El misterioso caso alemán. Un intento de comprender Alemania a través de sus letras, de Rosa Sala Rose

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Después de la Segunda Guerra Mundial, una cuestión muy debatida en torno a Alemania y el Holocausto es la que plantea por qué “la más culta de las naciones europeas” –en opinión de madame de Stäel ya al inicio del siglo XIX– cayó en las redes del nazismo y secundó a un fantoche como Hitler en sus ideas criminales. ¿Cuál era la razón de que una mayoría de alemanes, lectores de Goethe y admiradores de Beethoven, deviniese en delatora de vecinos, cómplice de verdugos o ella misma en asesina? O, formulando la pregunta según George Steiner: “¿Cómo es posible interpretar a Schubert por la noche, leer a Rilke por la mañana y torturar a mediodía?”

Estas preguntas se prestan tanto a respuestas simplificadoras como a intrincadas explicaciones psicológicas, pero quizás nunca sean resueltas. Hannah Arendt sostuvo que los alemanes se dejaron seducir por el nazismo precisamente cuando olvidaron los ideales humanistas que impregnaban su cultura. En su novela Los hermanos Tanner (1933), Lion Feuchtwanger describe a un judío alemán culto que recurría a la lectura liberadora de los epigramas de Goethe para aliviar el malestar que le dejaba en el alma el zafio lenguaje alemán en que Hitler y los suyos vociferaban su absurda propaganda. El ejemplo ratifica el aserto de Aristóteles: “La cultura es un adorno en los buenos tiempos y un refugio en los malos”. ¿Será, acaso, que para una gran parte de los alemanes de la época del nazismo su “cultura” continuó siendo un mero “adorno”, dado que para ellos corrían también “buenos tiempos” incluso con Hitler en el poder? El extraordinario ensayo de Rosa Sala Rose (Barcelona, 1969) que aquí reseñamos proporciona claves esenciales para esclarecer estos argumentos.

La autora, romanista y germanista de formación, toma prestado el título de su libro de un folleto sobre los alemanes y sus peculiaridades que en la Segunda Guerra Mundial el ejército americano encargó al historiador Gordon A. Craig a fin de conocer mejor al enemigo. Este autor se embarcó en una tarea que superó los límites establecidos y tras elaborar su informe continuó estudiando las peculiaridades del alma germana. Rosa Sala lleva el mismo camino, pues ya es toda una especialista en desentrañar los intersticios de la mentalidad y la cultura alemanas. Como traductora, le debemos magistrales versiones castellanas de obras de Goethe, Eckermann o Thomas y Klaus Mann; como ensayista, además de sus espléndidos artículos y reseñas, es autora de un singular Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo (Acantilado, 2003); un exhaustivo estudio, sin parangón en España, de la parafernalia iconográfica y simbólica con la que los nazis adornaron la pseudorreligión secular que profesaron, convertida en doctrina política de un Estado criminal.

Este misterioso caso alemán complementa el empeño teórico que sustentó la elaboración del diccionario al estudiar, en primer lugar, unos rasgos psicológicos y, en segundo lugar, aspectos históricos y sociológicos que contribuyeron a conformar la mentalidad cultivada que, en general, puede tildarse de “típica de los alemanes”, la misma que, junto a Mozart, aceptó las concepciones mitológicas e “idealistas” de los nazis.

De modo que el libro de Rosa Sala recuerda algo que tiende a olvidarse al abordar el nazismo, tachado por lo común de movimiento inculto por excelencia: que la cosmovisión nacionalsocialista se sustenta sobre una “cultura”, elogiada por los ideólogos afines como una “conquista gloriosa”, el “producto espiritual” engendrado por el esfuerzo de un colectivo denominado “nación”, “raza”, “pueblo”, etcétera. Así que los nazis alardearon también de su “cultura” (la alemana) frente a otros pueblos “incultos”, tales como los de origen eslavo o el odiado “pueblo de Israel”.

El ensayo de Rosa Sala, salpicado de ingenio e ironía y muy bien documentado, parte del certero supuesto de que la literatura y, en general, “las letras alemanas” (en un sentido amplio del término) constituyen un campo idóneo para indagar en las características y determinaciones del panorama mental germano; así que la autora “llama a declarar a las letras alemanas” como testigo de cargo en el proceso contra Alemania y su culpabilidad genocida. Ahora bien, no crea el lector que va a ser la “gran literatura” la que testifica en el juicio –éste no es un libro de crítica literaria ni de literatura comparada; antes bien, la brillante fiscal que es Rosa Sala interroga fugazmente pero con contundencia a una extensa lista de autores, en especial a algunos que hoy son casi desconocidos pero que en su día tuvieron enorme influencia en la conformación del ideario y el saber teórico alemán en general. Enumerar aquí tales nombres sería ocioso, pero imagínese el lector que hay referencias a todos los grandes y a multitud de otros más pequeños.

Dividido en seis capítulos que no tienen desperdicio, El misterioso caso alemán se detiene en el recuerdo y el análisis de algunos de los hitos más determinantes que contribuyeron a definir gran parte del imaginario cultural germano. Rosa Sala comienza preguntando por “lo que no es alemán”, y llega a la conclusión de que se trata del humor. A las letras alemanas les falta justo esa característica –“los alemanes se olvidaron de reír”–, y un olvido semejante tendrá consecuencias insospechadas. La anécdota que inaugura el destierro del humor del mundo de las letras alemanas data de 1737, cuando el dramaturgo J. C. Gottsched, toda una autoridad literaria, expulsó al personaje de Arlequín de los escenarios de teatro germanos. A partir de entonces será la seriedad en vez de la joie de vivre la característica más acusada de la literatura y del conjunto del saber alemán, que se decantará por lo grave y serio, lo solemne, la moralidad, la pedagogía y la edificación que deberán resaltar en todas sus manifestaciones, incluso en las artísticas. Los alemanes, animados por un anhelo de “absoluto”, “se pusieron a buscar más de lo que hay” –sostiene la autora–, lo cual desembocó en el afán lector que caracterizará a su burguesía, ya desde finales del siglo XVIII y hasta la actualidad. Esta clase “lectora”, muy bien caracterizada en el libro, se distanciará de la aristocracia no mediante una revolución sangrienta sino con una “revolución cultural”. Rosa Sala la analiza de forma harto convincente, y con ella ese amor de los alemanes por la erudición y por el conocimiento de tantas cosas excelsas pero “inútiles”. De ahí pasa a recordar la influencia espiritual del movimiento pietista surgido en el siglo XVIII y que impregnó amplios sectores de la población cultivada, con hábitos tales como el de la introspección y el gusto por la soledad junto al descubrimiento del individuo como un “yo individual”, apasionado y “sintiente” antes que pensante; de ahí, los alemanes como divagadores y ombliguistas acérrimos, ansiosos de enamorarse de lo teórico olvidándose de la realidad social, de la que se divorcia la Bildung; otro “olvido” típico de la burguesía culta, fiel a los ideales luteranos de trabajo y familia. Pero esta burguesía será tachada más tarde de “filistea” por parte de los artistas que no se contentaban con ser sólo burgueses instruidos y cumplidores de su deber, y que buscaban ideales mejores con los que alimentar más al espíritu que al cuerpo. Semejantes artistas provocarían la eclosión prerromántica del Sturm und Drang, al proclamar la libertad del artista y el erudito para elucubrar, crear y soñar a espuertas. En definitiva, semejantes actitudes desembocaron en un maremagno espiritual que el sagaz Heine comentaría así en 1844: “A franceses y rusos pertenece la tierra/ a los británicos, el mar/ pero es indiscutible que nosotros [los alemanes]/ poseemos el dominio absoluto del etéreo reino de los sueños”. Cabe añadir que Heine era judío, así que podía permitirse el lujo de ejercer la crítica y el humor: lo que no casaba con el carácter de la Bildung ortodoxa, de la que, por cierto, se excluía al “judío”.

En otros dos capítulos memorables la autora se ocupa de la anhelante búsqueda identitaria de los alemanes durante el siglo XIX. Éstos tardaron más de cien años en saber “quiénes eran” y qué podían tener en común para formar el “pueblo” o la “nación” que anhelaban; terminaron por agruparse bajo una lengua que los definía como no-latinos y crearon también unos mitos ad hoc que, al remontarlos a un pasado común glorioso, les auguraría asimismo un “destino” futuro. Hubo una época en la que los alemanes cultos cayeron en la tentación de “creerse griegos” merced a los extraordinarios descubrimientos teóricos y estéticos del entusiasta Winckelmann, quien, dotado de una sensibilidad especial para admirar la belleza de las esculturas griegas, con sus célebres ensayos sobre el arte en la Antigüedad Clásica, abrió la veda en Alemania del culto a una Grecia ideal, convertida en patria primigenia, jamás hollada e imaginada por los alemanes cual país de Jauja en el que el espíritu instruido y mojigato soñaba a gusto con castos desnudos integrales libres de pecado. De allí sería oriunda una estirpe de divinos seres superiores que mucho contribuiría a incubar el posterior mito nazi de la raza aria.

En 1755 un autor aficionado llamado Jakob Hermann Obereit descubrió para sus compatriotas las delicias míticas de El cantar de los Nibelungos; así que otros alemanes a los que no les satisfacía el ideal de una patria helena descubrieron las raíces germánicas de la patria real y soñaron entonces con convertirse de nuevo en bravos guerreros del Norte. Surge entonces el mito fundacional de los aguerridos, puros y nobles bárbaros, contrarios a los más civilizados y muy depravados romanos. Una caterva de poetas hoy apenas conocidos, tales como Gerstenberg, Abbt, Gleim, Rückert, Uhland, Ardnt o Theodor Körner contribuyeron con sus cantos patrióticos a obnubilar a los alemanes con la idea de la muerte heroica en el campo de batalla; Rosa Sala se muestra genial en sus irónicas entradillas capitulares: “De cómo los alemanes quisieron morirse riendo”, “se empeñaron en morir por la patria”, “aprenden a matar por la patria” o “no saben por qué patria morir”. 

Unas páginas dedicadas al culto a la personalidad por parte de una nación sin tradición democrática, ya fuera la del afrancesado rey Federico ii de Prusia, la del héroe germano Arminio o la del idolatrado “terrorista” Ludwig Sand –asesino del “antialemán” dramaturgo Kotzebue–, sin olvidar a Bismarck, contribuyen a aclarar el nacimiento del mito del Führer salvador y completan un libro ya imprescindible para entender mejor Alemania y las fuentes de algunos de sus más importantes mitos culturales, apoyados sobre volubles pies de barro. ~

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(Cáceres, 1961) es traductor y ensayista. Ha escrito Martin Heidegger. El filósofo del ser (Edaf, 2005) y Schopenhauer. Vida del filósofo pesimista (Algaba, 2005). Este año se publicó su traducción


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