Queridos periodistas: dejen de intentar salvar la democracia

Los estadounidenses han perdido la confianza en sus instituciones porque, a pesar de sus promesas de ser los árbitros de la verdad y la ciencia, los medios de comunicación tradicionales malinterpretan aspectos básicos de la vida estadounidense.
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En 2006 hice unas prácticas en el International Herald Tribune de París. La mayor parte del trabajo era de poca importancia. Fotocopiaba maquetas de páginas para la edición del día siguiente y a veces introducía breves descripciones de artículos en un sistema de gestión interno. Mi mayor logro fue desenroscar una bombilla de neón que parpadeaba y dificultaba la concentración de los redactores, un simple acto que me granjeó la hostilidad eterna del conserje francés, que se había negado a ayudar porque su turno terminaba en quince minutos, y no creía que nadie más tuviera derecho a mejorar la situación en su lugar.

El otro momento memorable fue cuando me mandaron a casa a cambiarme. Sin pensarlo, me había puesto una camiseta que un amigo me había regalado durante la campaña presidencial unos años antes: una representación de El grito de Edvard Munch con la inscripción “¿Otra vez Bush?”. Dudo que la camiseta ofendiera a nadie en la oficina. De hecho, imagino que la gran mayoría del personal del IHT compartía el sentimiento. Pero los responsables de la redacción se tomaban muy en serio su deber tanto de ser neutrales como de dar la impresión de serlo. En aquellos días, antes de las modernas redes sociales, el riesgo de que alguien se enterara de mi cuestionable elección de vestuario podía haber sido bajo; aun así, era un riesgo que no estaban dispuestos a correr.

Esto resume muy bien la vieja actitud de los periodistas. Como grupo, siempre se ha inclinado a la izquierda, y quizá siempre lo haga. Pero también tenían una sólida concepción de su papel y de las normas profesionales que conlleva: Su trabajo consistía en ser árbitros imparciales e informar sin miedo ni favoritismos. Eso implicaba plantear preguntas difíciles a todo el mundo. Y para lograrlo, tenían que cultivar un buen detector de mentiras, partiendo de la premisa de que cada persona con la que hablaban tenía su propia historia que contar. Sin duda, el periodismo, incluso en sus mejores tiempos, nunca estuvo a la altura de estas aspiraciones; pero la existencia de estas aspiraciones contribuyó en gran medida a reducir la tendencia partidista de la profesión y a preservar un mínimo de confianza en los principales medios de comunicación.

Todo eso se esfumó cuando Donald Trump entró en política. Politólogos como yo dimos la voz de alarma de que los populistas autoritarios podían representar un verdadero peligro para la democracia. Otros comentaristas iban incluso más lejos, afirmando que Trump debía ser visto, simplemente, como un fascista. Enfrentados a lo que consideraban una auténtica emergencia, muchos periodistas más jóvenes y progresistas llegaron a creer que necesitaban revolucionar la concepción tradicional de la misión de su profesión. En lugar de rechazar el espíritu de partido, ahora abogaban abiertamente por ponerse del lado de los ángeles. Y lejos de esforzarse por la objetividad, resolvieron ofrecer a sus lectores “claridad moral”. El Washington Post no hacía sino formalizar el consenso emergente cuando, en febrero de 2017, adoptó el lema “La democracia muere en la oscuridad”.

Esta nueva concepción de sí mismos que adoptó una gran parte de los periodistas estadounidenses era a la vez menos exigente y más grandilocuente que la que sustituía. Era menos exigente porque les proporcionaba la excusa perfecta para dejarse llevar por sus propios prejuicios: favorecer a tu propio bando pasaba de ser una falta de ética profesional a ser un valiente acto de resistencia. Al mismo tiempo, era más grandilocuente porque parecía transformar a los periodistas de estenógrafos monótonos del primer borrador de la historia a actores clave en una gran batalla histórica por la conservación de la democracia.

Siento cierta simpatía por esa nueva “autoconcepción”. La democracia está realmente asediada en todo el mundo. Y como ciudadanos realmente tenemos la obligación cívica de hacer lo que podamos para apuntalar principios como la libertad de expresión y el Estado de Derecho. Las democracias necesitan el compromiso de los ciudadanos, y si algunos de ellos necesitan adoptar un sentido exagerado de su posible eficacia para seguir adelante, que disfruten de su ilusión.

Pero aunque todos nosotros, incluidos los periodistas, tengamos la obligación cívica de luchar por la conservación de nuestro sistema político en nuestro papel de ciudadanos, es un error categorial asumir que los periodistas deben situar esa aspiración en el centro de su identidad profesional. Las democracias dependen de la existencia de unos pocos medios informativos de amplia confianza que puedan informar objetivamente al público sobre los asuntos de actualidad. La confianza que los ciudadanos han depositado tradicionalmente en esos medios se basaba en la creencia de que sus periodistas se esforzaban al menos por presentar los acontecimientos de forma imparcial. En el momento en que reconocen que ya no es así, esa confianza se hace añicos y se desvanece cualquier esperanza de construir la vida política sobre la base de hechos compartidos.

A la luz de los últimos cuatro años, yo iría un paso más allá. La aspiración de muchos periodistas de salvar la democracia no solo ha resultado contraproducente, porque ha alejado a gran parte de sus lectores de los principales medios de comunicación. También ha privado a los demócratas de datos clave que habrían necesitado para tomar buenas decisiones estratégicas, lo que, paradójicamente, ha contribuido a reforzar las mismas fuerzas políticas que los periodistas que se esforzaban conscientemente por preservar la democracia trataban de contener.

El coste cognitivo del partidismo

En los últimos meses, he oído decir a múltiples diplomáticos europeos que el alcance de los problemas de Joe Biden es bien conocido desde hace tiempo. En reuniones con varios estadistas de alto nivel, Biden repitió las mismas anécdotas, o parecía inseguro sobre su propio paradero, ya en 2021. ¿Es realmente verosímil que los periodistas estadounidenses fueran incapaces de enterarse de algo que se sabe en las capitales de toda Europa desde hace tanto tiempo –algo que, por cierto, decenas de millones de votantes estadounidenses llevan mucho tiempo citando como una grave preocupación en las encuestas de opinión?

No. La verdad obvia es que, la mayor parte de los periodistas no quisieron meterse en eso. Parte de esa reticencia puede deberse a un comprensible (aunque equivocado) sentido del decoro. Pero otra parte tenía su origen en la sospecha tácita de que abordar abiertamente el tema acabaría ayudando de algún modo a Donald Trump.

El caso es que la reticencia a sincerarse con los lectores acabó consiguiendo lo contrario de lo que se pretendía. Permitió a Biden permanecer en la carrera el tiempo suficiente para hacer cómplice a toda la clase dirigente demócrata de encubrir el verdadero estado de su salud mental. E hizo prácticamente imposible organizar unas primarias abiertas para elegir a su sucesor.

Esto nos lleva a otra forma en la que el consenso en la prensa dominante perjudicó en última instancia a los demócratas. Hace tiempo que debería haber sido obvio que Harris era una candidata débil. Aunque entró en la carrera por la nominación demócrata de 2020 con mucho entusiasmo y enormes recursos financieros, llevó a cabo una campaña desastrosa, y rápidamente cayó a un solo dígito en las encuestas. Al final, se vio obligada a abandonar antes de que se hubiera emitido un solo voto a su favor.

Biden reavivó la suerte de Harris al restringir su búsqueda de compañero de fórmula por motivos demográficos, lo que prácticamente garantizó su ascenso a la vicepresidencia. Pero frente a la oportunidad de oro de volver a presentarse ante el pueblo estadounidense, Harris flaqueó. A pesar de un énfasis retórico implacable y sin precedentes en la “Administración Biden-Harris”, desarrolló pocas iniciativas propias y alienó a la mayor parte de su personal. Encargada de ayudar a reducir el número de inmigrantes ilegales que entran en el país, se negó a viajar a la frontera sur, probablemente por miedo a disgustar a parte de la base progresista. Durante la mayor parte del tiempo hasta que Biden se retiró de la carrera, Harris fue significativamente menos popular que él.

Mientras Harris no fuera más que una potencial aspirante a la presidencia, todo eso se podía decir en los medios mainstream. En el momento en que fue elevada a la nominación demócrata, se convirtió en tabú señalar estos hechos. Y cuando Harris se benefició de un sorprendente (pero efímero) aumento del entusiasmo al convertirse en la candidata oficial, las facultades críticas de los periodistas del mainstream se esfumaron por completo. Ahora se decía que estaba llevando a cabo una campaña impecable, aprovechando una oleada de entusiasmo desconocida desde los tiempos de Barack Obama, todo lo cual (a pesar de lo ajustado de las encuestas) parecía encaminarla con seguridad hacia la victoria.

En la recta final de la campaña, esa confianza se había generalizado, especialmente en los círculos progresistas. Los estrategas demócratas eran optimistas. En Twitter y MSNBC, en NPR y en The New York Times, proclamaban que los sondeos internos mostraban que Kamala Harris iba muy por delante; que los recuentos de los primeros votos favorecían al partido; que todos los indicios apuntaban a una participación masiva; y que los votantes que se decidían a última hora se estaban decantando por el azul.

Yo sospechaba que algunos de estos estrategas podrían haber estado actuando, bueno, estratégicamente. Los votantes quieren elegir a un ganador. Tiene sentido que las campañas proyecten confianza en la recta final. Así que envié un mensaje de texto a algunos amigos de confianza que están profundamente arraigados en el mundo demócrata. Todos me aseguraron que sus declaraciones públicas se basaban en convicciones privadas. Sí, admitieron, habían demostrado un exceso de confianza en 2016. Pero de ninguna manera volverían a cometer el mismo error. Kamala iba camino de la victoria. Incluso podía ganar en Iowa.

En retrospectiva, el coste de estas mentiras superpuestas es dolorosamente claro. Si la campaña de Harris se hubiera dado cuenta de que no iba camino de ganar las elecciones, podría haber asumido algunos riesgos retóricos y haberla animado a aparecer en una gama mucho más amplia de programas y podcasts. En lugar de eso, adormecidos por una falsa sensación de complacencia, jugaron a lo “seguro”.

La paradoja es obvia. En cada paso, los principales medios de comunicación tuvieron cuidado de no hacer hincapié en hechos que pudieran dificultar que los demócratas derrotaran a Trump. Pero en cada paso, esto creó una burbuja de “desinformación de élite” que hizo imposible que los demócratas tomaran las decisiones estratégicas difíciles que necesitaban para ganar las elecciones. Los costes cognitivos del partidismo en los medios de comunicación son elevados; en este caso, podría decirse que lo suficientemente elevados como para haber conseguido la reelección de Trump.

Por qué es probable que los intentos de salvar la democracia sean contraproducentes

Aunque los coches autónomos alcancen un nivel de seguridad que supere con creces el de los conductores humanos, en ocasiones producirán accidentes que la mayoría de los conductores humanos habrían podido evitar. Y sin embargo, como se apresurarán a señalar los defensores de la tecnología, la adopción de coches autónomos tiene sentido si reduce el número total de víctimas mortales.

Del mismo modo, los defensores de la “claridad moral” en el periodismo pueden decir que los intentos de influir en sus lectores a veces pueden salir mal, ya sea porque los principales medios de comunicación se equivocan en algo, o porque los lectores son particularmente reacios a aceptar una dosis específica de verdad. Pero eso, pueden decir, no es razón para renunciar al objetivo autoconsciente de salvar la democracia si tal aspiración tiene probabilidades de hacer el bien en la mayoría de las circunstancias.

Soy profundamente escéptico en cuanto a que debamos descartar la secuencia de acontecimientos que condujeron a la reelección de Trump como un percance tan desafortunado y atípico, y ello por dos razones.

La primera es que los periodistas sobrevaloran enormemente su capacidad para influir en sus lectores. La gente corriente es capaz de percibir cuando los periodistas enmarcan cada noticia con la esperanza de llevarles a alguna conclusión predeterminada. Y en lugar de caer en esa conclusión, muchos de ellos lo toman como una razón para dejar de confiar –o de leer y ver– en el periodismo mainstream.

Probablemente siempre ha sido así. Incluso en los días felices en los que The New York Times gozaba de (cierta) confianza general y los estadounidenses recibían la mayoría de sus noticias de la CBS y la NBC, las opiniones de los ciudadanos de a pie diferían ampliamente del consenso entre la clase profesional. En particular, los investigadores que intentan demostrar que las teorías de la conspiración han aumentado últimamente han llegado a la conclusión de que los estadounidenses llevan mucho tiempo creyendo en ellas a un ritmo sorprendentemente constante.

Pero es especialmente cierto ahora, en la era de YouTube, los podcasts y las redes sociales. Los periodistas que se obsesionan con si decir que Trump miente o si llamarle fascista –así como los numerosos comentaristas de las redes sociales que se pasan el día secundando esas decisiones– suponen que sus acciones tendrán un gran impacto en las opiniones de los ciudadanos. Lamentablemente, esa suposición es injustificada.

La segunda razón por la que creo que el objetivo consciente de intentar salvar la democracia puede resultar contraproducente es que es extremadamente difícil predecir las consecuencias a largo plazo de decir mentiras supuestamente nobles. Al principio de la pandemia, los funcionarios de salud pública subrayaron que la gente corriente no podía protegerse eficazmente contra el Covid llevando unas simples mascarillas médicas, un tema de conversación que fue debidamente y acríticamente amplificado por los principales periodistas. Hay buenas razones para sospechar que tanto los funcionarios de salud pública como los periodistas adoptaron esta línea en parte porque muchos hospitales se estaban quedando sin equipos de protección personal en ese momento, lo que ponía en peligro a médicos y enfermeras y obstaculizaba su capacidad para atender a los pacientes.

Al igual que la defensa de la democracia, el objetivo de asegurarse de que los trabajadores médicos no se queden sin mascarillas en medio de una pandemia es perfectamente sensato en sí mismo. Pero, como en el caso de la defensa de la democracia, resulta que dar prioridad a ese objetivo frente a decir la pura verdad puede resultar contraproducente.

En el caso de las mascarillas de la era Covid, la noble mentira tuvo tres consecuencias imprevistas. En primer lugar, los funcionarios de salud pública se centraron demasiado en asegurarse de que las mascarillas existentes llegaran a las manos adecuadas y no lo suficiente en producir más mascarillas. En lugar de decir a la gente que las mascarillas no funcionaban, deberían haber instado a las empresas a encontrar formas ingeniosas de producir más mascarillas, algo que empezó a ocurrir una vez que se invirtieron las directrices de salud pública y quedó claro que la demanda de mascarillas seguiría siendo alta en un futuro previsible. En segundo lugar, la orientación inicial según la cual las mascarillas no funcionaban hizo mucho más difícil para los funcionarios de salud pública convencer a la gente de que se pusiera mascarillas una vez que el acceso al equipo ya no fuera un problema. Y por último, este caso tan llamativo de cambio de opinión en las primeras fases de la pandemia minó de forma duradera la confianza del público en las autoridades sanitarias, lo que probablemente impidió la aceptación de las vacunas una vez que estuvieron disponibles.

Con un poco de empatía, es fácil entender cómo los funcionarios de salud pública pudieron equivocarse de forma tan desastrosa. En las primeras fases de una pandemia, la información es limitada y hay mucho en juego. La necesidad percibida de guiar al público hacia el curso de acción correcto, incluso si eso significa ser menos que franco, debe ser inmensa. Pero la política no es menos complicada e impredecible que una pandemia. Y al igual que en la sanidad pública, también en una democracia que funcione una de las condiciones previas más importantes para el éxito a largo plazo es dar al público buenas razones para confiar en la información que se le da. La razón por la que es tan importante dar prioridad a la pura verdad sobre los objetivos activistas no es que no comparta esos objetivos o crea que son nefastos; es que, a menos que estemos en guardia contra nuestras propias tendencias autoengrandecidas, el hecho mismo de que esos objetivos sean tan atractivos seguirá seduciéndonos para que metamos la pata.

La crisis epistemológica general de la corriente dominante estadounidense

En los últimos años, los principales periódicos han escrito interminables artículos sobre la amenaza que supone la “desinformación”. No cabe duda de que muchas afirmaciones falsas o frívolas ganan ahora una enorme tracción en las redes sociales. Contrarrestar estas falsedades es un objetivo importante y legítimo de los periodistas responsables.

Pero lo cierto es que la propia corriente dominante estadounidense sufre ahora una grave crisis epistemológica. Si eras un fiel lector de The New York Times o un oyente frecuente de NPR, tenías menos probabilidades que el ciudadano estadounidense medio de creer que Biden sufría un grave deterioro mental o que Harris era una política impopular con un camino muy difícil para ganar las elecciones presidenciales. También era menos probable que reconocieras que el cierre de escuelas tendría un gran impacto en los resultados educativos y la salud mental de los estudiantes, o que te dieras cuenta de que muchos latinos se estaban desplazando hacia el Partido Republicano. E incluso ahora, tendrías menos probabiliddes que la mayoría de los votantes de reconocer lo absolutamente simplista que es creer que Estados Unidos puede dividirse de forma significativa en dos bloques opuestos de “blancos” y “gente de color”.

Los estadounidenses han perdido la confianza en muchas de sus instituciones en buena medida porque, a pesar de sus promesas de ser los árbitros de la verdad y la ciencia, los medios de comunicación tradicionales y las instituciones establecidas fundamentalmente malinterpretan y malentienden aspectos básicos de la vida estadounidense. Las razones de este lamentable estado de cosas van mucho más allá de la decisión de muchos periodistas de adularse a sí mismos pensando que su tarea era salvar la democracia. Pero el primer paso para solucionar el problema es que los periodistas vuelvan a abrazar la concepción monótona de su propio trabajo que les sirvió comparativamente bien en el pasado: cultivar una sana desconfianza hacia todo el mundo, incluidos aquellos que secretamente pueden creer que están en el lado correcto de la historia, e informar de las noticias sin miedo ni favoritismos.

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en el Substack del autor.

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Yascha Mounk es director de Persuasion.


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