La sabia oscuridad de The Cure

"Songs of a lost world", el nuevo álbum de The Cure, es un admirable regreso en forma. Robert Smith persiste en su exploración de las honduras de la condición humana desde la posición privilegiada que le dan sus 65 años de vida.
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Solo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza.
Herbert Marcuse

Respeto a Robert Smith, eterna alma atribulada de The Cure, porque desde sus inicios eligió referirse, por encima de todo, al lado oscuro, dark, de la existencia.

Lo anterior no quiere decir que en su amplio catálogo, que le permite ofrecer presentaciones de más de tres horas, no haya baladas, piezas que estimulan los pasos de baile y los brazos al aire, y alguna furtiva sonrisa y rayo de sol de quien se confiesa enamorado en viernes.

Por donde se le oiga, Songs of a lost world, su nuevo álbum –ocho canciones, nada de relleno, 49 minutos de sustancia– es un triunfo, un admirable regreso en forma. Tras dieciséis largos años de sequía discográfica, La Cura (mejor mejora La Cura, podría decir un polveado Salvador Novo) retorna con un chubasco de angst, ennui, tristeza, pérdida, perplejidad, desolación y extrañeza ante el entorno.

Smith, fundador y único miembro constante de la agrupación en su casi medio siglo de vida, no reniega de su mood habitual, hace la relatoría de su pesadumbre, pero ahora emprende tal cuesta arriba desde la posición privilegiada que le dan 65 años de edad, sobrevivencia y sabia exploración de las simas, con s, de la existencia y la condición humanas.

Hay quienes ya esgrimen que es lo mejor que The Cure ha hecho desde Disintegration (1989) –su obra cumbre y mayor éxito comercial– y yo me sumo al coro. La banda interpretó el álbum entero el pasado 1 de noviembre en un concierto en el Troxy de Londres que puede verse en YouTube y da cuenta del vigor de la banda. Los fans mexicanos del grupo inglés notarán que tres de las ocho piezas de esta grabación fueron interpretadas justo hace un año durante su presentación en el Corona Capital 2023: “Alone”, que abrió el setlist e inaugura el álbum, “And Nothing is Forever” y “Endsong”, que cierra el disco.

La formación actual de la banda parece trabajar de tal modo que detrás de los acordes del piano y las pulsaciones de las percusiones terminan en el lienzo los demás instrumentos: guitarras, bajo y sintetizadores, como en capas sobrepuestas. Proeza de Smith es que haya logrado cuajar una idea musical inconfundible con distintos colaboradores a lo largo de los años: el cultivo de bosques en apariencia cerrados en los que apenas parece penetrar la luz, pero que, si se escuchan con atención, muestran abundancia de vida.

Puede reconocerse a Songs of a lost world como la primera gran obra musical de la pandemia y post pandemia, aunque no se mencione explícitamente al coronavirus. Porque si en este mosaico prevalecen el dolor, la desazón, la pérdida y la desolación es porque Robert Smith trabajó con experiencias muy personales: los decesos de su padre, su madre y su hermano. En entrevistas recientes ha comentado lo que tantos vivieron en diversas latitudes: muchos adultos mayores fueron segados por la pandemia. (“Toda la generación mayor de mi familia murió en los primeros meses de la primera ola de covid”, reveló.)

Clara sobrevivencia y pase de la antorcha de lo gótico, el post punk, la new wave y lo electrónico, la devoción que muestran las nuevas generaciones por el longevo Robert Smith puede hacer olvidar su membresía de la tercera edad. A sus 65 años se comprende bien que le importe el paso del tiempo, la vejez, la soledad y la valiosa compañía. El álbum cautiva por su personal estilo lastimero de entonar líneas sencillas y directas, más cercanas a la entrada de diario o a la epístola (es decir, al correo electrónico o al inmediato whatsapp) que a la poesía. “Este es el final / de cada canción que cantamos”, apunta en “Alone”. “Yo sé / que mi mundo ha envejecido / pero realmente no importa / si dices que estaremos juntos”, en “And nothing is forever”.

La búsqueda del vínculo amoroso ha sido una constante en las letras de Smith y The Cure, pero, de nueva cuenta, el de la hirsuta cabellera estrafalaria y los labios colorados ha optado por el camino difícil, no el de la certeza y la seguridad, sino el de la incertidumbre, el del temor a perder, o de plano jamás alcanzar, al objeto deseado. Su leitmotiv preponderante es más el desamor que el amor. Una escucha superficial de “Warsong”, en la que se luce el filoso y corrosivo guitarrista Reeves Gabrels (ex Thin Machine y ex David Bowie), haría pensar en un comentario sobre los eventos bélicos a lo largo de la historia. Pero no: es acerca de las venenosas y despiadadas conflagraciones íntimas, las batallas sin cuartel entre un par de personas. “Todo lo que alguna vez conoceremos / son finales amargos / porque nacimos para la guerra”, sentencia Smith, fulminante.

“Drone: Nodrone” es una pieza con un groove contagioso en la que Smith casi se suelta a rapear. Gana mucho por el portentoso y felizmente excesivo requinteo de Gabrels. “Es un poco extraño pensar que toma tanto tiempo ser malinterpretado”, frasea Smith. Uno estaría tentado a decir que es el corte menos sombrío de todo el volumen. Pero esa distinción, a mi juicio, le corresponde a “All I ever am”, pieza serena, reflexiva, de madurez. ¿Le han funcionado a Smith terapia, medicamentos, lecturas, meditaciones y ejercicios? ¿El apesadumbrado cantor de la oscuridad halló la bendición del aquí y el ahora, las netas revelaciones del mindfulness? A saber. Lo cierto es que la rola funciona, suena real y contundente. Y es que quizá sea una opción aceptable llegar al sexto piso, no inmolarse en el panteón de las estrellas de rock muertas y cantar sin pena: “Pierdo toda mi vida así / reflejando el tiempo y los recuerdos / Y todo por miedo a lo que encontraré / si simplemente me detengo y vacío mi mente / de todos los fantasmas y todos los sueños / Todo lo que conservo en la creencia / de que todo lo que siempre soy / de alguna manera nunca es todo lo que soy ahora.”

Casado por 36 años con Mary Poole, su novia desde la juventud (a ella le escribió “Just like heaven”, ese dulcesito que aún tarareo con júbilo a mis 60), Smith ha confesado que siguió su consejo de no cargar hacia la desolación todas las canciones reunidas en este volumen. El álbum, es cierto, no es 100% sombrío. Smith asume el desafío de enfrentar, en este momento de vida y con su oficio de compositor, la realidad ineludible de la muerte. Habla el goth, el darkie por antonomasia: “Cuando eres joven, romantizas la muerte, incluso sin conocerla. Después comienza a sucederle a tu familia inmediata y a tus amigos y repentinamente es una cosa distinta. Es algo con lo que yo luché líricamente: ¿cómo poner esto en las canciones?”. Una excelente respuesta la ofrece “I can never say goodbye”, fruto catártico de la muerte de Richard, el hermano mayor de Smith. La letra es daga fina, dolor sin adornos: “Algo maligno se acerca / desde la cruel y traicionera noche / Algo maligno se acerca para robar la vida de mi hermano”.

Se quiere a The Cure en México. Se le adora en tierras chilangas (de acuerdo con información de YouTube, la Ciudad de México es la metrópoli del globo que más escucha a la banda: 7.7 millones de reproducciones durante 365 días). 21 de abril de 2013 no se olvida. Ese día Robert Smith cumplió 54 años, hubo un temblor de 5.8 grados en la escala de Richter y en el otrora Foro Sol la banda tocó por cinco largas horas.

¿Hay The Cure para rato? ¿Se avecina la última canción del grupo? Su Songs of a lost world cierra con una gema de nombre “Endsong”, que podría interpretarse como despedida, epitafio, estertor agónico o broche de oro, aunque se dice que hay material de la banda para varias placas más. Repaso la letra; el mundo es una caja de Pandora de incertidumbre ambiental y geopolítica. Smith no es Dylan, ni Cohen, ni Springsteen; es un relator de la oscuridad que sigue sin aplacarse el pelo y aún se maquilla. Así decide cerrar este álbum ansiado y contundente: “Y estoy afuera en la oscuridad mirando la luna roja como sangre / Recordando las esperanzas y sueños que tuve y todo lo que debía hacer / Y preguntándome qué fue de ese chico / Y del mundo que él llamaba suyo / Estoy afuera en la oscuridad preguntándome cómo envejecí tanto / Todo se ha ido, todo se ha ido / No queda nada de todo lo que amé”.

Los niños sí lloran (y no es revisionismo). También escriben canciones. ~

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Ernesto Flores Vega (Huichapan, Hgo., 1964) es un melómano ecléctico. Ha ejercido el periodismo y la comunicación corporativa.


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