Los resultados electorales no mienten. La frialdad de los números a los que, durante meses, los analistas les hemos dado múltiples lecturas coinciden en que el sistema de partidos como lo conocíamos en las primeras décadas de este siglo ha llegado a su fin; no importa quién sea quien los mire en la polarizada dicotomía impuesta por estos tiempos entre oficialistas y opositores.
Aunque no tengamos aún mucha claridad respecto del tipo de régimen al que nos encaminamos, sí tenemos algunas claves de interpretación entre las que destacan la reedición del sistema de partido hegemónico que nos gobernó hasta casi finales del siglo XX y su respectiva concentración del poder. Mismos objetivos, mismos vicios, ahora con un partido distinto que apenas tiene poco más de diez años de edad, el hoy (casi) todopoderoso Morena.
Más allá de los propios éxitos de la estrategia tanto propagandística como electoral de Morena, en esta historia no existen espectadores inocentes y esta debacle no comenzó, como algunos quieren asumir, en 2018; o, peor, tampoco se puede circunscribir únicamente a los resultados del 2 de junio de 2024: la crisis de nuestro sistema electoral viene de más atrás.
En 2015, el PRI y su coalición, con el siempre bien ubicado PVEM, gobernaban en 20 de las 32 entidades de la república; mientras que el PAN lo hacía en 6; el PRD, en 3; Movimiento Ciudadano, en una; el PVEM, de forma independiente, en otra, y Nuevo León estaba en manos de una gubernatura independiente. Teníamos, pues, un mapa multicolor que igualmente se reflejaba en las legislaturas locales donde no eran pocos los casos en que los gobiernos tenían que trabajar con Congresos de oposición.
En 2018, de la mano de López Obrador, Morena conquistó 5 gubernaturas y en un sexenio lograron pintar el mapa de guinda. Hoy, además de la presidencia y posiblemente la mayoría calificada en el Congreso de la Unión, 23 de las 32 entidades serán gobernadas por el nuevo partido oficial, en donde también en muchos casos detentarán la mayoría en los Congresos locales. La expresión “carro completo” nunca estuvo tan lejos de ser desterrada de nuestro vocabulario político. Fraseado en negativo –es decir, visto desde la oposición–, tenemos que la triada de partidos políticos del régimen de transición (el PRI, el PAN y el PRD) ha perdido en la última década casi todo su poder. Así, queda preguntarnos, ¿qué les pasó a los otrora tres grandes partidos?
Como en cualquier caso donde se analicen grandes fracasos no existe un solo motivo que explique las circunstancias que vive la oposición. Si bien deben tomarse en cuenta factores externos –como la crisis mundial de la democracia constitucional, que también ha impactado significativamente a los partidos políticos–, estos no son, como quieren hacernos parecer, los grandes responsables del problema. El principal problema de los partidos de oposición recae en ellos mismos. Son ellos quienes, incluso hoy frente a lo que parece su inminente extinción, han decidido mantener el paso firme hacia el abismo antes de cambiar.
Comencemos por el diseño de nuestro sistema de partidos porque ahí encontraremos algunas de las claves para entender nuestro presente. Dejando de lado los problemas clásicos de los órganos representativos integrados por partidos políticos que son, necesariamente, juez y parte en todo lo que compete a los asuntos electorales, me concentraré específicamente en dos puntos que, considero, abonaron a su desdemocratización, la pérdida de su identidad y el abandono de sus militancias: en primer lugar, su falaz democracia interna y, en segundo, la laxitud en las reglas de militancia, alianzas y coaliciones.
La naturaleza de los partidos políticos como entidades de interés público ameritó, en el inicio de la transición, reconocerles amplias capacidades a las autoridades electorales, capacidades para interferir en sus asuntos internos con un argumento simple en clave de derechos. Al ser vehículos del ejercicio del derecho de participación política de los ciudadanos (y al ser financiados con dinero público), las autoridades tenían la obligación de verificar que cumplieran efectivamente con esta garantía de acuerdo con los criterios establecidos en las leyes y convenciones internacionales.
Así, a golpe de decisiones administrativas y jurisdiccionales, las autoridades electorales limitaron de forma relativamente exitosa las decisiones de las dirigencias de los partidos políticos en aras de proteger a las militancias. Asuntos como la asignación de candidaturas, las acciones afirmativas, la implementación de la paridad o el ejercicio del presupuesto etiquetado, dejaron de ser cotos exclusivos de los partidos y tuvieron que someterse a la regulación impuesta.
Frente a esto, los partidos políticos contraatacaron y, en sucesivas reformas, concibieron el concepto de “autodeterminación” que, si bien tenía que ceder frente al terreno ya ganado especialmente en materia de acciones afirmativas y de paridad, imponía una especie de coto vedado para todos los asuntos que tuvieran que ver con la gestión del partido, es decir, de la selección de su dirigencia, de sus procesos para elegir candidaturas, etc.
En el ejercicio de esta autodeterminación encuentro el primer grave problema de la oposición hoy: el enquistamiento de las cúpulas partidistas y su contexto de impunidad. A diferencia de Morena, un partido joven en el que, por mera matemática, nadie puede aún considerarse eternizado en la cúpula partidista, los líderes del PRI, el PAN y el PRD han centrado sus mayores esfuerzos en afianzar su poder al interior de sus propios partidos que frente a sus contrapartes. Los fracasos en la arena electoral no solo no fueron sancionados sino, gracias a la autodeterminación, protegidos y hasta premiados.
A pesar del éxodo vivido por el PRD cuando López Obrador decidió abandonarlo, “los Chuchos” no dieron acuse de recibido a la queja que se expresaba detrás de este abandono. A pesar de los sucesivos fracasos electorales, a pesar de ir perdiendo gubernaturas y estructuras de forma casi hemorrágica durante este sexenio, Alito Moreno buscará reelegirse una vez más como dirigente del PRI. A pesar de su nula capacidad de liderazgo, del desdibujamiento ideológico y de horizonte del PAN, Marko Cortés no considera pasar la estafeta a alguien que pueda salvar al partido de la pendiente por la que se desliza. Un concepto jurídicamente relevante como es la autodeterminación culminó, en las manos equivocadas, en la consolidación de un régimen caquistocrático al interior de cada partido que redundó en la migración hacia opciones políticas más nuevas, dinámicas y que le aportaban a la militancia y a los simpatizantes algo que los partidos de oposición perdieron hace tiempo: sentido de pertenencia.
Asimismo, no es casualidad que estos tres partidos sean los integrantes del Pacto por México, lo cual nos permite adentrarnos en el segundo punto a analizar: la aliancitis de nuestro sistema de partidos. En teoría, las alianzas se concibieron como herramientas para, en un escenario competitivo, formar coaliciones que favorecieran la gobernabilidad y la representatividad. En realidad, la laxitud en la regulación de las alianzas, la decisión cupular sobre las mismas y un pragmatismo que abandonó desde hace mucho la pretensión de seguir cualquiera de los principios y lineamientos de cada partido, las convirtieron en vehículos de negociaciones cupulares, ingeniería electoral orientada a minimizar sanciones y riesgos y a tender puentes no entre proyectos, sino entre una clase política que la utiliza únicamente para capitalizar sus ganancias personales y trasladar a los partidos sus propios riesgos.
Las alianzas han abonado a relegar al olvido la ideología y la mística de cada uno de los partidos políticos (no por nada hoy los metemos a todos en una sola bolsa uniforme: la oposición), han desplazado el poder de decisión de la militancia y, finalmente, han consolidado la idea ampliamente difundida de que “todos son iguales”.
Estos factores, por supuesto, no solo impactan en los votos que obtienen los partidos, sino en los que no se emitieron en las urnas. En un escenario donde las opciones aparecen deslavadas, donde los candidatos cambian de alianza y partido con más facilidad que con la que uno cambia de compañía telefónica, no existe en realidad ningún incentivo para emitir el voto. El abstencionismo que documentamos en este proceso electoral es, mayormente, responsabilidad de este fenómeno.
Aunado a esto –que podríamos considerar un ejercicio claro de vulgar ambición no limitada por las autoridades– se suma también la falta de responsabilidad de los partidos de oposición frente a la situación política, económica y social que vive hoy el país. Si bien el hoy partido gobernante no es un ejemplo de un gobierno que se hace cargo de sus atribuciones y de sus fallas, la oposición tampoco se ha hecho cargo de sus excesos, sus defectos y sus conductas antidemocráticas.
Al respecto, basta ver la actuación que tienen frente a las autoridades electorales, a las que un día salen a defender a las calles y a las que el día siguiente vapulean si estas fallan en su contra. Si revisamos los casos y sanciones presentados a lo largo de los últimos procesos electorales encontraremos que, aunque en su discurso digan una cosa, en los hechos menosprecian y violan la ley electoral igual que los de enfrente.
Y así como no han sido capaces de cambiar, su ceguera también ha sido extensiva a los tiempos que corren. Aunque no seré yo quien niegue las múltiples bondades del régimen de transición, la mayoría de las conquistas se lograron no gracias a los partidos políticos que estaban entonces en el poder, sino a pesar de ellos. La construcción del entramado que hoy protege derechos fundamentales como la transparencia, la regulación al financiamiento y fiscalización de los partidos o las acciones de mayor protección a las mujeres es producto de demandas sociales, el litigio estratégico y el trabajo de la academia y la sociedad civil organizada que, afortunadamente, encontró en cada partido a un par de aliados. De hecho, si revisamos –como creo debemos hacerlo– de forma crítica el periodo de transición, veremos que los partidos estuvieron más preocupados por ampliar sus cotos de poder, asegurarse impunidad y protegerse a sí mismos, que por fortalecer la incipiente democracia.
Por esta razón no debería ser ninguna sorpresa que la narrativa del obradorismo haya hecho tanta mella y haya conseguido, incluso, tirar el agua del neoliberalismo con el niño de los derechos en ella. Los excesos y los errores de las administraciones de la hoy oposición son tan meridianos y han quedado tan impunes que las personas prefieren seguir apostando por un régimen que ha dado resultados de mediocres a malos antes de “regresar al PRIAN”.
¿Hay solución? Una verdad de oro es que no pueden existir democracias sanas sin un régimen de partidos competitivo. Sin embargo, creo que si alguna lección podemos extraer de los últimos resultados electorales es que no serán estos partidos los que puedan poner marcha atrás a la ruta hacia la hegemonía en la que nos encontramos. Si les quedara algún resabio de honor, darían una batalla final por empujar una nueva reforma electoral que facilitara la creación de nuevos partidos, sancionara de forma más severa las violaciones a la ley electoral y diseñara un sistema donde los partidos no tendieran de forma natural a convertirse en negocios financiados con dinero público. No será así.
Probablemente, las cúpulas de los partidos políticos morirán aferradas al timón de su Titanic, felices de fenecer siendo capitanes, antes que intentar salvar sus embarcaciones dejando que alguien más las conduzca en un papel secundario al que ocupará la nueva hegemonía partidista.
Frente a este escenario, nos queda a los ciudadanos hacer un repaso de nuestra historia y reclamar lo mismo que se demandó a partir de los años setenta: representaciones de calidad, partidos políticos que empujen las agendas y busquen atender las necesidades de los millones de mexicanos, reglas que entiendan que los tiempos que corren requieren un partido verde verdaderamente ecologista, partidos que atiendan las demandas locales y temas particulares relativos al género, a la cultura o a una población que envejece. Nos urge oposición, pero es momento de entender que –contrario a lo que dice el dicho popular– con estos bueyes ya no podemos arar. ~
(Ciudad de México, 1984) es licenciada en derecho por la UNAM. Ha trabajado en diversas instituciones públicas en investigación y desarrollo de políticas públicas en materia electoral y de regulación. Participa en diferentes medios de comunicación como analista política.