Mario Molina, junto con su colega F. Sherwood Rowland, predijo en 1974 que la capa de ozono se iba a reducir como consecuencia de la actividad humana; en concreto, de los gases clorofluorocarbonos o CFC, que hasta ese momento se consideraban benignos y que habían impulsado de manera definitiva la industria de la refrigeración y la de los aerosoles. Fue la primera prueba contundente de que el hombre tenía la capacidad de producir alteraciones de repercusión catastrófica en la Tierra. Su aportación, que culminaría con el premio Nobel de química en 1995, no se limitó a esto. Molina encabezó la primera revolución ecológica a nivel mundial, consiguiendo, en un lento proceso de concientización, que los gobiernos de todo el mundo apoyaran la prohibición –pactada con las empresas– de producir estos gases y su sustitución por nuevas tecnologías. Es en esta doble vertiente, como químico atmosférico reconocido a nivel mundial y como emblema de un logro ecológico, desde donde hablamos del cambio climático, el estatus de la ciencia sobre el tema y las perspectivas del futuro.
Mario Molina hace gala durante toda la entrevista de una sencillez y amabilidad dignas de los hombres verdaderamente sabios. Su gran preocupación, conciente del público de Letras Libres, es ser claro y accesible sin caer en la pura y llana pedagogía. ~
Desde que publicaron usted y Sherwood Rowland el artículo en la revista Nature, en 1974, sobre el daño en la capa de ozono por los gases CFC (clorofluorocarbonos), hasta el Protocolo de Montreal, de 1987, que los prohíbe, hubo un proceso mundial de concientización. ¿Cómo lograron que la opinión pública y los gobiernos se dieran cuenta del peligro y qué enseñanzas podemos obtener para abordar el reto del cambio climático?
Efectivamente, el caso de la capa de ozono es un antecedente importante. Cuando publicamos el artículo había menos conciencia general sobre la protección al medio ambiente que hoy en día. Desde este punto de vista, nos costó más trabajo. La dificultad inicial era que se consideraba nuestro problema muy esotérico, pues estábamos hablando de una capa invisible, aunque muy importante para el planeta, que nadie sabía qué era, y de la radiación ultravioleta, que la gente tampoco ve, y de gases también invisibles… No eran cosas del conocimiento común. Pero el hecho de que estuviéramos hablando de un problema a nivel global causado por actividades humanas fue quizá lo que llamó la atención en aquel entonces, y hasta cierto punto sí me sorprendió que hubiera una respuesta inicial significativa. Descubrimos, como humanidad, que teníamos la capacidad de perjudicar al planeta, y que nuestra responsabilidad era tratar de remediarlo. Y esto se reflejó –al menos en Estados Unidos, donde yo vivía en aquel entonces– en una parte de la sociedad, que fue la que respondió. Por ejemplo, empezaron a cuestionar los beneficios de las latas de aerosol, cuya solución, por cierto, no fue dejar de usarlas, sino sustituir sus compuestos dañinos. Lo mismo con el otro uso importante, que era la refrigeración. La lección importante en ambos casos es que no hubo una disminución de la calidad de vida para resolver este problema, sino simplemente una voluntad para enfrentarlo y algunos costos, que resultaron menores para la sociedad comparados con el inmenso daño potencial. La concientización en el mundo de los políticos, los que han de tomar decisiones, fue dispareja: algunos de ellos respondieron con fuerza y otros no le hicieron caso. De ahí la importancia del papel que tuvieron los medios de comunicación. Inclusive en un programa de televisión, muy visto en aquel entonces, que se llamaba All in the Family, uno de los actores habló de este problema y de cómo deterioraba al mundo. Ese tipo de cosas la gente las ve y responde. Eventualmente, lo que tuvo éxito fue que la reacción inicial de los gobiernos evolucionó de tal manera que, cuando ya era hora de tomar decisiones –esto fue ya hasta los años noventa, después de la firma del Protocolo de Montreal–, ya había incluso competencia entre las naciones para responder al problema. Se trataba de la primera revolución ecológica a nivel global amparada en datos científicos. En el caso del cambio climático, el problema es más difícil de resolver, y aún nos falta un largo camino por recorrer.
¿Llevaron una estrategia de medios o fue improvisándose sobre la marcha?
Fue improvisándose desde el punto de vista de que mi colega, Sherwood Rowland, y yo éramos los únicos que defendíamos esa tesis y no teníamos experiencia. Yo aprendí con cierta rapidez a comunicarme con los medios, a poder explicar cuál era la gravedad del problema, y de una manera inteligible para la gente. Así es que fue una mezcla de corresponder a lo que se estaba difundiendo a través de los medios, y de trabajar de manera activa con los que tomaban las decisiones –nos empezaron a invitar a hacer declaraciones en el Senado y en la Cámara de Representantes de Estados Unidos–, y también a través de instituciones profesionales: la Sociedad Química, la Academia de Ciencias, sociedades de mucho prestigio que estaban apoyando la veracidad de una hipótesis que sólo después se comprobó experimentalmente. En estos casos, una de las dificultades está en distinguir lo cierto y comprobable respecto de las especulaciones. Hay mucha charlatanería y profetas del Apocalipsis. Por ello fue importante tener el apoyo de estas reconocidas instituciones.
Por cierto, un antecedente fue el descubrimiento de que el uso del DDT como pesticida en el campo tenía efectos secundarios en el medio ambiente. La novedad con el ozono es que el problema era claramente global, y el DDT era más bien un problema de los países que podían industrializar al máximo su producción agrícola.
La investigación, el descubrimiento, la sensibilidad social y de los medios sobre la capa de ozono fue algo fundamentalmente norteamericano. ¿Qué pasó en esa sociedad para pasar de la vanguardia en las reivindicaciones ambientales al furgón de cola, como demuestra el rechazo del Protocolo de Kioto?
Con el cambio climático, la postura de la ciencia, hasta quizá meses muy recientes, estaba mucho menos avanzada de lo que logramos con la capa de ozono. Y además, hubo una campaña muy fuerte en Estados Unidos, sobre todo de empresas petroleras, para evitar restricciones sobre los combustibles, con estrategias que sí tuvieron mucho éxito al cuestionar el factor humano como determinante del cambio climático. La mayoría de la gente en Estados Unidos pensaba, hasta hace poco, que esto era o bien una exageración sobre el futuro o algo muy cuestionable, mucho menos verificable que el agujero en la capa de ozono. Una de las respuestas que he estado usando ante esa situación es que, incluso si se aceptara que no haya certidumbre absoluta sobre estas predicciones, un análisis de riesgo elemental nos dice que no parece sensato desatenderla, dada la magnitud de sus consecuencias potenciales. La evaluación de este riesgo ya no es un privilegio de los científicos. El científico puede comunicar cuál es la probabilidad de que pase esto o aquello en la Tierra, pero es la sociedad en su conjunto la que decide si se va a correr el riesgo o no, y si vale la pena pagar el costo necesario para evitarlo.
Creo que en Estados Unidos, a pesar de esta campaña exitosa de las grandes empresas petroleras, en los últimos meses cambió la situación claramente y vuelve a ser, desde el punto de vista del porcentaje de la población, un país muy importante en su preocupación por el problema. Claro que tenemos circunstancias muy especiales, ya que la Administración del presidente Bush fue parte integral de esa postura “negacionista”. Su principal excusa para no ratificar el Protocolo de Kioto es que los países en desarrollo no adquieren compromisos en esa primera fase del Protocolo, que por otro lado solamente tiene la intención de mostrar liderazgo, no de resolver el problema. Pese a ello, el Protocolo de Kioto se ha aceptado a nivel local: por ejemplo, el Estado de California tiene su propia versión, así como muchas ciudades. Hay proyectos de ley en el Senado y el Congreso en ese sentido, tanto de demócratas como republicanos, y la expectativa es que haya una contribución importante de Estados Unidos en un futuro próximo. Lo interesante es que la duda, desde el punto de vista científico, ya no es sostenible; ahora la excusa es que es demasiado caro enfrentar el problema, o que los norteamericanos saldrían perdiendo, o que todos deben participar. Ya no se está cuestionando la ciencia, lo cual es un gran paso adelante. Y allí, la opinión creo que más aceptable, y lo que ha tenido más repercusión, es el Informe Stern, encargado por el gobierno de Inglaterra, que afirma que puede haber incertidumbres, pero que sale mucho más barato prevenir el problema y tomar las medidas necesarias para enfrentarlo que esperar a ver si los daños que se aducen acaban siendo reales o no.
Hay una corriente de opinión que todavía niega el factor humano en el cambio climático. Se pueden sintetizar sus posturas en dos argumentos: uno, que el gran productor de dióxido de carbono es el mar y, por lo tanto, la incidencia humana es menor y el cambio climático no está determinado por ella; otro, que el gran transformador del clima es el Sol, que estamos en una etapa de explosiones internas de nuestra estrella, y que eso produce los cambios. ¿Cómo refuta usted estas hipótesis?
Es muy sencillo, porque ésa es la parte científica. Fundamentalmente es falta de información de la gente que mantiene estas posturas. Y es típico, inclusive de algunos científicos, pensar que los fenómenos climáticos que estamos observando hoy en día son naturales, pues el clima siempre ha cambiado y va a seguir cambiando. Por otro lado, las fuentes del dióxido de carbono son muy fáciles de identificar, y hay tantas mediciones que se ha establecido sin duda alguna que tenemos más dióxido de carbono del que ha habido en el último medio millón de años, lo que es ya un tiempo geológico, y que tenemos la temperatura más alta de los últimos mil años. Todo esto resulta de las observaciones de un proceso científico muy riguroso, no es nada más que alguien lo invente, y su incertidumbre es mínima: se ha establecido que no hay indicio de que las emisiones naturales hayan cambiado profundamente en los últimos años, salvo ahora. Y además se han podido medir las emisiones marinas directamente, y no son responsables del el aumento de dióxido de carbono en la atmósfera. No hay que imaginar nada. El hecho de que este aumento viene de actividades humanas se comprueba con mediciones.
Lo fundamental es que sí hay una teoría del clima bien establecida, con las incertidumbres lógicas de un sistema tan complicado como el climático. Se sabe, gracias a los núcleos de hielo, con burbujas de aire atrapado, la composición química de la atmósfera del planeta y la temperatura, con mucha precisión, del último medio millón de años, y en este periodo, sabemos cuándo hubo épocas glaciales y cuándo no. Naturalmente, lo que dispara los cambios fuertes de clima entre una época glacial y otra interglacial no es el Sol, sino variaciones en los parámetros de la órbita de la Tierra, algo muy bien entendido por la mecánica newtoniana y que tiene una frecuencia calculable, que corresponde a periodos de diez mil, cuarenta mil y cien mil años. Pero esas variaciones –éste es el punto sutil– no representan una diferencia sustancial en la cantidad de energía que llega a la Tierra, y el cambio fuerte en el clima se explica por un proceso subsecuente de amplificación, donde el dióxido de carbono tiene un papel muy importante. Es decir, si vemos con detalle las mediciones, vemos que primero cambió el clima y después cambió el dióxido de carbono, pero eso no quiere decir que éste no sea importante para el cambio del clima. Los “negacionistas” no entienden que hay dos mecanismos para cambiar el clima: uno es el cambio de estos parámetros orbitales y otro, el cambio de la composición atmosférica. En resumen, el hecho es que, en una escala de siglos o milenios, sabemos estadísticamente cómo y por qué ha cambiado el clima, y no hay ninguna razón, con ese conocimiento, de que de repente haya un cambio en estas últimas décadas, porque en todo caso, en los próximos mil o diez mil años, habrá una tendencia a un enfriamiento lento, no hacia un calentamiento. Por otra parte, ha habido avances muy importantes en la física del Sol, y sabemos que hay ciclos de once años del astro, de las manchas solares, etcétera, y hay mediciones indirectas de cómo ha cambiado su intensidad. Sí sabemos que en los muchos millones de años de evolución de la vida en la Tierra, el Sol ha provocado cambios importantes, pero no con la velocidad con la que se están dando los cambios actuales.
¿Cuál es el papel que desempeña en este proceso de refutación científica el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés)?
El IPCC, en el que participé, no hace investigación, sino que resume lo que se ha publicado en la bibliografía especializada, y lo evalúa. Funciona como filtro y como amplificador. Así, si alguien saca por ahí un artículo en un periódico con una ocurrencia extraña, pero sin peso científico, el IPCC lo desecha. El filtro está muy bien establecido por la comunidad científica: tiene uno que publicar en revistas especializadas y esas publicaciones están a su vez revisadas y evaluadas. El mundo científico se autorregula. A través de este proceso, el IPCC concluye que el origen de la variación del clima producto del Sol es cuando mucho del diez por ciento de los cambios ocasionados por actividades humanas. Esta conclusión está apoyada por numerosos estudios cuantitativos, tanto del clima como de la física del sol.
Otro riesgo adicional es que, una vez que el clima cambia por razones no naturales, entra en una fase exponencial; es decir, se va a acelerando cada vez más y más. ¿Es cierto este riesgo?
Sí, y es por lo siguiente: hay un problema de escalas de tiempo, y es que el sistema climático responde con un cierto rezago a la acumulación de gases contaminantes emitidos a la atmósfera. Por esto, los efectos en el clima tardan bastante tiempo en reflejarse. Todos los gases que ya emitimos en el siglo pasado están haciendo su efecto ahora, y se calcula que, aunque se mantuviera constante esta cantidad de gases, seguiría subiendo la temperatura por varias décadas, porque no hemos alcanzado aún su máximo efecto. Aquí, es muy importante reconocer que eso no quiere decir podemos esperar para decidirnos a actuar, a entrar en acción en la sociedad, porque resulta que, con esos análisis del clima, si seguimos emitiendo gases, a pesar de que su efecto no lo vamos a ver inmediatamente, nos estamos acercando a una situación de mucho riesgo. Ya estamos viendo los efectos, y se van a poner peor. No hay excusas para no tomar medidas ya, sin perder más tiempo.
¿Estaremos a la altura de este reto?
Yo creo que sí. La evidencia científica y el consenso social es que existe un problema serio que hay que atacar. La comunidad reconoce que no todos los efectos sobre el cambio del clima son negativos: hay ganancias en algunos países, pero el saldo general es claramente negativo. Además –esto ya no es ciencia, sino más bien sociología–, la sociedad se ha vuelto muy vulnerable. Si hubiera cambiado el clima o se hubieran inundado algunas regiones hace tres o cuatro siglos, la gente habría emigrado, pero esto ya no es posible: somos demasiados y no hay manera de caber en otro sitio. Y además, estamos ya acostumbrados a un clima muy estable, que es como ha progresado la humanidad en los últimos diez mil años, con un clima extraordinariamente estable. Desde ese punto de vista, resulta arriesgado tener cambios, sobre todo cambios impredecibles: que de repente se dispare algún factor importante. A pesar de que haya beneficios aislados, el primer paso es reconocer que esto es un problema, sobre todo para los países pobres, que no tienen los recursos para enfrentar algo así. Como hay globalización, si sobrevienen crisis en los países pobres, tarde o temprano repercutirán en los ricos. Incluso desde el punto de vista del interés económico, se trata de un riesgo muy serio.
Pero soy optimista, porque creo que ya la evidencia está clara, a pesar de que haya grandes barreras y grandes dificultades. Por ejemplo, los países en desarrollo, como China y la India, están muy preocupados de que estas medidas limiten su desarrollo económico. Lo cierto es que ya no pueden alcanzar el desarrollo de la misma manera en que lo han hecho hasta ahora los países ricos, destruyendo el ambiente y contaminándolo. Por otro lado, sí es posible que continúen su desarrollo afectando poco al medio ambiente y al clima, si los países ricos cooperan con ellos, con los países en desarrollo, y si desvían recursos en su favor –y aquí está otro precedente importante sentado por el Protocolo de Montreal.
Tenemos, pues, la verdad científica. Pero ¿existe la tecnología para ello?
Sí y no. Sí, porque las opiniones más fundamentadas afirman que tenemos tecnologías ya para seguir funcionando los próximos treinta, cuarenta o cincuenta años, limitando mucho las emisiones contaminantes. Esto quiere decir que usemos más energía renovable, que usemos la energía mucho más eficientemente, etcétera. Y no, porque es importantísimo que haya un esfuerzo bastante más fuerte para desarrollar tecnologías nuevas, porque no tenemos todo el siglo, sino nada más varias décadas. Toma mucho tiempo el desarrollar tecnologías nuevas y que se masifiquen. Pero por eso soy optimista, porque ya hay muchos avances, incluyendo la energía nuclear, que es muy controvertida, pero que con un poco de esfuerzo se puede hacer mucho más segura y limpia de lo que ha venido siendo, minimizando los problemas que conlleva su uso.
¿Cuál es su postura sobre el etanol, que ha sido tan polémico?
Sobre eso no se puede dar una respuesta sencilla, porque está en proceso de estudio. Parte de la solución está en incrementar el uso de energías renovables, así como otra parte está en seguir usando, con mucho más cuidado, los combustibles fósiles, pero en la medida de lo posible atrapando las emisiones y reinyectándolas en los pozos petroleros. Fuera de eso, hay que usar otras fuentes de energía: la eólica, que funciona bien en algunos países; la solar, que sobre todo aquí en México no hemos aprovechado, pero que tiene un gran potencial, y los biocombustibles. Aunque los biocombustibles han resultado más complicados de lo que se había anticipado en un principio, porque tienen desventajas potenciales, y se reflejan muy bien en este caso. Ante todo, el problema es que los combustibles fósiles son muy baratos, así que el etanol sólo empieza a tener competitividad si se produce a bajo costo o si se subsidia fuertemente. No tiene sentido sustituir cultivos que producen alimentos, que están rindiendo económicamente bien, por algo masivo que rinde mucho menos. Hay, pues, una serie de condiciones para que el etanol funcione. La primera es que no compita con la producción de alimentos. La segunda, que no se usen tierras nuevas, en las cuales haya que destruir bosque y selva. La tercera es que se haga un análisis específico, para que el resultado neto de la producción de etanol no sea dañino para el medio ambiente. Lo paradójico del etanol es que, aunque en principio tiene la ventaja de aprovechar la energía del Sol y absorber el dióxido de carbono de la atmósfera, cultivar el maíz para producirlo, al menos en Estados Unidos, requiere igualmente de mucha energía de combustibles fósiles (tractores, fertilizantes, máquinas recolectoras), lo que no reporta ningún beneficio neto, o incluso es un poco peor que usar gasolina directamente, al menos en términos de emisiones.
Algo muy interesante que se está investigando con mucha mayor atención es que, además del dióxido de carbono, hay otros gases, como el óxido nitroso, que es trescientas veces más potente que el dióxido de carbono (hay cantidades pequeñas que tienen un efecto muy grande). Ese gas se puede liberar en cantidades significativas utilizando fertilizantes sintéticos, lo que es contraproducente desde el punto de vista climático. La otra excusa, fundamentalmente histórica, es que en Estados Unidos se requirió el uso de oxigenantes, como el etanol, para bajar la cantidad de monóxido de carbono emitido por motores de combustión interna –las gasolinas–; pero, con las tecnologías modernas, los automóviles y el sector transportes ya no necesitan esos aditivos oxigenantes.
Por lo que infiero que su dictamen sobre el etanol es negativo…
Lo que pasa es que sí hay manera de hacerlo bien, pero tiene muchos condicionantes. Tenemos un ejemplo en el Brasil, donde sí es un beneficio ambiental. Sí es algo que se puede hacer, y en México deberíamos hacerlo, pero hacerlo bien. Lo que sería un error –que por fortuna ya evitamos– es que hubiera un requerimiento legal de ponerle cierto porcentaje de alcohol a la gasolina, como en Estados Unidos. Eso allí funciona porque hay un subsidio muy fuerte de la sociedad a la industria que produce el alcohol, y eso es lo que hay que evitar en México, que no haya un subsidio injustificado, porque esas cantidades de recursos se pueden usar mejor para otras cosas.
El libro Una verdad incómoda, de Al Gore, ¿pasa el examen científico?
Sí lo pasa, porque Al Gore ya tiene muchos años de experiencia trabajando con científicos. Hace años se criticaba que decía cosas muy exageradas, y quizá en algunos puntos muy específicos se le pasa un poco la mano. Por ejemplo, no habla lo suficiente –pero esto son cuestiones personales– de los beneficios potenciales, pero en su conjunto lo que dice es básicamente el consenso de la comunidad científica. Sé –yo fui asesor suyo– que él, como vicepresidente, tuvo acceso a información confiable y objetiva. Lo que ha hecho es un gran trabajo de comunicación, con ayuda de los medios, que ha resultado de mucho impacto en Estados Unidos, y que empieza a tenerlo en el resto del mundo.
El DDT, los CFC, el tetraetilo de la gasolina, fueron grandes avances que permitieron ingentes transformaciones, y no fue hasta mucho más tarde cuando se vieron sus efectos dañinos. ¿No habría forma de predecirlos? ¿La ciencia siempre avanza por ensayo y error?
Sí ha habido un cambio importante en las sociedades, y es que somos ahora mucho más cuidadosos, examinamos con mucho más detalle los impactos potenciales de las innovaciones científicas y tecnológicas, y en general de las actividades humanas. Cuando nosotros sugerimos que el uso de estos gases, los CFC, dañaba la atmósfera, teníamos mucha menos experiencia que hoy. Con el avance de la ciencia, tenemos más probabilidades de que no haya sorpresas, por así decir, de daños al medio ambiente que no anticipamos. Pero siempre es posible que pase lo inesperado, por lo que debemos estar en alerta permanente, y concientes de hacer evaluaciones generales periódicas de todo uso nuevo.
Usted estuvo en un proyecto de estudio y control de las megaciudades, que es la gran transformación del siglo pasado. ¿Qué hacer, en términos ecológicos, con estos espacios urbanos casi infinitos?¿Tiene una lectura de lo que ha ocurrido en la ciudad de México?
La base del problema es un dilema entre la colaboración para mejorar la calidad de vida de todos, aun con restricciones, y una visión a muy corto plazo de que “mi beneficio personal” está por encima de lo demás. El ejemplo típico aquí es el tráfico, porque claramente vemos que cada vez hay más coches, y que la solución –no hay otra– tiene que ser una mezcla de mejorar el transporte público con restricciones al uso del automóvil. Si le preguntamos a un individuo si le parece bien que le pongan restricciones a su coche, va a decir que no. Tenemos también aquí el aspecto cultural que dice que, si tengo suficientes recursos para comprar un coche, lo compro y no voy a usar el transporte público. Pero desde el punto de vista de la comunidad, si funcionáramos como tal, nos daríamos cuenta de que nos conviene a todos aceptar los cambios necesarios: todos saldríamos ganando si nos ponemos de acuerdo en que haya restricciones adecuadas al transporte privado, y un transporte público más eficiente para que lleguemos mucho más rápidamente adonde tengamos que llegar, para que la nuestra sea una ciudad mucho más amable, etcétera. Aquí lo que hay son barreras para implementar medidas, porque ya sabemos qué es lo que hay que hacer.
Hay barreras políticas y personales, casi psicológicas.
Exactamente. Y esto sólo se puede resolver desde el gobierno, no con la mera buena voluntad de la gente –aunque eso sirve, y tiene que haber conciencia. Pero la mejor conciencia, más que nada, es la que sirve para presionar al gobierno a actuar.
¿Ha tenido contacto con la actual Administración sobre estos temas?
Sí. Como es un problema difícil, no soy optimista, pero sí hay políticos que entienden muy bien el problema y están tratando de mejorar la situación. Por cierto, el problema del congestionamiento está íntimamente relacionado con la contaminación: a medida que sea más eficiente el sistema de transportes, que es hoy lo que más contamina, con las tres cuartas partes, mejoraría también la calidad del aire. Lo que pasa es que, además de mejorar el transporte, tenemos que tomar medidas para renovar la flota vehicular: poco a poco tenemos que quitar de la circulación los coches y camiones que más contaminan. Esto requiere una estrategia: no se puede tomar una decisión a puerta cerrada del gobierno, sino con el consenso de todos los interesados, diseñando incentivos, plazos adecuados, facilidades para comprar vehículos nuevos… Lo fundamental es que estos problemas tienen solución. Tenemos ejemplos muy claros de ciudades que funcionan mejor y ciudades que funcionan peor. Lo que necesitamos es cambiar la percepción de la gente de que todo lo que implique poner restricciones a su comodidad hay que evitarlo, y todo lo que implique pagar más va a hacer que las contribuciones acaben en manos del gobierno para usos que no van a beneficiarlos a ellos. En la medida en que el costo adicional de la medida eventual sea transparente, y siempre que esos recursos se usen, por ejemplo, en beneficio de una buena red de transporte público, la gente lo aceptaría. Sólo hay que informarla y convencerla. ~
(ciudad de México, 1969) ensayista.