Hace un par de semanas, la revista digital Supernova publicó un dossier sobre un tema en apariencia intempestivo: Comunismo y libertad. Al fin y al cabo, el número de regímenes comunistas existentes no parece estar en aumento y los partidos poscomunistas han solido ocultar su filiación bajo otras denominaciones; de la española Izquierda Unida a los alemanes Die Linke. Por su parte, la extrema izquierda ha preferido jugar la carta de la identificación populista antes que insistir en la vieja conciencia de clase. El debilitamiento generalizado del ideal comunista, al menos en el interior de las sociedades liberales, tiene así seguramente poco remedio; asunto distinto es que pueda adoptar formas nuevas en el marco de las propuestas decrecentistas vinculadas –al menos en el plano del discurso público– a la denominada “lucha contra el cambio climático”.
Dicho esto, la tradición comunista es una de las que sostienen al pensamiento de izquierda; de ahí que cualquier pregunta sobre el papel que juega hoy la libertad en la izquierda deba tomar en consideración lo que los teóricos del comunismo –entre ellos los dedicados a dar forma al socialismo de Estado– han dicho al respecto. Por desgracia, el tema es susceptible de agotarse en menos de cinco minutos, ya que la contradicción inevitable entre colectivismo y libertad quedó sellada con la famosa respuesta de Lenin al español Fernando de los Ríos. Recordemos que este último visitó la URSS e interrogó al líder bolchevique sobre una falta de libertad personal que había llamado poderosamente su atención, a lo que Lenin respondió con una pregunta lapidaria: “Libertad, ¿para qué?”. Sería una simpleza decir que en esa frase está todo lo que pueda decirse sobre un asunto tan complicado, pero tirando de ese hilo se puede llegar muy lejos.
No obstante, el dossier incluye un texto de Ricardo Dudda que se titula “La libertad secuestrada”, en el que se aborda este tema desde un punto de vista estimulante. Y es estimulante porque la tesis de Dudda reza que la revolución conservadora de los años ochenta invirtió los términos en los que se había ido desarrollando el debate sobre la libertad en el mundo occidental. Así, el sentido moral y emancipatorio que el movimiento contracultural había dado a la libertad a finales de los años sesenta dejó paso a una concepción más plana que la reducía a libertad económica en el marco de la citada hegemonía conservadora; andando el tiempo, la izquierda se dedicaría a la defensa de las identidades particularistas y a reforzar las sensibilidades grupales, mientras la derecha se presentaba –se nos presenta– como defensora de la libertad. “¡Viva la libertad, carajo!”, que dice Javier Milei; aunque su libertarismo casa mal con el abrazo al estatalismo que muestran otros líderes de la derecha contemporánea.
El argumento principal de Dudda, pues, es que la izquierda ha abandonado la defensa de la libertad: su artículo arranca con la evocación del sindicalista norteamericano Eugene Debs, quien le lanzó tras salir de la cárcel en 1895; aunque la izquierda sigue hablando de dominación en nuestros días, su aproximación a la libertad es menos entusiasta. Y eso que, continúa Dudda, todavía disfrutaba del monopolio de su reivindicación en los años sesenta y setenta, cuando los movimientos sociales y la lucha en favor del socialismo de rostro humano como alternativa al estalinismo llenaban las calles del mundo entero. Pero los conservadores impusieron su lectura de la libertad como libertad negativa –disfrute de un espacio sin interferencias– de la mano de Reagan y Thatcher, la Nueva Izquierda se refugió en las universidades y la rebeldía antisistema se hizo pop al tiempo que la caída del comunismo llevaba a las sociedades del Este de Europa al descarnado reino del libre mercado. Más tarde, la Tercera Vía de Blair y Clinton hizo a la izquierda más liberal, estrechando por el camino el concepto de libertad; la derecha que ha venido después sigue la misma senda, solo que doblando la apuesta: motosierra frente al Estado intervencionista. Por su parte, la izquierda ha renunciado a dar la batalla: defiende de manera casi rutinaria el aumento del poder del Estado y se ha hecho menos libertaria, defendiendo incluso la cultura de la cancelación o las restricciones a la libertad de expresión en nombre de la protección de las minorías. A juicio del autor, la devaluación del concepto no es una buena noticia: “Los liberales y progresistas deberían empezar a hablar de libertad política como antaño. Para que el concepto no solo signifique bajos impuestos y desregulación sino también, y sobre todo, antiautoritarismo, lucha contra el despotismo, control al poder absoluto, emancipación frente a la dominación”.
La libertad y sus significados
Aunque no es el propósito del artículo, su lectura remite a las enseñanzas de la historia conceptual practicada –entre otros– por el historiador alemán Reinhart Koselleck; entre nosotros, ha sido Javier Fernández Sebastián quien ha liderado los esfuerzos por aclarar la evolución semántica de los conceptos políticos de la modernidad en los países de habla española. También las monografías de Joaquín Abellán sobre el significado de democracia, Estado o nación –publicadas por Alianza Editorial– se han mirado en ese espejo.
Porque no se trata solamente de constatar que su significado se transforma andando el tiempo, sino de identificar las razones por las que ese cambio se produce y de aclarar el sentido del mismo. Hablar de libertad, igualdad o justicia en abstracto no lleva demasiado lejos; la franqueza de Lenin suele ser poco habitual y nada es más fácil que enmascarar la falta de libertad individual con la exaltación de la emancipación nacional. Pero ¿acaso no coincidieron durante el siglo XIX la lucha por la libertad individual con la lucha por la liberación nacional? Lo que Dudda nos recuerda es que los grandes conceptos políticos no existen al margen del uso que se hace de ellos; un uso que, como nos ha enseñado Michael Freeden, supone de hecho la decantación de su significado. O sea: cuando hablo de libertad o de igualdad de una manera, estoy dejando de hacerlo de otra; recurro a algunos de los significados que están latentes en el concepto, ofreciendo con ello mi interpretación de lo que habríamos de entender por “libertad”.
Ni que decir tiene que la libertad –igual que la justicia o la igualdad– puede significar distintas cosas, pero no puede tener cualquier contenido; el concepto tiene un núcleo al que no se puede renunciar alegremente. Y por eso mismo tampoco podrá enarbolarse una idea de libertad desvinculada de su contexto; cuando responde a Fernando de los Ríos, Lenin solo está reconociendo el fuerte contraste existente entre el sentido intuitivo de la libertad y las condiciones políticas de la joven URSS. Como luego se dirá, ahí radica el principal problema teórico de la izquierda en lo que a la libertad se refiere: no puede presentar una defensa plausible de la libertad sin renunciar a aspectos de su programa político cuya aplicación dificulta objetivamente el ejercicio de aquella. Análogamente, la derecha libertaria se equivoca cuando hace una defensa enardecida de la libertad sin reparar en la necesidad de asegurar las condiciones materiales que hacen posible su disfrute.
En ese sentido, defender la libertad frente a la opresión nazi o comunista –como hacía Jorge Semprún en Büchenwald de la mano de sus camaradas comunistas o los disidentes checos y polacos que se enfrentaban en su país al socialismo de Estado tutelado por Moscú– simplifica las cosas: caiga el tirano que, bajo una u otra forma, nos impide ser libres. ¿Y luego, qué? Permitir el ejercicio de la libertad en sociedades complejas y democráticas presenta más complicaciones; para empezar, tenemos que ponernos de acuerdo –ya se ha dicho– acerca de lo que significa ser libre en ese marco. Es, además, un marco cambiante: las sociedades occidentales de comienzos del siglo XX se parecen poco a las de mitad de siglo, igual que los años ochenta nada tienen que ver con las últimas dos décadas y aun dentro de estas habría que establecer una clara distinción entre los años anteriores y posteriores a la Gran Recesión. No es necesario hacer aquí el recuento de los cambios –tecnológicos, demográficos, geopolíticos– que el mundo ha experimentado durante ese periodo; manejarnos con nociones de libertad que provienen del pensamiento político del industrialismo, sin embargo, puede resultar anacrónico. Pero también el marco cultural ha cambiado decisivamente: aunque yo mismo he puesto el ejemplo más de una vez, es sintomático que en los años sesenta se detuviera al cómico Lenny Bruce por decir obscenidades contra el establishment conservador y en nuestros días sea la izquierda identitaria la que señala a algunos artistas por ofender a la moralidad grupal. Libertad, ¿para qué?
Sociología es destino
Tal como se maliciaban los historiadores conceptuales, el contexto social e histórico en el que se defienden las distintas versiones de la libertad –o de la justicia o la igualdad– es también determinante para explicar su sola aparición. Los países tienen distintas tradiciones intelectuales; aunque muchas sean comunes a la mayoría, el peso relativo de cada una de ellas será diferente. A su vez, esas tradiciones se relacionaban ayer y se relacionan hoy con unas circunstancias dispares: defender la libertad a la manera libertaria en Estados Unidos es más sencillo que hacerlo en Francia o Alemania; proclamar la superioridad del individuo sobre la colectividad es más arduo en Japón que en Inglaterra. En clave doméstica, la popularidad de Ayuso en Madrid sería difícil de replicar en Galicia o Andalucía. ¡Sociología es destino! Por eso mismo, es absurdo juzgar el fenómeno Milei sin tomar en consideración la hipertrofia estatalista que décadas de hegemonía peronista ha traído consigo; y no es precisamente la hegemonía de un Estado eficaz en la creación de riqueza y su posterior redistribución. O sea: hay que estar muy cansado para votar a Milei.
Para colmo, los conceptos de libertad que se ponen en juego en la esfera política –cada uno de ellos reclamando la exclusividad interpretativa– tienen por objeto dar forma a la realidad social; aun en su sentido más elemental, la lucha política es también lucha intelectual. Y el debate intelectual es, a menudo, la continuación de la política por otros medios. Va de suyo que tanto la política como la teoría pueden hacerse mejor o peor, aunque entre ellas hay una diferencia: hace buena política quien termina prevaleciendo ante los rivales; hace buena teoría (política) quien presenta argumentos coherentes sin perder de vista las condiciones de aplicación de sus propuestas normativas.
Pero volvamos al argumento de Dudda: la izquierda, incluida la izquierda liberal y también una parte del pensamiento liberal mismo, han abandonado la defensa de la libertad; a consecuencia de ello, esta última se identifica hoy con el ejercicio de la libertad económica.
Ocurre que tal vez habría que cuestionar la distinción entre libertades separadas. En el ámbito jurídico-constitucional, las tipologías cumplen una función discernible al expresarse en derechos susceptibles de ser reclamados ante los tribunales: libertad de asociación, de expresión, de movimientos. Y, sin duda, podemos describir los variopintos ámbitos en los que se desenvuelve nuestra libertad: de la libertad de que disfrutamos como ciudadanos a la que tenemos como consumidores, pasando por el ejercicio de la libertad sexual o el disfrute de la libertad de credo. Pero todas ellas remiten a la misma matriz: la capacidad del individuo para decidir por sí mismo cómo ha de gobernar su vida. Se trata del objetivo básico del liberalismo: dar forma a sociedades donde todos seamos iguales en la libertad. No podrá evitarse que, a consecuencia del ejercicio que cada uno haga de la libertad, difieran los resultados que cada uno coseche; la igual libertad se predica de las oportunidades del individuo, pero no puede significar que todos se encuentran siempre en posición idéntica a los demás.
El crecimiento económico no es un fin en sí mismo
Ahora bien: la libertad económica también es un medio al servicio de fines colectivos; de ahí el lugar sensible que ocupa en nuestras discusiones sobre el asunto. Sabemos desde los ilustrados escoceses que el mercado libre –diseñado y regulado por los poderes públicos– produce beneficios sociales; el símil de la mano invisible es un buen símil. Porque tropo es: quienes hacen una lectura literal de la famosa mano justo antes de descalificarla como superchería muestran una pobre comprensión lectora. Adam Smith dice literalmente que el individuo que persigue su fin egoísta en el mercado se ve llevado “como por una mano invisible” a realizar un fin distinto al que tenía previsto; la actividad económica en régimen de competencia, resumiendo y simplificando, genera una riqueza que sirve al progreso de las sociedades… generando una abundancia material que constituye la condición necesaria para la realización de la libertad personal. Así que el crecimiento económico no es un fin en sí mismo; lástima que muchos otros olviden que no es un medio como cualquier otro, sino aquel que hace posible la mayoría de los demás. Si existiese evidencia incontestable de que la persecución del crecimiento económico nos lleva al colapso ecológico, pues, ningún liberal podría negarse a limitarlo. Pero esa evidencia no existe y los riesgos de abrazar el decrecimiento exceden con mucho sus beneficios.
Naturalmente, la economía de libre mercado no está libre de problemas: externalidades medioambientales, propensiones oligárquicas, destrucción creativa que conduce a la obsolescencia de empresas y trabajadores, desigualdad negociadora entre capital y trabajo, ocurrencia de crisis periódicas, tendencia a la concentración de riqueza. Pero no hemos encontrado nada mejor. De hecho, el consenso neokeynesiano de la segunda posguerra forma parte de la concepción dominante de la sociedad liberal; asunto distinto es que discutamos acerca de cuánto bienestarismo estatal es deseable o sostenible. A menudo, empero, los mercados funcionan de manera deficiente por falta de competencia, como sucede con la sanidad en Estados Unidos; la captura del poder público encargado de regular la actividad económica es un serio problema que resta dinamismo a las sociedades. No es la única captura posible, por lo demás: el sistema de pensiones que rige en España es un ejemplo del poder que pueden ejercer los grupos electorales de los que depende la reelección de un gobierno. Defender la libertad hoy supone, entre otras cosas, desmantelar por igual el crony capitalism que merma la libre competencia y denunciar a los poderes públicos allí donde interfieren en el legítimo ejercicio de nuestra autonomía: menoscabando nuestra libertad de asociación, adoctrinándonos acerca de qué valores morales debemos preferir, limitando las libertades expresivas, y así sucesivamente.
Dudda señala en su texto que la izquierda decimonónica de inspiración marxista, así como el propio Marx, defendía la libertad como antónimo de la dominación; de ahí que subraya la filiación ilustrada y antidespótica del pensamiento del Marx original. No en vano, el filósofo alemán supo ver la cualidad revolucionaria de la burguesía –aunque quizá tampoco era tan difícil– y nunca pensó que los países atrasados fueran el lugar adecuado para la revolución socialista. También hay buenas razones para pensar que la interpretación leninista de la “dictadura del proletariado” tiene poco que ver con el sentido que Marx le daba. Pero no deja de ser cierto que el gobierno autoritario de una clase social parece un marco institucional poco halagüeño para la libertad individual; la sociedad sin clases que habría de poner punto final a la historia, dedicados sus miembros a la pacífica administración de las cosas, no deja de ser una utopía propia de su época.
Más interesante a estas alturas es reparar en la defensa del libre comercio como herramienta del pacifismo cosmopolita a la altura de la mitad del siglo XIX que hizo buena parte de la izquierda del momento. De ella da cuenta el historiador Marc-William Palen en Pax Economica: Left-Wing Visions of a Free Trade World, publicado por Princeton University Press este mismo año. Se nos habla en él de los pensadores y activistas que contemplaron el libre comercio mundial como la herramienta que haría posible construir un orden económico próspero sin guerra ni imperialismo; la Pax Economica del título. El autor señala que reformistas y revolucionarios por igual vieron en la interdependencia económica un medio para el fomento de la democratización, la justicia social y la armonía mundial. Así razonaba Marx selbst pensando en las condiciones objetivas de la revolución, pero también reformistas como Mark Twain, Henry George, Richard Cobden o el propio Tólstoi, y socialdemócratas de la envergadura de Edward Berstein o Karl Kautsky. Frente al mercantilismo dominante en la época, los librecambistas de izquierda se erigieron en defensores de la globalización; para el autor, recuperar el denominado “liberalismo de Manchester” liderado por Cobden permite reescribir la historia cultural de la globalización. Y, podemos añadir, establecer un contraste entre aquella izquierda y la que hoy sigue minusvalorando el papel de la prosperidad en la buena salud de las sociedades.
Liberales antes que conservadores
Todo esto, por supuesto, presenta innumerables complicaciones. Así, por ejemplo, hablamos de la revolución conservadora liderada por Reagan y Thatcher en la última década –nadie sabía que iba a ser la última– de la Guerra Fría, pasando por alto el estancamiento de las sociedades bienestaristas y los efectos de la crisis del petróleo, y olvidando que esa revolución –por llamarla de alguna manera– tuvo mucho de liberal. ¿Acaso no transformó las economías y, con ellas, cambió las sociedades occidentales? Eso tiene poco de conservador; el buen conservador, de hecho, habría de recelar del libre mercado tanto como de la globalización: su objetivo es preservar una realidad social que está vertebrada por una tradición, por lo general de carácter nacional, frenando el cambio que inevitablemente se deriva de la apertura de las sociedades al cambio tecnológico y la hibridación cultural. Salta a la vista que también parte de la izquierda, así como todo el nacionalismo, comparten ese objetivo; la sociedad abierta tiene pocos amigos declarados. En su epílogo a The Constitution of Liberty, publicado en el año 1960, el propio Hayek se vio obligado a aclarar que él no era conservador: si el conservadurismo se caracteriza por la drástica oposición al cambio, desempeñándose como rival principal del liberalismo hasta la aparición del socialismo en suelo europeo, el liberal parte de la premisa de que la esencia del ser humano es la producción de lo nuevo y, aun sin considerar bueno todo lo nuevo, está dispuesto a aceptar su producción incesante como fundamento del progreso social. Hayek dixit.
Así que también Milei y Ayuso son liberales antes que conservadores. Pero basta leer el ensayo de Raymond Aron sobre la idea hayekiana de la libertad, que acaba de publicar Página Indómita con el título de La definición liberal de la libertad, para constatar que incluso dentro del liberalismo hay distintas formas de concebir la libertad y su relación con la democracia. El perspicaz Aron cuestiona el individualismo hayekiano, entre otras cosas porque no lo encuentra cuando se asoma a la ventana: lo que ve son grupos sociales que defienden sus intereses en el mercado electoral. Siendo francés, Aron ve con buenos ojos la planificación económica de la que abjura Hayek, que entiende necesaria para una sociedad que –véanse sus lecciones de 1955-1956 sobre ese tema, publicadas por Seix Barral en 1965– prefiere definir como industrial antes que como capitalista. También los separa el hecho de que Hayek ve en la democracia un peligro potencial para la libertad allí donde la voluntad de la mayoría se considere fundamento suficiente para una toma de decisiones políticas sin limitaciones; y en eso tiene razón. Aron es más republicano: no solo defiende una concepción más sofisticada de la libertad, sino que nos previene contra el abandono de la política concebida como medio colectivo para la toma de decisiones sobre aquello que a todos afecta. Quiere que el ciudadano sea virtuoso y piense en el bien común; se niega a aplaudir el simple goce de los vicios privados. Y bien está, pese a que no sabemos bien cómo articular institucionalmente ese propósito ni estemos seguro de que ese ciudadano ideal exista o pueda existir alguna vez. Si bien se piensa, tampoco hay manera de evitar que el ciudadano interesado en la cosa pública termine interesándose por la secesión ilegal de Cataluña o defienda la muerte civil de los sospechosos de incurrir en comportamientos sexuales inapropiados.
Iliberalismo y decrecimiento
En cualquier caso, Dudda tiene razón: la izquierda contemporánea parece poco interesada en defender la libertad y la propia idea de emancipación ha quedado relegada en su lista de prioridades. Yo mismo he participado en un número especial de la revista European Journal of Social Theory dedicado a preguntarse si la emancipación es un concepto anacrónico que ha dejado de tener utilidad como ideal movilizador y como recurso intelectual. Hay que tener en cuenta que el despliegue histórico de la emancipación consiste en una remoción de barreras y obstáculos que impiden el libre desenvolvimiento de individuos o grupos; la lectura más caritativa del movimiento woke entroncaría con esa lógica. Que buena parte de la izquierda se haya hecho hoy decrecentista sugiere, sin embargo, que la orientación expansiva del pensamiento emancipatorio –incluido el liberal– topa con el freno que suponen los límites ecológicos al crecimiento. No obstante, existe una alternativa que consiste en la reforma ecológica del capitalismo; la izquierda, sencillamente, descree de esa posibilidad y prefiere convertir a Marx en un pensador decrecentista –eso hace Koehi Saito en su sesudo libro Degrowth Communism– desvinculado del productivismo moderno.
Me interesa el decrecimiento, con todo, porque ilustra de manera inmejorable la contradicción esencial de la izquierda antiliberal: la que consiste en renegar de la democracia representativa y la economía de mercado mientras, simultáneamente, dibuja una sociedad donde los individuos disfrutan de una libertad más auténtica y el autogobierno colectivo se lleva a efecto. En el caso del decrecimiento, la imposibilidad de cuadrar ese círculo es obvia; en una comunidad de tamaño reducido y dedicada a la supervivencia ecológica en condiciones de escasez, no se dan las condiciones para el ejercicio de la autonomía personal ni pueden tomarse apenas decisiones colectivas significativas. En un espacio social así definido, las constricciones que padece el individuo son tales que hablar de libertad carece de sentido.
Pero es que hay que discutir que los movimientos sociales de los años sesenta se orientasen hacia un horizonte emancipatorio o hubieran trazado un plan coherente que condujese a él. Basta recordar el influjo que sobre aquellas protestas organizadas y formulaciones intelectuales ejercían doctrinas tan estrambóticas como el maoísmo, ciertamente poco amigo de la emancipación de los chinos realmente existentes. El potencial emancipatorio de aquellos movimientos fue realizado dentro de la sociedad liberal: expandiendo sus contornos, creando nuevos espacios de autonomía personal, llamando la atención sobre problemas tales como el riesgo medioambiental, lanzando una nueva ola feminista. Pero el tipo de sociedad ideal defendido por sus jóvenes protagonistas se caracterizaba en el mejor de los casos por la ingenuidad y en el peor por el autoritarismo. Con otras palabras: los fundamentos emancipatorios de los movimientos contraculturales podían realizarse en el marco de la sociedad liberal, pero no hubieran sobrevivido a la puesta en práctica de las utopías colectivistas hacia la que apuntaban sus propuestas. De ahí que sobre la relación de la izquierda con la libertad pueda decirse irónicamente lo mismo que decía Hayek del conservadurismo en las páginas antecitadas: “por su propia naturaleza no puede ofrecer una alternativa a la dirección hacia la que nos movemos. Puede tener éxito a la hora de resistirse a estas tendencias si ralentiza sus desarrollos indeseables, pero, en la medida en que no puede indicar ninguna otra dirección, no puede impedir su continuación”.
De manera similar, la izquierda antiliberal siempre ha sido más aguda cuando ha sometido a crítica los presupuestos del liberalismo que cuando ha debido ofrecer una alternativa sistémica a este último; si bien no hay que conceder excesivo valor a la teoría de la alienación sobre la que se basan buena parte de las objeciones a las formas de vida contemporáneas. Una vez fracasada la alternativa comunista, la izquierda se ha quedado sin proyecto; de ahí que no sepa hablar el lenguaje de la libertad y haya recurrido a esa maniobra regresiva que consiste en abrazar el populismo. Todo sería más sencillo si esa izquierda aceptase pacíficamente la sociedad liberal como marco irremplazable en el que ha de realizarse la emancipación humana (y quizá no humana); su tarea consistiría entonces en contribuir a la tarea de mejorar y refinar esa sociedad, en lugar de perder el tiempo soñando con sus alternativas. Al fin y al cabo, también el pensamiento liberal posterior a la crisis financiera ha escarbado en la tradición para resaltar su dimensión social: todos tenemos deberes que hacer.
Don’t fight the feeling: el ejercicio de la libertad individual es un fin deseable que solo puede asegurarse en el marco de una democracia liberal donde el poder público hace su parte del trabajo, persiguiendo la igualdad de oportunidades y facilitando el libre debate acerca de los problemas sociales más urgentes, mientras que la cultura y la tecnología introducen sin cesar novedades sobre cuyos efectos habremos a su vez de seguir discutiendo. ¡Está todo inventado! El funcionamiento de este modelo en la práctica está lejos de ser ideal; contribuyamos, entre todos, a mejorarlo. Y valoremos como se merece, a izquierda y derecha, la posibilidad de decidir cómo vivir nuestras vidas sin que otros decidan por nosotros.
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).