Fotografía: Carlos Luna/ Secretaría de Cultura CDMX, CC BY-SA 2.0

Javier Bátiz, provocador de elevadas pasiones rocanroleras

Javier Bátiz (1944-2024) fue un artista omnívoro, que sacudió a su generación y le mostró caminos y posibilidades, convirtiéndose de ese modo en una pieza fundacional del engranaje del rock mexicano.
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Para Diego y Jime, que ya saben lo que es
el blues, el R&R, el R&B, el soul y el funk.

Llevábamos horas esperando. Nos mataba la impaciencia. Ni Joe Cocker ni el legendario pianista Nicky Hopkins daban luz. Aquella tarde de agosto de 1977, en el siempre incompleto Toreo de Cuatro Caminos, el rock en vivo en este país volvía a ser un enorme acertijo. A alguien se le ocurrió que subieran a palomear Javier “El Brujo” Bátiz y el pianista Guillermo Briseño. Apaciguaron los ánimos, al menos por un rato. Yo tenía 13 años y derrapo en el lugar común: no volví a ser el mismo. Es la medianoche del 14 de diciembre de 2024, hace unas horas se difundió la noticia del deceso de Bátiz, y Memo Briseño y yo, al teléfono, tratamos de recordar las rolas que pudieron haber tocado para tranquilizar a las bestias; es decir, al respetable, furioso, demandante, deseoso de rock. No nos da la memoria. Briseño aventura que una de ellas pudo haber sido “Hard life”, un blues potente que tocaban juntos en esos tiempos, composición de “El Brujo”, tan buena, directa y prendida como cualquiera de los grandes bluesmen de Chicago. La escucho una, dos, tres veces al hilo. Me bamboleo. Reprimo el llanto. Me voy a dormir.

Personaje fundacional del rock mexicano, pieza decisiva en un cósmico engranaje de personajes y circunstancias, resulta fácil en estos momentos caer en el engrandecimiento y la magnificación del extraordinario guitarrista nacido en Tijuana. “Muere Javier Bátiz, padre del rock mexicano”, cabeceó un diario mexicano en su portal de internet. Progenitor o no, Hidalgo o no del rock nacional, Bátiz fue un personaje decisivo, un artista omnívoro, atento y estudioso de las corrientes musicales negras de Estados Unidos, que al emigrar a mediados de los años 60 a la capital del país encendió la mecha de las amplias posibilidades para la música popular que había en todas esas vertientes. Carlos Hauptvogel, fundador y baterista de Three Souls in my Mind, aunque prefirió no conversar conmigo, acepta ponerlo por escrito: “te puedo decir que influyó en muchos músicos por su forma de interpretar. Y cuando llegó a la Ciudad de México trajo ritmos que no conocía la mayoría, como el soul y el funk.” Para Armando Nava, líder de los Dug Dug’s, otra de las bandas forjadas en Tijuana, “más que abuelo, papá o hijo del rock, que me parece fuera de contexto, Javier Bátiz fue el gran maestro mexicano del blues, el R&B y el soul; pienso que jamás debió abandonar ese camino, en el que era extraordinario”.

Siempre me aproximé a Javier como una leyenda viva. Briseño tiene razón al decirme que, para él, Bátiz fue “un despertador”, alguien que sacudió a su generación y le mostró caminos y posibilidades, “y el que agarró la onda, la agarró”. Después de esa accidentada pero memorable primera vez en el Toreo, escuché a Bátiz cuatro veces más en directo, todas a tiro de piedra, recibiendo la electricidad de sus guitarras Epiphone y permitiendo que infectaran de blues hasta la más minúscula de mis células. En el Spequio, en Ciudad Satélite; en el New Orleans, en Avenida Revolución; en el Lunario, a un costado del Auditorio Nacional, y apenas el año pasado en el Dada X, en Avenida Cuauhtémoc, cuando tuve el privilegio de charlar con él unos minutos en un modesto backstage con un sillón de piel desde el que, arrellanado y plácido, “El Brujo” platicó lo mismo de los sabrosos burritos del Bol Tijuana que de su profundo amor por Elmore James. Mis cinco oportunidades en vivo con Bátiz me permiten corroborar la afortunada expresión de Briseño: “Era un delicioso provocador de las más elevadas pasiones rocanroleras”.

Mucho se reiterará por estos días su decisiva mentoría sobre esa gloria nacional llamada Carlos Santana, que el nativo de Autlán, Jalisco, deja bien clara en Carlos (2023), el notable documental del cineasta mexicano-estadounidense Rudy Valdez. También sobre su ausencia en el mítico y controvertido Festival de Rock y Ruedas en Avándaro, Estado de México. Conviene sugerir, una vez más, la lectura de Yo estuve en Avándaro (Trilce Ediciones, 2016), con fotografías de Graciela Iturbide y un detallado texto de Federico Rubli en el que se consignan pormenores de la ausencia de Bátiz en la histórica concentración. “La encomienda inicial que recibió (Armando) Molina de parte de los organizadores López Negrete y Justino Compeán –apunta Rubli- era contratar con esa cantidad asignada (40 mil pesos) a dos grupos de rock famosos: la Revolución de Emiliano Zapata y a Javier Bátiz, para que amenizaran la ‘noche mexicana’ al finalizar las carreras. Sin embargo, no fue posible contratarlos. A los primeros porque tenían ya comprometida la fecha, y al segundo, de acuerdo con el testimonio de Molina, porque pretendía los 40 mil pesos para él solo, además de que no le llamó la atención tocar en una ‘noche mexicana’. La actitud de Bátiz contrarió a Molina, quien recuerda que ‘estuvimos a punto de llegar a los golpes’.”

En el mismo texto, Rubli apunta que esa noche “El Brujo” acababa de finalizar su presentación en el Terrazza Cassino de la avenida Insurgentes. Decidió enfilarse hacia Avándaro para tocar gratuitamente. “Así, salieron esa madrugada en una caravana de limusinas y camiones con el equipo rumbo al festival. Con lluvia durante todo el trayecto y grupos de jóvenes que aún pretendían llegar, hubo un momento en que la vialidad en la carretera se complicó de tal manera que ya no pudieron avanzar más.”

Forjador de su propia leyenda, Bátiz lo hizo, ante todo, sobre el escenario, y también en incontables entrevistas, muchas de ellas en video y asequibles en internet. Le gustaba ufanarse de que los dos únicos músicos mexicanos que habían tocado en Woodstock –Santana y Fito de la Parra, con Canned Heat– habían pasado por sus bandas. En la capital del país lo cortejó la clase política y el star system de la televisión privada; tocaba en bodas y quince años de gente acomodada. Pero pocos de quienes lo escucharon en el Harlem, uno de los cafés cantantes capitalinos de la época, olvidan su intensidad y energía. En ese local, propiedad de Waldo Tena, alternó con los Dug Dug’s, a quienes había conocido en Tijuana después de oírlos tocar y pensar que no eran mexicanos. “Le gustamos tanto que nos invitó a ser su banda de acompañamiento en su aventura capitalina –recuerda Nava-, pero amablemente declinamos.” Las versiones de Bátiz a piezas clásicas de Little Richard, Ray Charles, James Brown, Van Morrison, Eric Burdon and The Animals y The Doors alcanzan por instantes las alturas de la recreación y la reinvención.

Muchos le exigieron por años que cantara en español, pero haciendo a un lado factores nacionalistas, lingüísticos o de simple conexión con la audiencia, debe subrayarse que era un formidable intérprete en inglés, con una voz potente, briosa, curtida desde sus años mozos en la escena musical tijuanense, en la que militares y turistas del otro lado exigían música popular ejecutada con cabal profesionalismo. De ahí la oleada a todo el país de la así llamada “Onda chicana”, que a mediados de los años 60 ensanchó las perspectivas de la música hecha por jóvenes en México.

Bátiz, el músico y el personaje, permanecerán en la memoria auditiva de muchos. No está toda su producción, pero selecciones relevantes de su música se encuentran disponibles en plataformas digitales –sobre todo lo que grabó para el sello Denver–. Federico Arana, tal vez el más acucioso historiador del rock mexicano, le dedica muchas entradas y fotografías en Guaraches de ante azul (Editorial Posada, 1985). El ya citado Rubli reseña su álbum Coming home y le da contexto cultural e histórico, en el imprescindible volumen 200 discos chingones del rocanrol mexicano (Rhythm Books, 2022), coordinado por David Cortés y Alejandro González Castillo, en cuya primera edición (100 discos esenciales del rock mexicano, Grupo Editorial Tomo, 2012) “El Brujo” brillaba por su ausencia.

José Agustín, autoridad en estos menesteres, enlista a Bátiz entre los personajes de la contracultura de los sesenta en La contracultura en México (DeBolsillo, 2017) y en La nueva música clásica, recientemente reeditado (Grijalbo, 2024), lo cubre de justos elogios: “Javier Bátiz, en el show bizz, es un personaje legendario: por su locura sanísima, sus dibujos pasados-pasados, su melena dylanesca, sus lentes antielesedianos y, principalmente, por el talento que le brota por arrobas. (…) Ya es famosa su calidad para improvisar y para obtener sonidos desgarradores y profundos a la altura de Eric Clapton, Jimi Hendrix o Robin Trower. (…) Hay que reconocer a Javier Bátiz como uno de los pocos músicos (en el sentido Zappa) que ha dado este paisín.”

Apuntaré, para concluir este texto que también desea ser tributo, que sus últimas grabaciones, de este 2024, lo muestran acometiendo en dos volúmenes 14 canciones vernáculas, muchas a ritmo norteño. Son pintorescas, revelan una faceta de su mexicanidad y de su crianza en un tierra ebullente de todos y de nadie: la frontera México-Estados Unidos. Su muerte invita a servirse un tequila o un mezcal y degustarlas. Habrá quien prefiera sus blues, su soul y su rock. No faltará el que se pregunte por qué Bátiz grabó esto. El título del álbum ostenta firmeza de epitafio: Porque quiero, porque puedo y porque se me da la gana.  ~

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Ernesto Flores Vega (Huichapan, Hgo., 1964) es un melómano ecléctico. Ha ejercido el periodismo y la comunicación corporativa.


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