¿Se puede resumir una de las vidas cinematográficas más ricas en la historia del cine mexicano en un solo un cuarteto de películas? Por supuesto que no: cualquier esfuerzo de esta naturaleza está destinado al más rotundo de los fracasos. Dicho lo anterior, he aquí mi vergonzoso fracaso. Eso y más merece Silvia Pinal (1931-2024).
La marca del Zorrillo (1950), de Gilberto Martínez Solares. La primera película en la que Silvia Pinal demostró con creces su extraordinaria vis cómica fue encarnando a la dama joven de un exuberante Tin Tan por partida doble. En esta relajienta parodia de la seminal novela de aventuras de Johnston McCulley La maldición de Capistrano (1919) (adaptada en Hollywood, hasta ese momento, en un par de ocasiones, en 1920 y en 1940), Tin Tan es el cobarde heredero del anciano Conde de Texmelucan –el propio Germán Valdés– que, con la ayuda de un ungüento mágico que le da una bruja, se convierte en el Zorrillo del título, un indómito espadachín dispuesto a combatir los abusos de Marcelo (el homónimo carnal), el malvado gobernador de Toluca.
Como era su costumbre en este tipo de comedias paródicas, Tin Tan está sensacional de principio a fin en su doble papel –o triple, si contamos que cuando se convierte en el Zorrillo, tiene otra personalidad–, pero la que termina provocando muchas de las más sonoras carcajadas es la joven Pinal, quien interpreta a la sirvienta Lupita. Caminando a saltos con unos hilarantes pasitos cortos y un risible acento “indígena”, su Lupita es una desternillante imitación de Dolores del Río en María Candelaria (Fernández, 1943) o, acaso, de Blanca Estela Pavón en La mujer que yo perdí (Rodríguez, 1949), cinta en la que, de hecho, había actuado Pinal un año antes, en el papel de la prometida fifí de Pedro Infante. ¿Qué tanto de esa inspirada interpretación cómica del personaje de la fiel e inocente Lupita estaba ya en el argumento original escrito por Martínez Solares y Juan García, qué tanto salió de la siempre vivaz dirección de Martínez Solares, qué tanto del talento natural de una jovencísima Silvia de 19 años de edad? No lo sé, pero estudiando el posterior desarrollo de la actriz, me parece evidente que un buen porcentaje de las carcajadas que sigue provocando la precisa burla del ofensivo estereotipo indígena creado por el cine mexicano, se debe al instinto cómico de Silvia Pinal.
El inocente (1955), de Rogelio A. González. Si en Estados Unidos no puede faltar la programación televisa navideña de ¡Qué bello es vivir! (Capra, 1946), en México, por lo menos hasta hace algunos años, cuando la televisión abierta todavía importaba, resultaba inevitable toparse con esta comedia programada en algún canal en la víspera del año nuevo. En este filme Silvia ya no es la desechable novia rubia de Pedro Infante en La mujer que yo perdí, ni tampoco, la coscolina hija de Andrés Soler en Un rincón cerca del cielo (González, 1952), un tremebundo melodrama urbano protagonizado también por Infante. Para 1955, con la friolera de 35 películas en su haber y un Ariel como mejor actriz de reparto por, precisamente, Un rincón cerca del cielo, Pinal ya podía ser el único interés cómico-romántico de la mayor estrella masculina del cine nacional.
En el argumento original escrito por nada menos que Luis y Janet Alcoriza, Pinal es la atractiva niña bien Mané que, luego de una borrachera por despecho después de haberse peleado con su novio en la noche de año nuevo, termina acostada y durmiendo con el populachero mecánico Cutberto Gaudázar (Infante), apodado “Cruci” por su imposible nombre, “todo un crucigrama”. Cuando los ricachones papás de Mané –una impositiva Sara García y un cero a la izquierda Óscar Ortiz de Pinedo, en un perfecto rapport cómico– descubren a la pareja compartiendo sábanas, obligan a Mané a casarse con “Cruci”, solo para guardar las apariencias, al cabo que luego se divorciarán para que cada quien siga con su vida. La bien tramada historia escrita por los Alcoriza –muy dependiente de las remarriage comedies hollywoodenses de los años 30 y 40– tiene a los protagonistas perfectos en Infante y Pinal, más simpáticos que nunca. Silvia está graciosísima cada vez que resulta incapaz de cumplir con sus obligaciones de ama de casa tradicional en pleno ruizcortinismo (“es dificilísimo”, solo atina a decir), además de interpretar con Infante unas de las secuencias cumbres en la historia del cine nacional cuando, borracha hasta las trancas, canta y baila con “Cruci” una serie de rondas infantiles después de que el arrabalero mecánico la describe, comiéndosela con la mirada, como “un carro nuevecito”. Y, ejem, pues sí: así se veía.
Simón del desierto (1964), de Luis Buñuel. La tercera y última película de Pinal con Buñuel fue, según dijo la propia actriz en alguna entrevista televisiva otorgada a Cristina Pacheco, su cinta preferida de las realizadas con el aragonés. Es más: por la forma en la que se refiere al personaje que interpreta, el mismísimo Satanás (“es un diablo travieso, coqueto, simpático, pornográfico… ¡hasta canta!”, le dijo sonriendo a Pacheco), sospecho que este filme incompleto de Don Luis fue, acaso, el favorito de toda su filmografía. O por lo menos eso quiero creer: Silvia pateando con enjundia un borreguito llevando una barba de Jesucristo de estampita, Silvia fingiendo la voz de una niña “inocente” demasiado bien crecidita, Silvia cruzando sus piernotas con los emblemáticos ligueros tan caros para Buñuel (“¡Mira qué piernas tan inocentes, Simón!”) para luego mostrarle sus generosos pechos a Simón el estilita (Claudio Brook en un papel pensado para Manuel “el Loco” Valdés), Silvia soltando con total convencimiento los insultos más extraños, retorcidos y heréticos que se hayan escuchado en el cine nacional (“¡Mira con qué tiznada maula me frotas los hocicos!” “¡Que se arrepientan los fondillos de tu padre!” “¡La hostia reptante en el vientre de la hija de zorra!”). Y, luego, hacia el desenlace, Silvia llevándose a Simón al mismísimo infierno imaginado por Buñuel, a saber, un antro a gogó en el que varias parejas se mueven compulsivamente al ritmo de algo que se llama “Carne radioactiva”, “el baile final” según el Satanás de Silvia, que, en el final interruptus de la película, grita a todo pulmón para subrayar su triunfo definitivo.
“Divertimento”, episodio de Juego peligroso (1966), de Luis Alcoriza. Rodada en Rio de Janeiro, Juego peligroso está conformada por dos episodios, cada uno dirigido por un cineasta mexicano, cada uno protagonizado por una actriz nacional y un actor brasileño. El primero, “HO”, realizado por Arturo Ripstein, con Julissa y Leonardo Vilar, es uno de los peores trabajos del cineasta, al grado que él mismo lo calificó alguna vez como el tipo de cine “que no debe hacerse nunca”, con todo y que el argumento fue escrito por Gabriel García Márquez y adaptado por Jorge Ibargüengoitia. En contraste, “Divertimento”, el episodio dirigido por Alcoriza y escrito por él mismo con la colaboración de Fernando Galiana, es no solo una de las mejores piezas del cineasta español mexicanizado sino, también, uno de los escasos filmes logrados de humor negro en la historia del cine nacional. La historia está protagonizada por el brasileño Milton Rodrigues y nuestra Silvia, más subversiva que nunca, quienes interpretan a una pareja de adúlteros. Aunque inicialmente el tipo había planeado fingir el asesinato de su esposa para chantajear a su millonaria amante despreocupada, la Lena Anderson de Pinal, esta se escabecha de verdad a la mujer y le sigue después con todos quienes se le ponen enfrente, ya no tanto para ocultar su crimen anterior, sino para disfrutar gozosamente del mero acto de matar. Así pues, asesina a un detective privado, a su criada y a su novio, a dos agentes de tránsito que la querían infraccionar (nomás eso faltaba) y, cuando se ve descubierta tirando un cuerpo en el mar por una familia que la saluda desde un bote, Lena sonríe emocionada con genuina anticipación homicida (“Nos han descubierto… ¡Hasta los niños!”, dice con ternura), pues hasta ese momento solo había matado a puros adultos. El amour fou arrollador y destructivo de Lena por el atribulado y pasivo amante encarnado por Rodrigues sigue resultando insólito, hasta el día de hoy, en el pacato panorama del cine nacional. El desenlace, sulfuroso como pocos, es digno no solo de compararse con algunos momentos del cine de Buñuel –el monólogo final de Abismos de pasión (1953), por ejmplo– sino con el clásico final de Duelo al sol (Vidor y otros, 1946), con Silvia escotadísima, matando y muriendo orgiásticamente, más atractiva que nunca, pero, también, más temible que nunca. Quién pudiera morir siendo besado por Silvia Pinal. A lo mejor en otra vida. O en otra muerte. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.