El robo como una de las bellas artes

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I.

22 de agosto de 2004. Al fondo, el ala de un edificio blanco con grandes ventanales; al frente, el final de una calle; en medio, pasto; sobre él, dos hombres enmascarados que, cada uno con un cuadrado blanco en las manos, se dirigen hacia un pequeño auto negro –detenido exactamente bajo un letrero de “prohibido estacionarse”– donde un tercero, que nos da la espalda, los espera con la cajuela entreabierta. La fotografía, tomada a una prudente distancia por “el que nunca falta”, inspiró los encabezados del día siguiente: “Tan fácil como asaltar un puesto de periódicos.” Pero con el pequeño detalle de que no fueron precisamente una revista y un paquete de cigarros lo que los enmascarados se robaron. Noruega no daba crédito: esos cuadrados blancos llevados con torpeza por el césped no eran otra cosa que el revés de El grito y la Madonna de Edvard Munch.

 

II.

El mercado negro de arte y antigüedades pone en circulación, a decir del fbi, cerca de cinco mil millones de dólares al año. La Interpol lo ubica incluso en el cuarto puesto de los grandes negocios delictivos (después de las drogas, el lavado de dinero y el comercio ilícito de armas). Quizá las cifras sean nuevas; el asunto, en absoluto. El tráfico de obras de arte y tesoros antiguos robados es tan viejo como su compraventa (¿no desvalijaron los romanos unos cuantos templos griegos?); lo único relativamente reciente es que lo consideremos ilegal. Podrían llenarse cientos de páginas con sólo narrar los más célebres robos de obras de arte de la historia (desde el de la Mona Lisa, en 1911, hasta la increíble desaparición de una escultura de Richard Serra de 38 toneladas). Y aquí me permito hacer una pequeña distinción: aunque las autoridades metan todo en el mismo saco, una cosa es el saqueo, digamos, constante e indiscriminado de antigüedades (en pirámides, tumbas, catacumbas, oratorios, capillas, monasterios y algunos remotos museos arqueológicos) y otra el robo específico de obras de arte, mucho menos frecuente. La diferencia no es sólo de cantidad, por supuesto: el motor es también muy distinto.

El éxito del mercado negro de antigüedades (esto es, de prácticamente cualquier objeto elaborado por un artesano anónimo antes del siglo XIX) depende fundamentalmente de su naturaleza flexible; ahí, todo cabe: lo genuino y las copias, lo valioso y las baratijas, un botón de un traje que nunca usó Napoleón y las vigas de la Mezquita de Córdoba. Además, claro, de la extraordinaria cadena de clientes que, en su largo proceso de “limpieza”, tiene entre sus últimos eslabones a algunas prestigiadas casas de subastas. En cambio, muchas de las obras de arte robadas, ya sea a coleccionistas privados (la mayoría) o a museos, galerías y templos, no llegan siquiera a pisar el mercado negro: van directamente a la bóveda en Bangkok de algún codicioso Dr. No, que esperará unos años antes de poder exhibirlas en el comedor de su yate. No hay que subestimar al comercio ilegal, desde luego, como dicen los expertos: ni siquiera un Da Vinci es imposible de vender; pero no es lo más común. El arte hace demasiado ruido; de ahí que una modalidad que amenaza con extenderse sea la del simple chantaje: unos días después del asalto, el ladrón se comunica con el dueño (o director del museo) y pide rescate a cambio de devolver el botín sin el menor rasguño.

 

III.

No era la primera vez que los noruegos temían por El grito de Munch.

Debe saberse que, como parte de sus investigaciones para elaborar el complejo Friso de la vida (un amplio ciclo pictórico dedicado a representar, en sus palabras: “momentos poderosos y sagrados”, al que también pertenece la Madonna),
el pintor realizó, entre 1892 y 1893, cuatro versiones del que ahora es su motivo más conocido –en técnicas y formatos distintos. Entre ellas, hay una que se considera la “original”: que no es, de hecho, la más temprana, pero sí la que el pintor eligió para decorar las paredes de la Secesión de Berlín en 1902 (la primera vez que el también llamado “poema de amor, ansiedad y muerte” se presentaba completo). Este grito, el único pintado al óleo, temple y pastel, se encontraba en 1994 en la sala principal de la Galería Nacional (hoy Museo Nacional de Arte, Arquitectura y Diseño), en Oslo, cuando dos hombres aprovecharon el bullicio de la inauguración de los juegos olímpicos de invierno para entrar por la ventana y hurtarlo. Mucho más elegantes que los ladrones del Museo Munch (que para empezar iban armados), éstos se tomaron incluso la molestia de dejar una nota: “Gracias por la falta de seguridad.”

En aquella ocasión, después de que la policía se negara a pagar el millón de dólares que exigían los secuestradores, la obra apareció intacta –tres meses más tarde– en un oscuro cuarto de hotel. Esta última vez la cosa fue un poco más larga y complicada. Dos años le tomó a la policía dar con las obras que, finalmente, han vuelto a su museo, donde serán restauradas (se dice que la Madonna regresó con un hoyo en el estómago: no era para menos). Las autoridades no han querido entrar en detalles, pero se dice que éste, como muchos otros, fue un típico caso de extorsión. Ahora, por parte de un ladrón de bancos que, desde la cárcel, proporcionó valiosa información a cambio de una reducción de su condena. La supuesta negociación es ya un escándalo en Noruega, pero, con las obras de Munch a salvo, ¿acaso importaría?

 

IV.

Al día siguiente del asalto al Museo Munch, el crítico del Evening Standard, Brian Sewell, declaró que, de no recuperarse nunca El grito, “no sería el fin del mundo”, ya que Munch tenía “mejores pinturas que ésa”. Afortunadamente la obra se encontró y ya no pudimos saber si se equivocaba en lo primero. Lo otro puede discutirse, porque no cabe duda que Munch tiene otras muchas obras extraordinarias. Sin embargo, El grito (cualquiera de ellos, para ser más exactos) es algo más que una buena pintura. Se ha vuelto también una imagen necesaria, casi me atrevería a decir útil, aunque desde luego no se agote ahí. Y claro que el mundo no se acabaría si lo perdiéramos, pero sí se haría un lugar un poco menos interesante.

 

V.

Caminaba por un sendero con dos amigos

el sol estaba por ocultarse

Sentí una ráfaga de melancolía

De pronto el cielo se tiñó de rojo sangre

Me detuve y me incliné exhausto sobre la baranda,

A lo lejos las nubes encendidas parecían

caer como espadas de sangre sobre

el fiordo azul y el caserío

Mis amigos siguieron adelante

Yo me quedé ahí temblando de angustia

Y sentí un grito interminable

recorrer

la naturaleza. ~

Edvard Munch, 1892.

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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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