Hacia el inicio de Venganza del más allá (Francia-Bélgica, 2017), ópera prima de la cineasta parisina Coralie Sargeat, la despampanante veinteañera Jennifer (Matilda Lutz) no sabe qué responder cuando Stan (Vincent Colombe), el desagradable tipejo que se la come con los ojos, le pregunta por qué razón quiere ella irse a vivir a Los Ángeles.
Jen se encuentra al lado de una piscina, en una elegante casa modernista ubicada en un anónimo desierto rojizo en medio de la nada (de hecho, se trata de Marruecos). La jovencita está ahí porque su amante Richard (Kevin Janssens), ejecutivo casado y con hijos, la invitó a pasar un par de días con él, antes de que llegaran sus socios, el ya mencionado Stan y el indolente barrigón Dimitri (Guillaume Bouchède). El problema es que los amigos llegaron antes de lo esperado y ahora la alegre muchacha, enfundada en una diminuta minifalda –antes en un diminuto traje de baño– pasa la noche con su amante y sus dos amigotes, que han ido a ese remoto pasaje a cazar.
Entonces, ¿para qué quiere ir Jenn a Los Ángeles? Porque sí, dice ella, porque allá “todo es más rápido”, “todo puede suceder”, en ese lugar ella se puede hacer notar. “Pero para qué?”, insiste Stan. Jenn no lo sabe a ciencia cierta: “¿Solo para ser notada?”, responde a la pregunta con otra pregunta. Es claro que a esta guapísima muchacha le gusta que la vean y es todavía más claro que a la entonces cineasta debutante Fargeat le gustaba ver a su actriz, en concreto, su firme trasero: de hecho, el cinefotógrafo Robrecht Heyvaert se regodea en él, colocando la cámara a la altura de los glúteos de la actriz.
Los planos nalgamericanos de la guapísima señorita Lutz son una constante en los primeros minutos del filme y resultan clave para lo que pasará después, cuando, inevitablemente, suceda lo que uno espera que suceda y la encantadora Jenn se transforme en una indestructible justiciera amazona. Para cuando el guion escrito por la propia Fargeat da este vuelco, la cámara ya no está igual de interesada en el trasero del personaje, sino en su cuerpo golpeado, perforado, mutilado y sangrante. El péndulo pasó del eros al thanatos y Jenn se transformó de Afrodita a una suerte de fusión de Circe y Némesis: una implacable diosa de la venganza que no descansará hasta ver pagar a esos cerdescos hombres abusivos que creen que siempre pueden ganar porque, al final de cuentas, siempre lo han hecho.
La revisión de Venganza del más allá (disponible en Netflix, por cierto) se vuelve obligada ante el reciente estreno del segundo largometraje de Fargeat, La sustancia (Reino Unido – Francia, 2024), ganador del premio a mejor guion en Cannes 2024. Estilística y temáticamente hablando, La sustancia –que sigue en cartelera en varias ciudades del país y estará disponible en unas semanas en Mubi– es una extensión, corregida y aumentada, de la provocadora mirada sobre el cuerpo femenino propuesta por Fargeat desde su primer largometraje.
Escrita por la propia directora, la historia está centrada en una atractiva actriz madura, Elisabeth Sparkle (Demi Moore, de 61 años de edad), que alguna vez llegó a ganar el Oscar pero que ahora, cual una Jane Fonda cualquiera, sobrevive haciendo un programa televisivo de aerobics. Elisabeth está en plena forma –como lo deja claro la cámara de Benjamin Kracun, que nos regala varios acercamientos a su cuerpo– pero Harvey (¿Weinstein?), su caricaturesco productor interpretado por un desaforado Dennis Quaid, ya está pensando en una sustituta, alguien con piel joven, firme, sin arrugas. Los días de Elisabeth están, pues, contados, como su estrella del paseo de la fama de Hollywood, que ya muestra varias visibles fisuras por el implacable paso del tiempo.
Un accidente de tránsito le ofrece la “solución”: uno de los enfermeros que la atienden le pasa el contacto de una misteriosa compañía que fabrica la sustancia del título, un producto rejuvenecedor que desdobla no la personalidad, como en El extraño caso del doctor. Jekyll y señor Hyde (1886), sino el propio cuerpo humano de quien la tome. De esta manera, Elisabeth “parirá” por la espalda a la joven y energética Sue (Margaret Qualley, de 29 años de edad), quien resultará ser la sustituta perfecta de ella misma. Por supuesto, como es de esperarse, hay una condición inviolable para poder usar la susodicha sustancia: mientras Sue está en pie, Elisabeth tiene que dormir, y viceversa. Además, hay que hacer el cambio respectivo cada siete días: Elisabeth solo puede ser Sue en intervalos semanales y nada más. Cualquier violación a esta regla se pagará en el cuerpo original y las consecuencias serán irreversibles. Por supuesto, como estamos en una película de horror y de la misma directora de Venganza del más allá, las consecuencias serán, además, inevitables.
Fargeat explora en esta, su segunda película, otra vertiente de los efectos del deseo masculino del cuerpo femenino. Si en Venganza… los voyeristas planos nalgamericanos de la inocente/provocadora Jenn se transformarán en acercamientos brutales a las piernas, el vientre y la piel desgarrada de esa jovencita bañada en sangre, en La sustancia sufrimos –esta es la palabra–una trayectoria muy similar, aunque potenciada al máximo. Ahora es el cuerpo de Sue el que no podemos dejar de mirar: las piernas elásticas, los pechos desafiantes, los glúteos redondeados, el vientre plano y, cuando la cámara toma su rostro, esa mirada directa, esos ojos azules, ese beso que envía, soplando, al espectador. Es decir, a nosotros.
La anónima voz telefónica que le ofrece la sustancia a Elisabeth le deja claro que Sue no es alguien más: es ella misma, es la señorita Hyde de su madura y solitaria señora Jekyll. El abuso, entonces, no proviene ahora solo de fuera –de esa sociedad patriarcal que desecha a una mujer como ella después de pasada cierta edad– sino de su propio interior, de ella misma. De alguna manera, Elisabeth no solo es cómplice de ese abuso, sino que le resulta imposible renunciar a él. Es más, es adicta a él.
Esta es la vuelta de tuerca más discutida y discutible, temáticamente hablando, del nuevo filme de Fargeat. Si en la primera cinta la joven protagonista responde al abuso sufrido a través de la venganza más pura, en una desatada y violenta fantasía feminista, en La sustancia no hay posibilidad de salida alguna, ya no se diga del menor atisbo de revancha. Elisabeth/Sue está condenada de antemano porque es parte del problema.
En todo caso, si el discurso argumental de la guionista Fargeat puede hacer levantar algunas cejas, es imposible –por lo menos lo fue para mí– no caer en el embrujo formal de Fargeat la cineasta. De la simplicidad estilística de Venganza del más allá, con su eficaz apropiación del cine revanchista/feminista del tipo El día de la mujer (Zarchi, 1978) y Ángel de la vengaza (Ferrara, 1981), pasamos ahora a una directora que no descansa un solo instante en los 160 minutos de duración de la cinta y que, por ende, tampoco deja respirar a su audiencia.
Uso excesivo del big close-up deformante para subrayar la monstruosidad de algún personaje –¡esa escena de Dennis Quaid comiendo camarones!–, cámara que se embarra de manera lasciva continuamente en el cuerpo de sus dos actrices, maniática edición analítica construida a través de una serie de planos sucesivos, ecléctica banda sonora del compositor británico Rafferti que, incluso, no tiene empacho en saquear los acordes románticos de Pino Donaggio como si estuviéramos ante cualquiera de los grandes pastiches hitchcokianos de Brian de Palma.
Por cierto, algo hay de ellos. Y es que desde los primeros minutos, cuando Elisabeth da nacimiento a sí misma convertida en Sue, La sustancia se instala en los terrenos del saqueo/homenaje cinematográfico más descarado posible, iniciando con la más evidente estética kubrickiana –ese baño blanquísimo del departamento de Elisabeth de 2001: Odisea espacial (1968), esos pasillos que parecen salidos del Overlook de El resplandor (1980)– y finalizando con el monstruo informe que vemos en el desenlace –entre el John Merrick de El hombre elefante (Lynch, 1980) y los retazos humanoides de la saga de Alien–, pasando por esa horrenda transformación corporal digna de La mosca (Cronenberg, 1986) y un baño de sangre colectivo que sería la envidia de la telépata vengadora de Carrie, extraño presentimiento (De Palma, 1976).
Es en esa segunda parte, cuando Fargeat se deja llevar y nos empuja por el tobogán de los excesos, cuando La sustancia funciona mejor. Es difícil resistir ante ese ataque a los sentidos que resulta ser esta película que inicia, como Venganza del más allá, refocilándose en cada curva de un deseado y deseable cuerpo femenino para, después, castigar al espectador por ese mismo voyerismo. Parafraseando a cierto creador de pesadillas, para Coralie Fargeat el deseo por el cuerpo femenino produce monstruos. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.