Viví seis meses en Oaxaca. Ningún día hubo verdadera paz en las calles. Un plantón de maestros –parte del folclor local por los últimos veinticinco años– fue reprimido y terminó por transformar su paisaje de ciudad idílica por el de una zona de guerra de baja intensidad, una comunidad temblando de miedo.
Durante meses, los principales espacios públicos quedaron bajo control de cientos de personajes anónimos que habían estado ahí desde siempre como sombras, fuera de foco, marginados. Las trece radiodifusoras de la ciudad miraron pasar por sus cabinas de transmisión a profesores rurales, amas de casa, dirigentes opositores, profesionistas desempleados y jóvenes anarquistas que repetían una y otra vez estar listos para morir luchando en contra del Estado. Durante los primeros veinte días de secuestro del Canal 9 de televisión (oficial), un grupo de activistas difundió proclamas a favor de la Revolución Cubana y organizó interminables mesas de debate en que se discutía la implantación del socialismo en México.
La gente que estaba al margen del conflicto se refugiaba temprano en sus casas o trataba de no salir nunca de ellas; si era posible se iban a Puebla, al df o incluso Miami, lejos del estruendo de insurrección que se oía cada vez con más fuerza. Por esos días, la muchedumbre expulsó a los políticos de las oficinas de gobierno y los hizo refugiarse en hoteles de lujo y residencias particulares vigiladas por hombres armados. Otros acabaron exiliados en la capital del país, tomando café en barrios calmos y caros como Polanco, desconsolados, esperando a Godot.
Oaxaca se convirtió así en un campo de batalla lleno de barricadas y camiones incendiados por las noches, donde la muerte solía circular a bordo de caravanas con pistoleros pagados por el gobierno para tratar de arreglar la situación.
En el origen estaban los maestros
Con sus setenta mil afiliados y su feroz oposición a la máxima dirigente del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, Elba Esther Gordillo, la Sección 22 –oaxaqueña– del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (snte) tenía fama de ser el grupo sindical más beligerante de todo el país. Desde 1981, cada año se posesionaba del Centro Histórico de Oaxaca a partir de mayo, y no se iba de ahí hasta que sus líderes conseguían en la mesa –o por debajo de ella– un nuevo beneficio del gobierno en turno. Para los habitantes de la ciudad, más que una manifestación, su presencia en el Zócalo ya era una tradición. A causa de esta huelga, 1,300,000 niños oaxaqueños se quedaban sin recibir sus clases a mitad del ciclo escolar, y seguían encabezando con ello la lista de los alumnos más rezagados de todo el sistema educativo nacional.
La madrugada del 14 de junio de 2006, casi un mes después de haber iniciado los maestros su plantón habitual, el gobierno estatal del pri, encabezado por Ulises Ruiz Ortiz, sorprendió enviando policías, helicópteros, toletes y gases lacrimógenos para desalojar a los manifestantes.
De acuerdo con el cálculo de los asesores del Gobernador –los mismos de su gran amigo, el entonces candidato presidencial priista Roberto Madrazo Pintado–, esta acción de fuerza demostraría al electorado nacional la firmeza de los gobiernos del pri, enfrascado en unas competidas elecciones federales donde la gobernabilidad era uno de los principales temas de la agenda.
Pero la acción policíaca implementada ese día no ayudó mucho a la estrategia política. Después de seis horas de enfrentamientos, los policías regresaron de prisa a sus cuarteles, derrotados por una multitud de maestros a quienes se les habían sumado centenas de ciudadanos comunes indignados desde antes con la administración estatal.
A partir de este momento algo empezó a gestarse en Oaxaca. Era el momento en que podía realizarse el sueño de conflagración que tantos enemigos del Gobernador –y del viejo sistema caciquil representado por él– esperaban para poder cobrarse viejos agravios.
Última corte de los milagros
A partir de la batalla del 14 de junio, ganada con palos, piedras y cocteles molotov, surgió en Oaxaca la muchedumbre insurgente liderada por un ex “amigo” del presidente Vicente Fox de 117 kilos, una maestra de kínder con dotes de locutora revolucionaria, un dirigente sindical visto como afeminado por sus representados, un activista veinteañero que desde niño admiraba a Stalin, un viejo guerrillero enfermo del corazón, una doctora sobreviviente de la represión del 68, un niño limpia parabrisas y un comunista minusválido que va a las protestas en silla de ruedas y con sonda.
Los nadies de la política local empezaron a ser alguien el 17 de junio, cuando decenas de dirigentes de grupos políticos y sociales igual de marginados se reunieron con miembros de la Sección 22 del sindicato de los maestros en un deteriorado auditorio escolar, para crear algo a lo que nombrarían la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO).
Con ello, quedaba claro en los documentos firmados esa tarde, muchos nadies se juntaron para buscar una sola cosa: derrocar a Ulises Ruiz Ortiz, el gobernador de un estado con más habitantes que Panamá.
Subida de la marea
El gobierno de Oaxaca mostró todos los signos de la preocupación cuando, en las elecciones federales del 2 de julio, el candidato presidencial del pri perdió en el estado con una proporción de casi tres votos contra uno frente a la oposición.
Ulises Ruiz Ortiz empezaba a ser definido para ese entonces por analistas nacionales –que hasta entonces no le habían puesto la menor atención– como un mandatario que había pasado en gris por el Senado de la República y la Cámara de Diputados –en donde nadie le recuerda una sola iniciativa ni intervención en la tribuna–, y que había conseguido su gubernatura gracias a una reconocida habilidad para cometer fraudes electorales a lo largo del país a favor de los compañeros del Partido.
Así, la crítica en su contra fue creciendo de la mano de las manifestaciones que demandaban su salida del cargo. Durante la toma de las sedes de los Tres Poderes estatales por parte de los maestros rebeldes, tuvo que hacer hasta quince vuelos por semana a la capital, o bien sostener reuniones semiclandestinas con su gabinete en un hangar del aeropuerto o en una hacienda amurallada del siglo xviii, costeada por el erario a precios de oro.
No fue el único funcionario incomodado por la sublevación que cada día comenzaba a ser más evidente. Los diputados locales tuvieron que sesionar en salones de fiestas infantiles donde una caja de zapatos forrada con papel blanco se usaba como urna para votar reformas. Una de estas reformas incluyó ampliar por un año sus cargos como legisladores locales.
La Guelaguetza en llamas
“Nosotros, el magisterio, fuimos los que convocamos a la creación de la APPO porque tratábamos de canalizar el respaldo a nuestra causa sindical y aprovechar así la molestia creciente que había en distintos grupos del estado en contra del desafortunado régimen de Ulises Ruiz… De hecho el nombre de Asamblea Popular se lo pusimos nosotros inspirados por el nombre que tiene la máxima instancia de nuestro Sindicato, que es la Asamblea Estatal de delegados de la sección 22. Nosotros queríamos traspasar nuestra estructura de organización a esta coalición o frente común con las organizaciones sociales y políticas del estado que empezó siendo la APPO”, me confesó meses después Enrique Rueda Pacheco, el secretario general del sindicato de maestros oaxaqueños.
Bajo de estatura, con voz chillona y maneras delicadas de conducirse, desde hace veinte años, en los rudos ambientes del sindicato más rijoso de todo el país, este dirigente nacido en un pueblo del Istmo reconoció que la APPO muy pronto dejó de ser lo que el magisterio había planeado.
El dirigente ubica el inicio de su desencuentro con el monstruo que, según él, creó el 15 de julio, cuando miles de visitantes europeos y estadounidenses fueron recibidos en la ciudad con pintas en las paredes que decían “Turistas go home, Oaxaca anticapitalista”.
Ese día, un grupo de jóvenes encapuchados incendió el auditorio principal de la ciudad, donde cada año se celebraban las fiestas de la Guelaguetza –las más importantes para la industria turística de la capital, que de hecho es (o era) la única industria pujante en el estado.
“Nosotros –sigue Rueda– habíamos decidido boicotear la Guelaguetza como medida de presión para que se fuera el Gobernador y se atendieran nuestras demandas, pero no queríamos dañar el patrimonio público, como sucedió ese día en que se incendió el auditorio y se atacó a los turistas. Ahí fue cuando la APPO dejó de ser tal y como la habíamos planeado nosotros, y comenzó a ser otra cosa en la que todo mundo quiso influir, unos dando la cara y otros, hasta priistas, aprovechando disimuladamente la situación para hacer sus ajustes de cuentas personales. ¿Por qué, si no nos gustaba, seguimos dentro? Porque teníamos que seguir, el gobierno federal no quería atender nuestras demandas.”
Paradójicamente fue a partir de entonces cuando la Sección 22 empezó a conseguir cierta notoriedad nacional e internacional, así como una mayor atención a sus peticiones, que en principio eran de mero incremento salarial. El hijo desobediente, la APPO, atraía los reflectores porque inmediatamente fue catalogado por las buenas conciencias como un “movimiento popular que lucha en contra de los cacicazgos del sur de México”. Las palabras entrecomilladas las pregonó ni más ni menos que Noam Chomsky, apoyado por otros intelectuales de la “izquierda global”.
Así, algunos miembros de las redes altermundistas ligadas en México con el olvidado Subcomandante “Marcos”, encontraron en Oaxaca una nueva causa con la cual mostrar su solidaridad, que a veces es sincera y a veces es pura ansiedad protagónica: el turismo revolucionario en vitrina y destino. Chiapas ha muerto, viva Oaxaca.
El cuadro era oro molido para cualquier aficionado al lucimiento en la desgracia ajena: Oaxaca es desde hace décadas la segunda entidad más pobre del país, que aún espera, ya no digamos la democracia, incluso la alternancia: todavía gobierna el estado el mismo pri de siempre, que controla la Cámara de Diputados, el Poder Judicial y la Comisión de Derechos Humanos.
El rincón de México que había permanecido incomunicado con la capital desde siempre, por la muralla que conforman el Nudo Mixteco y la Sierra Madre Transversal, se quedó suspendido en el pasado a pesar de la autopista carísima que ya lo conecta con el resto del país. De los quinientos setenta municipios de Oaxaca, cuatrocientos dieciocho son gobernados mediante usos y costumbres, desconocen el sistema de partidos políticos y son administrados por un delegado del gobierno, como en los tiempos del Virreinato; es una especie de Babel cohabitada por personas hablantes de diecisiete idiomas (dieciséis lenguas indígenas y el castellano), en donde existen gobiernos locales que todavía no permiten a las mujeres votar ni ser votadas para cargos locales. La síntesis, pues, de un México jodido, difícil y complejo.
A todos diles que sí
Entonces la APPO, separada del sueño corporativista del magisterio, comenzó el flirteo con el lado más oscuro del pri. Ocultos, a través de intermediarios y con la finalidad de cobrar venganzas políticas a Ulises Ruiz, algunos ex gobernadores del propio Revolucionario Institucional, como José Murat o Diódoro Carrasco –usufructuarios en su momento del poder caciquil que ahora le criticaban al gobernador repudiado en Oaxaca– maniobraban para fortalecer el movimiento y hacerlo crecer, a pesar de que, claramente, la táctica real de los appistas se orientaba más hacia una insurrección que hacia el mero descabezamiento del gobierno estatal.
Contradictorio, confuso, original, el rostro que iba adquiriendo la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca era el de un alebrije.
Los reporteros que cubrían el conflicto en su fase inicial veían, de repente, cómo aparecía en el Zócalo el estudiante estalinista Florentino López como vocero del movimiento. A la mañana siguiente podía hacer lo mismo, desde su casa, Felipe Martínez Soriano, un doctor de ochenta años de edad, vinculado con el desaparecido grupo guerrillero Partido Obrero Clandestino Unión del Pueblo. No obstante, sería un rollizo y barbado consejero nacional del prd, Flavio Sosa Villavicencio –que había dejado al partido del sol azteca para apoyar a Vicente Fox cuando era candidato presidencial y de ahí a colaborar con gobiernos priistas, para posteriormente regresar al perredismo–, el que se convirtió a la larga en la cara pública del indescifrable grupo rebelde. Sosa terminaría pagando caro su último avatar: la primera acción del nuevo gobierno federal fue encarcelarlo en el Penal de Máxima Seguridad del Altiplano –antes “Almoloya” y “La Palma”.
Pero eso sucedería meses después. En ese momento la APPO se había transformado en una organización de referencia entre los movimientos sociales, a la cual más de un analista nacional le concedía el beneficio de la duda. “¿Sabes qué es lo chingón de este movimiento?”, me preguntó a finales de julio Germán Mendoza Nube, un aguerrido líder de la Unión de Campesinos Pobres, que había quedado parapléjico en la década de los ochenta luego de un enfrentamiento a balazos con la policía. “Aquí lo más importante es que no hay un líder carismático al estilo de Andrés Manuel López Obrador o del Subcomandante “Marcos”. Aquí no está el líder que ordena y las bases que obedecen fielmente. Aquí, en los hechos, los dirigentes tienen que mandar obedeciendo lo que diga la asamblea, y por eso éste es un movimiento invencible.” Para ese entonces, finales de julio, la APPO ciertamente parecía invencible.
Quitapón
A partir de “La ofensiva del 26 de julio”, iniciada –coincidencia o no– el mismo día en que Fidel Castro había atacado el Cuartel Moncada, la APPO logró tener bajo su control permanente, además del Zócalo y las principales calles del Centro Histórico de Oaxaca, las instalaciones de la Casa Oficial del Gobernador, de la Cámara de Diputados, del Tribunal Superior de Justicia, de la Procuraduría, del Palacio Municipal, de dos cuarteles policíacos y de una decena más de oficinas públicas.
Aparte, consiguió cada vez más adeptos a su causa frente a un Gobernador que, a la sazón, empresarios, jerarcas católicos, colonos e incluso funcionarios de su propia administración ya señalaban públicamente sin pudor alguno como ineficaz, autoritario y corrupto.
A la vera de estas inculpaciones, en esos mismos días corría por Oaxaca un rumor sobre el inminente divorcio entre la dirigencia del magisterio y la APPO. La pregunta de qué pasaría si Enrique Rueda pactaba –como lo habían hecho otros dirigentes de movimientos locales– la contestaba bien Arturo Díaz, un maestro de primaria del municipio de Etla que participaba en el resguardo del edificio de la Procuraduría de Justicia. “Pues lo quitamos y ya.” “¿Pero cómo lo van a quitar si es su líder?” “Pues poniendo otro.”
Esa misma respuesta era la que solía darse a la discusión sobre el papel de los líderes visibles de este movimiento, o se afirmaba a ritmo de canto de protesta que “Con Rueda o sin Rueda, Ulises va pa’ fuera.” La rebelión se llevaba de corbata a los dirigentes.
“No es perfecta, mas se acerca…”
Treinta y cuatro corrientes navegan en las turbulentas aguas sindicales de la Sección 22. Una de las dos más importantes respalda a Enrique Rueda en la dirigencia del magisterio, por considerarlo como un líder débil al que se puede manipular. Ésta es también la porción más dogmática y la que tiene un mayor control de la base urbana: la Unión de Trabajadores de la Educación.
Los infaltables informes filtrados por la inteligencia federal durante este tipo de conflictos señalaban que este grupo está ligado a la estructura del Ejército Popular Revolucionario, el principal grupo guerrillero del estado, que desde un principio –según documentos oficiales consultados– logró infiltrar la APPO a través de militantes del Frente Popular Revolucionario.
Los vínculos entre grupos subversivos y el magisterio oaxaqueño no son demasiado sorprendentes para la gente de la región, que está consciente de que hay un maestro en cada rincón del estado, no importa de qué tan difícil acceso sea.
Esos rincones profundos donde no hay cura ni gobierno, que permanecen instalados en el sótano de la miseria, en los que abundan las cascadas, ríos y lagunas pero donde no hay agua potable, donde las diarreas matan y el hambre hormiguea en las panzas de los niños.
A ese caldo de cultivo de la indignación, el olvido y la inconformidad fueron llegando maestros que imaginaron nuevas revoluciones y que, en 1996, atacaron bases de la Marina y del Ejército en la entidad. Desde entonces, los órganos de inteligencia federales detectaron a numerosos profesores que compartían el uso del gis y el pizarrón con el de las armas.
Por eso, a lo largo del conflicto, la intromisión de la guerrilla en el movimiento fue más o menos evidente. Uno de los hechos más notorios son ocho escritos clandestinos que los guerrilleros dedicaron directamente al magisterio…
“Ahora es momento de comprender la necesidad de la unidad del pueblo ¡ni una lucha aislada más!, ahora es momento de pasar de la lucha económica a la lucha ideológica y política ¡a impulsar la lucha por el socialismo!” se leía en uno de ellos, emitido antes de la creación de la APPO. Las misivas insurgentes seguirían dándose casi semanalmente en ese tono, hasta que en una, difundida el 12 de junio, el grupo armado empezó a presionar a los maestros con la idea de preparar medidas populares de autodefensa.
Según los oficiales de inteligencia, estas medidas se concretaron más adelante mediante la instalación de un enorme entramado de barricadas que, de noche, convirtieron a la ciudad en un laberinto donde era imposible entrar o del que no se podía salir sin ser observado por la desconfiada mirada de los rebeldes en vigilia.
Estos centenares de parapetos colocados en las principales calles con la ayuda de autos oficiales incautados, esqueletos de camiones incendiados, ruinas de semáforos, piedras, láminas y llantas quemándose, ayudaron a la APPO a inhibir la circulación de las llamadas “caravanas de la muerte”, a crear un sitio de reunión política de vecinos agraviados por el gobierno –se turnaban las guardias para resguardar sus barricadas–, así como para conformar un vasto auditorio musical para los covers proletarios de los ochenta tocados de madrugada por las estaciones de radio secuestradas.
Hasta la victoria por la tele
“Éstos son los medios de comunicación de los oaxaqueños, dicen en el gobierno, entonces lo único que hicimos nosotros como pueblo fue venir a tomar nuestros medios de comunicación”, reportó a los radioescuchas una extraña e inusual locutora, desde la cabina de Radio Nova, en el 96.9 de frecuencia modulada.
Después de una marcha, centenares de amas de casa, dirigidas por experimentadas activistas de la APPO, entraron a las instalaciones de la Corporación de Radio y Televisión del gobierno estatal para apropiarse de las instalaciones oficiales, que incluían tres radiodifusoras y un canal de televisión.
Así, de un segundo a otro, desaparecieron de la programación los noticieros oficiosos en los que el único político que aparecía era el gobernador perseguido. En lugar de ello los televidentes tenían la opción de mirar discursos videograbados de Evo Morales, Fidel Castro y Hugo Chávez, así como las proclamas que lanzaban en vivo los más pobres de la ciudad en contra de políticos, empresarios, periodistas y otros burgueses que también formaban parte de la lista de los enemigos del pueblo.
El cuadrante radiofónico de la ciudad también pasó a ser controlado más tarde por la APPO.
Un 22 de agosto, tras el ataque de un grupo parapolicíaco a los plantones opositores, las 13 estaciones de radio comerciales fueron tomadas por enjambres de opositores.
Así, “La Tremenda”, radiodifusora famosa por su música ranchera, tenía al aire a un voceador de periódicos que le reclamaba a los profesores de la Universidad Autónoma Benito Juárez su falta de compromiso con “la revolución oaxaqueña”. En otra sintonía del cuadrante, la 100.1 fm, María del Carmen López, profesora encargada de educar a niños de cuatro y cinco años de edad, arengaba: “¡No podemos quedarnos con los brazos cruzados ante la agresión de un gobierno nefasto! Yo invito a todo el pueblo, a todos los compañeros a que nos unamos, a que no nos creamos de gente que nos quiere dividir, a que de una vez por todas le demos una lección a ese ex Gobernador que todavía anda por ahí.” Cerca de esta frecuencia, la estación “Exxa fm” dejó de transmitir canciones de Paulina Rubio para dar paso al punk de Circle Jerks, grupo debutante en las ondas hertzianas oaxaqueñas gracias a la decisión de unos anarquistas adheridos a la APPO.
Por esas fechas ya se antojaba delirante el poder que habían acumulado los rebeldes. En Oaxaca se estaba gestando la revolución del siglo xxi, auguraban en las paredes decenas de pintas.
La guardia blanca del gobernador
Ante la imparable acumulación de fuerza de un movimiento social cada vez más parecido a una guerrilla desarmada, estaban por surgir los “anticuerpos”. Lo auguraba el periodista Ciro Gómez Leyva en sus análisis de agosto. Y así sucedió. Primero aparecieron repartiendo propaganda negra en contra de varios de los líderes, luego realizando desapariciones selectivas, posteriormente cometiendo asesinatos a sangre fría.
La noche del 21 de agosto, uno de los miembros de estos grupos, creados por el gobierno estatal, sonreía como niño al ser descubierto en plena calle y con su ametralladora por la lente de una cámara. Tenía como treinta años de edad, la piel morena, un bigote tierno y el rostro sudoroso a pesar del fresco que hacía en la madrugada. Quién sabe de dónde venía la transpiración: quizá del chaleco antibalas, quizá el nervio de saberse identificado. Frente a él, sentado sobre la caja de la camioneta Ford roja sin placas, otro más trataba de ocultar su cara de por sí disimulada tras una capucha negra; era el más nervioso de los cuatro pistoleros que iban en el convoy armado: le tambaleaba en las manos el R-15. Más cerca de la lente fotográfica de Alberto Cruz, de Milenio, quedaron grabados otros dos integrantes del “Convoy de la Muerte”. Del lado derecho uno de gorra negra, pantalón de mezclilla, sudadera azul y metralleta. Del lado izquierdo, con la actitud más violenta, otro encapuchado protegido con chaleco antibalas y el imprescindible R-15. Estos civiles armados –aceptará en algún momento posterior la procuradora de Justicia del estado, Lizbeth Caña Cadeza– eran en realidad policías realizando un operativo de “limpieza” por las calles oaxaqueñas. Eran los anticuerpos advertidos por Gómez Leyva.
El imperio del caos
En el kiosco de la Plaza Mayor, a nombre de la APPO, la turba dictaba la ley, encontraba a los que la rompían y aplicaba las sentencias. Con los ojos vendados, las manos amarradas, el cuerpo amoratado, cinco ladrones –por lo menos de eso se les acusaba– fueron llevados al plantón de la APPO en el Zócalo por vecinos de una colonia popular a finales de octubre.
Al más vapuleado de todos lo sentaron sobre un bote de pintura. Traía colgándole del pecho un colmillo de cristal de la suerte –que ese día no funcionó. Llevaba puestos nada más unos calzones color tutifruti y unos calcetines grises. Por la nariz y la pierna izquierda todavía le escurría sangre. A su lado, ya sobre la banca verde de la plaza pública, estaba otro de los prisioneros.
Éste, con los pantalones vaqueros todavía puestos, clamaba desconsolado su adicción a la heroína, a la “piedra”, al desvarío. Cerraba los ojos una y otra vez, adolorido, hablando un idioma que pocos entienden. Quizá el de la marginación total. Por la entrada de una de sus sienes, la sangre seca ya comenzaba a tomar la forma de un escarabajo. Había otro muchacho moreno y de rasgos indígenas, tan azotado como los demás.
El otoño sería largo no sólo para éstas y otras tantas personas detenidas y golpeadas durante los días del gobierno implementado por la muchedumbre anónima. También lo sería para esa idea abstracta en que se había convertido ya la APPO ante la resistencia del Gobernador a dejar su cargo, y la incapacidad o negativa del gobierno federal para solucionar el conflicto.
Vendrían luego más movilizaciones, un plantón en la ciudad de México, la creación de otras APPO en otros estados del país, el colapso económico de la ciudad asediada, las mesas de diálogo fracasadas, las presiones políticas para lograr la salida del mandatario, las balaceras de pistoleros pagados por el pri, el fin de la huelga del magisterio, los vuelos rasantes de aviones de la Armada de México sobre los plantones y finalmente los diecisiete opositores asesinados, entre ellos el activista estadounidense Brad Will, caso detonante para que el presidente Vicente Fox se decidiera a enviar 4,750 miembros de las fuerzas federales a recuperar la ciudad, que ya se encontraba a punto de la guerra civil.
Una nueva generación
Ahí estaban el 25 de noviembre, demostrando quien mandaba ahora en la APPO. “Bájate pinche gordo, bájate a pelear”, le decían a Flavio Sosa Villavicencio, quien para ese entonces había dejado de ser un nadie más, para transformarse en una celebridad mediática.
El vocero de los rebeldes se había subido a una jardinera de la explanada del antiguo Convento de Santo Domingo para tratar de contener la furia guerrera que estaba desatándose entre los suyos en contra de una Policía Federal Preventiva muy superior en número y armamento.
El problema fue que había nuevos líderes en un movimiento que quizá nunca los tuvo verdaderamente. Tenían la figura flaca y desaliñada, viejos tenis Converse, la greña larga, uno que otro tatuaje, sudaderas y el pasamontañas y paliacates o franelas industriales usados como atuendo guerrillero: eran los chavos banda, los jóvenes de los suburbios pobres de la ciudad que, ante el desgaste de seis meses de protestas de los maestros, se habían convertido en el contingente más beligerante de lo que todavía seguía conociéndose como la APPO.
“Vamos a ordenarnos, compañeros, porque un combate de esta manera lo vamos a perder…”, fue todo lo que alcanzó a decir Sosa antes de que los tiernos combatientes le ordenaran callarse y ponerse a pelear en contra de las fuerzas federales. Ellos pensaban que podían sacarlos de la ciudad y volver a instalar su territorio en rebeldía. “Está bueno, carnales, está bueno, ya voy”, respondió el dirigente luego de bajarse de su fallido podio. Ya en el piso, con los ojos llorosos, el semblante enrojecido y la voz agitada de tanto gas lacrimógeno, de tanta derrota, nombró lo evidente: “La situación es incontrolable, la rebelión es incontrolable, los dirigentes de la APPO estamos rebasados.”
Catástrofe
Luego vino la ciudad humeante, con el corazón –su Centro Histórico– saqueado, destrozado. La ciudad custodiada estrictamente por miles de policías federales formados en el Ejército. La ciudad armada con la amenaza de transformar el conflicto de baja intensidad en una guerrilla abierta en cualquier momento. La ciudad adolorida llena de opositores presos y líderes en la clandestinidad. La ciudad necesitada esperando un sinfín de reformas judiciales, políticas y sociales. La ciudad silenciosa con un gobernador encendiendo un Árbol gigante de navidad e invocando a Dios para seguir gobernando. La ciudad incierta, con el destino abierto. ~
12 de diciembre de 2006.