, el australiano Ken Rosewall, consiguió triunfar más allá de esa frontera, a los 37. Lo hizo hace cuarenta y cinco años, en 1972, cuando el tenis aún estaba en plena transición entre los ídolos de los sesenta y los nuevos talentos setenteros, con Jimmy Connors a la cabeza.

El segundo obstáculo es el desgaste físico. Federer siempre ha destacado no solo por ganar sino por ganar sin esforzarse, un hecho insólito. Su facilidad en el manejo de la raqueta hace que los partidos se alarguen lo justo, pero ni esa facilidad ha evitado que, después de tantos años entre los mejores, sus articulaciones estén empezando a cobrarle un elevado precio.

Por último está la caída en su ranking de la ATP. Ahora mismo, es el decimoséptimo pero podría caer fuera de los veinticinco primeros si no llega ni a semifinales del Open de Australia que se está disputando estos días. En otras palabras, la roca de Sísifo es cada vez más pesada. Tanto que, para ganar un Grand Slam, la decisión de Federer de no jugar durante la segunda mitad de 2016 le ha obligado a tener que ganar a cinco top tens si quiere levantar el título en Melbourne, situación que puede repetirse o incluso agravarse en París, Londres y Nueva York…

… Aunque, tal vez, eso sea lo divertido. Seguir sumando muescas al revólver. Si hay que volver, quizá piense Federer, que sea para jugar contra Berdych, Nishikori, Murray, Wawrinka y Djokovic sin descansos. Para jugar contra una colección de voluntariosos Malek Jaziris, mejor me quedo en casa. En la recientemente disputada Copa Hopman, una especie de Copa Davis reducida y con carácter de exhibición, quedó claro lo mucho que estaba disfrutando de nuevo en la pista, como si al alejarse de la misma todo fueran dudas y ansiedades y solo la velocidad de la pelota amarilla pudiera disipar los miedos universales: la vejez, la finitud, lo efímero.

Del futuro deportivo del suizo poco cabe decir. Cuando lean estas líneas puede que Berdych ya le haya eliminado en tercera ronda. También puede que no, que Federer haya ganado con comodidad y esté listo para el siguiente reto. Nadie lo sabe y él, probablemente, tampoco. Su único objetivo es seguir empujando hacia arriba. Divertimento, sí, pero también necesidad. Horror vacui. Dejar atrás los atardeceres lánguidos del cantón alemán o los artificios del desierto asiático, el baño de los niños, la rutina. La madurez, en una palabra. Dejarlos atrás hasta que ya no quede ni un gramo más de fuerza en el cuerpo y la piedra le pase por encima. Un órdago a la estética: el ridículo o la sublimación, sin términos medios. Esa es la temporada que espera a Federer. La temporada que puede ser la que consume el adiós del más grande jugador de todos los tiempos o la que le haga traspasar la última frontera, la de la eternidad.

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(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.


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