Ilustración: Vèlia Bach

Alguien se lo tiene que decir

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Andy y yo habíamos ido por cervezas. Conocí a Andy gracias a Tony y a Tony gracias a Peter y a Peter lo conocí mientras bebía una Victorian Bitter y él jugaba pool  con Andy y Tony, en King Street, en un pub  de uno de los varios barrios gay de Sídney, llenos también de hombres a los que les gustan las mujeres como Andy, Tony, Peter y yo, hombres conflictivos y promiscuos. Habían pasado tres o cuatro meses desde entonces. Era la una de la mañana y se habían acabado las cervezas. Así que Andy y yo nos ofrecimos para buscar en algún pub  una buena dotación de bebida. Estábamos en la casa de Peter y de Tamhina, su mujer, una artista australiana con aspecto “bohemio”; andaba siempre descalza y viajaba a Turquía muy a menudo para importar tapetes y alfombras que trabajaba en su estudio –las pintaba y decoraba artesanalmente–, y exponía luego en alguna galería de Sídney, de Melbourne, de Canberra o de Perth, en algún sitio apartado de aquel país inmenso y sin fronteras. Además estaba Lorrie, la novia rubia de Tony, y el propio Tony.

–¡Es una mierda! –dijo Andy, nada más dejar atrás la verja verde y las tumbonas y las plantas de la terraza del portal de Peter.

–¿El qué? –dije, aún saboreando el olor de la noche arbolada del barrio urbano de Leichhardt. La noche estrellada y bella que se podía ver en Australia.

–Lo que está pasando con Peter –dijo Andy.

Creí que hablaba del trabajo de Peter porque, durante la cena, él nos había contado que cada mes recibía menos dinero del Estado para la supervisión de los bosques en la zona sur de Sídney, que era en la que estaba destinado Peter, en un organismo estatal dedicado al medio ambiente, concretamente al cuidado de la flora y la fauna, que se llamaba Greenland Blue Mountains. Por eso dije:

–Estoy seguro de que los convencerá para que les suelten más dinero.

Andy se giró y dijo:

–No me refiero a eso, mexicano –a menudo, así era como me llamaban en Australia: “mexicano”–. Me refiero a su mujer. Tamhina coge con un turco. Un jodido turco se la monta en todos sus viajes. ¿Sabes de qué te estoy hablando? De que la verga de un turco se come a Tamhina. Las malditas alfombras son un pretexto, y Peter aún no se ha enterado.

Por la manera en la que lo dijo –se expresaba como si estuviera hablando de su novia–, a mí también me dieron celos. Yo sentía verdadera simpatía por todos. Me había convertido no en uno de ellos, sino en un amigo más de ellos. Era, lo que se dice, un buen grupo de personas. Peter, Tamhina, Tony, Lorrie y hasta Sophie, una chica que ya no se dejaba ver, con la que había estado saliendo Andy. Supuse que él sabía de lo que hablaba porque, salvo Peter y Tamhina, el resto estaban divorciados, en sus cuarenta, con novias de no más de veinticinco. En cualquier caso, opté por hacerme el vago. Dije: “A mí me parece una pareja estupenda.” Andy se me quedó mirando y dijo: “Un consejo, mexicano: en Australia, al menos en Sídney, nunca vas a encontrar ‘parejas estupendas’, no en los late thirties.” Aquello me pareció poético y triste al mismo tiempo, como si el amor no fuera una unión, sino una lucha, como si a los cuarenta solo quedaran de él un vencedor y un vencido.

Luego dijo:

–Lo cierto es que tiene que saberlo.

–Quizá lo sabe; quizá no quiere saberlo –aventuré.

Andy me miró otra vez, justo antes de entrar en un pub  que encontramos en el camino para comprar las cervezas, y dijo: “Muy bien… Eso terminamos haciendo todos. Probablemente eso es lo que harás tú en algunos años, cuando encuentres a quien creas que es la mujer con la que debes compartir tu vida, si aún crees en eso…, pero no Peter.”

Entonces calló; y yo me quedé pensando qué era lo que había hecho que las vidas de todos esos hombres terminaran por cruzarse; qué milagroso suceso los había juntado; en qué momento de debilidad habían compartido una copa, se habían hecho amigos, habían jurado fidelidad. O no; simplemente habían conectado en sus late twenties, cuando esperaban ansiosos que la vida comenzara a sonreírles, cuando de hecho sonreían y creían haber encontrado a la mujer de su vida, con la cual construirían un hogar pacífico a un costado de la playa o de las montañas.

–¿Listo? –gritó Andy. Y lo vi con dos grandes bolsas llenas de cerveza. Estaba radiante.

–¡Listo! –dije.

–Mejor que lo estés. Tendremos una noche muy pesada –dijo.

–¿A qué te refieres?

–¡Oh! Vamos a una graduación –dijo–. No; vamos a hacer adulto a Peter, al último de nosotros, el último caballero donde los haya. ¿Sabes? Alguien se lo tiene que decir, aunque nos joda a todos. Alguien le tiene que decir que su mujer folla con otro.

–Debería darse cuenta solo –dije asustado.

–Para qué –dijo Andy–, si ya me di cuenta yo. Tú no sabes bien quién es Tamhina, pero ahora lo vas a saber. Tal vez tú también te hagas adulto esta noche.

No entendí qué me quiso decir Andy, pero seguimos andando por la noche desierta en medio de las calles amplias y abiertas de Sídney, calles silenciosas con grandes aceras y prados verdes y árboles y gatos, y a un costado casas de familias australianas y felices. Y entonces la vimos.

Se la podía ver desde la distancia, resguardada por sus frondosas plantas –las frondosas plantas de Peter–, sentada sobre una tumbona de playa, cobijada por la oscuridad. Sostenía una taza entre las manos y un cigarrillo entre los dedos, con la espalda encorvada, echada hacia delante, los codos sobre los muslos. Andy relajó la marcha y susurró, o creí entender que dijo: “Alguien me ha ahorrado el trabajo”, y yo miré a Tamhina y oí a un gato maullar, y pensé en Peter, en un turco imaginario y en Andy. Y entendí que, en efecto, uno se hace adulto cuando menos se lo espera; que las relaciones, incluso las amistades, eran exactamente eso: un momento, la oportunidad de compartir temporalmente una etapa de nuestra vida con personas que guardaban los mismos miedos que nosotros, los mismos secretos. Que el resultado era siempre el mismo, la volatilidad de los amores en los late thirties, la lucha por encima de la unión, la derrota de uno y la victoria de otro.

Entendí quién era el turco; entendí quién era Andy. ~

 

Este cuento aparecerá en el libro Alguien se lo tiene que decir, que Tumbona publicará próximamente, realizado con el apoyo del estímulo a la producción de libros del CONACULTA-INBA.

+ posts

Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frágil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: