Casa museo del escritor Mark Twain en Hartford, Connecticut.
Casa museo de Mark Twain en Hartford, Connecticut. Foto: Makemake, CC BY-SA 3.0, via Wikimedia Commons.

¿Qué es una “casa del escritor” en el siglo XXI?

Mark Twain tenía una sala de billar. Hemingway una casona con vista a La Habana. Edna St. Vincent Millay hacía fiestas en su alberca. Pero hoy en día la escritura no da para pagar la hipoteca.
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En mis muchas peregrinaciones a casas de escritores, he sentido dos respuestas, a menudo simultáneas. Una es la emoción por mi proximidad a la creación. Por el olorcillo a genio que persiste –como la lavanda, como la música– más allá del cordón de terciopelo en un estudio. Pero también me reconforta que mis héroes literarios eran, en palabras de tabloides de supermercado, “como nosotros”. Gente que se preocupaba por las láminas del piso y las chapas. Que tenían retretes, tostadoras y botes de basura.

La Stone House de Robert Frost en Shaftsbury, Vermont, es solo eso, una casa de piedra, pero también es el lugar donde escribió “El camino no elegido“. Los versos de ese poema llenan las habitaciones como la luz del invierno. La Homestead de Emily Dickinson en Amherst, Massachusetts, me sumió en un silencio reverencial hasta que la vi por sus componentes: camas y ventanas, vigas y ladrillos.

Otra forma de pensar en todo esto es la personificación. La casa de un escritor personifica a su propietario, dando a los visitantes la sensación de “conocer” a una persona (normalmente muerta) que sostuvo la pluma. También personifica su escritura. Aquí está su máquina de escribir, aquí está su mesa, aquí hay algo táctil en lo que apoyar una forma de arte que puede, en el mejor de los casos, colgar palabras en el aire.

Esto es válido tanto para los escritores que admiramos como para los que no. Cuando subo los escalones de piedra en espiral de Hawk Tower, el refugio del poeta Robinson Jeffers junto al mar en Carmel, California, me siento como si fuera Jeffers, o al menos como su huésped. No hay tanta alegría en mis paseos diarios por el Estudio y Museo del General Lew Wallace de Crawfordsville, Indiana. Lo atribuyo a la mala que es Ben-Hur. Mi perro compartía mi desdén y orinaba con frecuencia en los árboles del viejo Lew.

Últimamente, cuando paso junto a un cartel de una casa de escritores o le echo un vistazo a American writers at home, el libro de sobremesa de J.D. McClatchy, siento algo agrio. Como la descomposición producida por el tiempo del frontispicio de un libro. Como el moho en el sótano. Al principio, pensé que era simple envidia. Los escritores somos criaturas envidiosas. Envidiamos las frases de los demás. Envidiamos los éxitos de los demás. Incluso envidiamos las frases y los éxitos de nuestros predecesores, que nos rodean en sus casas.

Esta conmoción, sin embargo, era diferente, y más reciente, se remontaba a 2022, cuando mi esposa y yo vendimos nuestra casa de seis años en Crawfordsville, justo enfrente de Lew Wallace. Se profundizó en el año que pasamos en Portland, Oregon –beneficiarios afortunados de mi año sabático–, e incluso después de regresar a un nuevo código postal de Hoosier. Para entonces, la idea misma de una casa de escritor, un domicilio donde un autor establece un taller permanente, me parecía anticuada. Incluso privilegiada. ¿Qué había cambiado?

Pues nosotros. De 2022 a 2024, rebotamos entre tres casas, volviendo a lo que fue, durante la mayor parte de nuestro matrimonio, terreno conocido: el mercado de alquiler. Mi perspectiva sobre la vivienda cambió. Alquilar era flexible y no requería mantenimiento. La propiedad era permanente y sofisticada. Los créditos hipotecarios subieron y el número de viviendas en venta cayó en picada. Los precios se dispararon y la inflación aplanó (o redujo) el poder adquisitivo. Parecía un mal momento para comprar una casa.

Y, sin embargo, el otoño pasado, mi mujer y yo empezamos a rondar el portal inmobiliario Zillow y a abalanzarnos sobre los primeros anuncios. Hablamos con los hijos de nuestro vecino que era un adulto mayor –no estoy orgulloso de ello– cuando murió. (Ellos la vendían, pero por más de lo que teníamos nosotros). Durante todo el proceso, pensé en las casas de los escritores que había visitado y si sus vidas se parecían en algo a la mía. ¿Esperaba secretamente, al comprar una casa, imitar su estilo de vida? ¿Sería posible en 2024?

No si quería emular a Mark Twain, cuya mansión de Hartford tiene un salón de billar y una chimenea.  Lo mismo con Edna St. Vincent Millay, que pedía a los bañistas de su piscina al aire libre que chapotearan desnudos. Incluso las casas más modestas, como la casa de Walt Whitman en Camden, Nueva Jersey, desprenden un aire de merecimiento y estabilidad. Las fotografías muestran los suelos del anciano poeta repletos de papeles, como un acaparador aferrado a un pasado dorado.

Por supuesto, todo esto es injusto, para estos escritores y para mí. La economía de la literatura ha cambiado. Su capital cultural también. (Además, es masoquista competir con alguien cuyo domicilio es un monumento histórico.) Conforme internet democratiza la escritura, las casas de los escritores se sienten elitistas o fuera del alcance. “¡No toques nada!” no es solo una advertencia que atañe a artefactos raros; es un recordatorio de que todo esto está fuera de nuestro alcance. Hoy en día, las casas de los escritores representan dos objetivos que, para la mayoría de los escritores en activo, siguen estando distantes o separados: seguridad económica y certidumbre geográfica.

He conocido a pocos escritores que publiquen lo suficiente como para pagar un enganche, y si los innovadores de la IA se salen con la suya, conoceré a menos aún. La mayoría de los escritores que conozco son nómadas, se mueven hacia la promesa de un sueldo, que a menudo aseguran a través de la enseñanza. “Una habitación propia” era la metáfora de Virginia Woolf para la soledad que necesitaban (y se les negaba a) las escritoras. Pero como pueden atestiguar el Starbucks local y la biblioteca pública, la cancha de fútbol y el patio de recreo, la soledad es un lujo que muchas escritoras no pueden permitirse. ¿Qué placa colgará sobre estos lugares de composición apresurada? ¿Quién los recorrerá dentro de 50 años para rendir homenaje a las novelas que se están escribiendo allí ahora mismo?

Si para entonces sigo vivo, dos cosas serán ciertas: mi poesía seguirá sin dar dinero y mi hipoteca estará pagada. Así es, querido lector, compramos una casa, aunque no –al menos en mi caso– porque el orgullo de la propiedad o la creación de riqueza tuvieran mucho atractivo. Tampoco la promesa de una oficina en casa, con sus estanterías repletas de libros. No, compré una casa para conservar la sensación, por equivocada o intangible que fuera, de tener cierto control sobre mi propia vida. De que mis amores estaban perpetuamente protegidos. Que estábamos a salvo dentro de nuestra arca impermeable.

La historia de las casas de los escritores me recuerda que se trata de una ilusión que firmamos en la línea punteada. Ernest Hemingway perdió su residencia en La Habana, Finca Vigía, a manos de la Revolución cubana. Ralph Waldo Emerson vio arder su casa de Concord; estaba tan acosado por la desesperación o la demencia que arrojó algunas pertenencias a las llamas. A la poeta Anne Bradstreet, quien escribió “Verses upon the burning of our house, July 10th, 1666”, le ocurrió lo mismo:

Here stood that trunk, and there that chest,
There lay that store I counted best.
My pleasant things in ashes lie
And them behold no more shall I.

No hace falta un golpe de estado o una conflagración para recordarnos que nuestras vidas son frágiles y que nuestras “cosas agradables” están destinadas, como nuestros cuerpos, a convertirse en cenizas. Podemos instalar detectores de humo, cartografiar las llanuras aluviales y hacer pruebas de radón. (Dios sabe que yo he hecho las tres cosas.) Pero la catástrofe acabará inevitablemente, si no con nuestras casas, sí con todo lo que representan: la familia, la satisfacción, un lugar tranquilo en el mundo.

Ser propietario de una casa nos ayuda a olvidar este hecho, aunque sea brevemente, mientras arreglamos los muebles nuevos y cortamos el césped. Yo mismo casi lo había olvidado, escondido en mi nuevo estudio del sótano, hasta que miré por mi única ventana y vi a las abejas, justo a la altura de los ojos, polinizando el jardín. Entonces recordé que había que pintar la fachada. Entonces recordé que ya estoy a medio camino bajo tierra. ~


Este artículo se publicó originalmente en Zócalo Public Square, una plataforma de ASU Media Enterprise que conecta a las personas con las ideas y entre sí.

Forma parte de Cruce de ideas: Encuentros a través de la traducción, una colaboración entre Letras Libres y ASU Media Enterprise.


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