La noche del lobo, de Javier Tomeo

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En 1979, el escritor aragonés Javier Tomeo publica El castillo de la carta cifrada. En esa novela se fraguan dos cuestiones: un orden temático y una escritura. El método es una parábola sobre la conducta humana. Nada más lejos de un realismo comprometido ni ningún costumbrismo, de viejo o nuevo cuño. El programa narrativo de Tomeo es enormemente personal. Dañino, si se puede decir así, en esos años para los nuevos presupuestos de una incipiente narratividad, que iría con el tiempo imponiéndose hasta llegar a eso que Eduardo Mendoza llamaría, más tarde, novela de sofá. Y ello lo logra paradójicamente con un mundo que parece aspirar a una suprema impersonalidad: sin señas de identidad, una especie de meta kafkiana donde lo único que importa es desnudar (que no denunciar, como sucedía con el realismo social) la intemperie en la que se halla casi antológicamente la conciencia contemporánea. Por algo suele afirmar Javier Tomeo que nunca sabe cómo van a terminar sus novelas. Nunca sabe el derrotero de sus criaturas, huérfanas como las conduce hacia la incertidumbre, un atajo probablemente más real que el que profesaban los jerarcas de la novela comprometida. Novela tras novela (curiosamente su prolífica tarea no merma en absoluto su jerarquía estética) Tomeo va afianzando su lugar en la literatura escrita en castellano con todas las prerrogativas de un clásico contemporáneo. Hay otras cuestiones que caracterizan las novelas de Tomeo. Sus diálogos, por ejemplo. Sin apoyos ideológicos precisos, sus personajes suelen anclarse en un intercambio de palabras cuyo único objetivo parece ser la radiografía de la estupidez humana. Pocos novelistas españoles logran tanta eficacia filosófica, tanta enjundia reflexiva con apenas balbuceos. Incluso, si me apuran, pocos logran tanta orografía psicológica con tan pocos personajes. Esos paisajes humanos tan exiguos corresponden a paisajes físicos igualmente económicos.

En La noche del lobo vuelven a aparecer los dispositivos de representación tan paradigmáticos de la obra de Javier Tomeo. Algunos críticos han valorado del escritor su singularidad, incluso su porfía en defender un estilo y una voz. Pero a la que se porfía demasiado, esos mismos colegas lo acusan de repetirse. Yo creo que una de las características sobresaliente de Tomeo es precisamente ese desafío en insistir en la misma herida contemporánea: algo como descubrir que el discurso (todos, desde el religioso hasta el político, pasando por el mismo literario, como no podía ser de otra manera) que enarbola cierto imaginario institucional pretende disimular su vacuidad, eso cuando muy sutilmente no alienta los más sofisticados mecanismos de alienación colectiva. Por eso a veces, y en esta novela más que en ninguna otra, desde la sintaxis hasta los argumentos ideológicos que la alimentan nos recuerdan tanto a Samuel Beckett, un Beckett con unos gramos de la imaginería y humor de los surrealistas. El escenario (término teatral que tanto se acomoda a la novelística tomeana) de La noche del lobo es reducido. Un trozo de asfalto en las afueras de una ciudad anónima. Dos personajes se lesionan un tobillo cada uno, uno el izquierdo y el otro el derecho. Los separan unos metros en una oscuridad que sólo por momentos ilumina una luna intermitente. Por encima de ellos, un cuervo grazna como si discrepara o asintiera con sus palabras. El tema esencial es la incomunicación y la soledad (una soledad incurable que parece a veces también irrenunciable). A este soporte argumental Tomeo le suma algunas enfermedades de nuestro tiempo más inmediato y reconocible; una de ellas es internet: el espejismo de una información de tal calibre que es muy difícil que alguien tenga tiempo de digerirla para su formación (cultural y humana). Javier Tomeo roza a veces la insustancialidad, que no es otra que la que quiere que entendamos que nos rodea. Macario e Ismael, que son los dos personajes, en el fondo buscan un paraíso. Sólo que éste no se parece en nada a los que se nos ofrecen a cambio de nuestra conciencia. Macario e Ismael hablan durante su cautiverio en la intemperie: la luna acecha para convertir a uno de los dos en un lobo. Porque de lo que nos habla en esencia Tomeo es de la licantropía contemporánea. Esa enfermedad del alma que necesitamos para evitar el abismo de la superficialidad. ~

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