Sentidos traslapados

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“Casi todo es otra cosa” afirmaba Wittgenstein y esta secreta ley es la que parece regir el arte de Alejandro Gómez de Tuddo. Sus críticos aseguran que retrata la muerte y la aseveración se repite de un escrito a otro como si las palabras fueran más dignas de crédito que las imágenes. Pero si observamos sus fotografías con rigor e inocencia, la certeza se tambalea y, al menos en varias de ellas, ya no estamos tan seguros de estar mirando la muerte. Tomen estos dos ejemplos: la paloma presa en el engranaje y los rojos cubos gelatinosos en un cuenco. ¿De dónde nos viene la intuición de que la paloma está muerta? ¿Será por el contraste entre el vaporoso bulto de las plumas y la herrumbre de los hierros, entre la claridad del ave y la oscura máquina de tortura? ¿O será porque detrás de nuestro ojo hay una razón que reduce los contrarios y deduce un estado de muerte? En cuanto a los cubos en el cuenco, si le somos fieles a lo que el ojo registra, más bien se nos antojaría comerlos como si fueran sabrosas golosinas con sabor a fruta colorada. Debajo de los cubos que llenan el cuenco, se adivinan unas circunvoluciones rosadas que asociamos con unos sesos. Podría ser, pero tampoco estamos tan seguros.
     

     Quevedo le hacía decir a la Muerte: “Eso no es la muerte sino los muertos o lo que queda de los vivos. Esos huesos son el dibujo sobre el que se labra el cuerpo del hombre. La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerta; tiene la cara de cada uno de vosotros, y todos sois muertes de vosotros mismos. La calavera es el muerto y la cara es la muerte, y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo; y los huesos es lo que de vosotros deja la muerte y lo que le sobra a la sepultura.” Así despejada nuestra indebida imagen de la muerte, en las fotografías de Alejandro Gómez de Tuddo subsiste otro misterio que tiene que ver con el arte, con su arte.
     

     Porque la fotografía convoca principalmente al ojo, la muerte que logra insinuarse en este arte, no se oye, no huele, no sabe, no se puede palpar. Así, la ausencia de los demás sentidos la vuelve incorruptible, a un tiempo aséptica y bella. De esta ausencia quizá provenga la asombrosa plasticidad de las fotografías de Alejandro Gómez de Tuddo, la obscena hermosura de sus “naturalezas muertas”. Pero, de la misma manera que la certeza de la muerte se pone en entredicho en estas imágenes, habría que revisar nuestra acostumbrada separación de los sentidos. Además de los cubos rojos que se nos apetece comer, la cabeza de perro con dientes feroces en el centro de un vivo líquido amarillo, también apela a una extraña sensación del gusto. ¿En qué clase de líquido está nadando la cabeza? Curiosamente, la imaginación activa el resorte del gusto: el amarillo convoca un sabor dulce, tal vez de yema de huevo o de natilla untuosa, que se antoja probar.

Las mantarrayas parecidas a unas capuchas del Ku Klux Klan, se ven tan viscosas que el ojo transmite al dedo la sensación que registra. Es como si tocáramos su piel aceitosa y plastificada con un sentido que, en rigor, no sería capaz de sentirla. En esto consiste también la maestría de Alejandro Gómez de Tuddo: en traslapar nuestros sentidos, forzar nuestro ojo a ir más allá de lo estrictamente visual y convocar los demás sentidos habitualmente ajenos a la fotografía. Paradójicamente, su extremada plasticidad nos convierte en observadores más completos, fisiológicamente implicados en sus imágenes.
     Un efecto muy similar produce el texto de Mario Bellatin que acompaña la colección de fotografías. También en rigor debería referirme al texto de Abds Salám, que es ahora el otro nombre del escritor, el nombre sufí que ha recibido para ser otro sin dejar de ser el mismo. A través de una sucesión de párrafos encabezados por una palabra, “La enfermedad de la sheika” narra varias historias entreveradas, pero cada una tiene la peculiaridad de contar lo que cuenta y a la vez de contar otra historia, distinta de su estricta literalidad. En el apartado “Buey”, se lee: “Envueltos en una transparente capa viscosa, no nos queda sino afirmar que todo es lo mismo. Una vaca, un pájaro, un prado, un silabario, añadió”. En literatura, este procedimiento se llamaría “bisemia”, pero los sufíes lo han extendido a una multiplicación más numerosa y numinosa de la expresión, en un juego cargado de sentido y de los sentidos, a veces difícil de descifrar porque remite a misterios que son en sí difíciles de poner en palabras y más aún, de desentrañar con palabras. La muerte sería uno de ellos. Además, el secreto es el mejor sello de inviolabilidad del sentido. Todo queda como más intacto e íntegro si uno sabe prescindir de la relación directa de las cosas.
     El libro que reúne a estos dos “traslapadores” de sentidos, está encuadernado con gamuza gris, no tanto para “animalizar” un exquisito libro de arte, como para invitarnos, desde el primer contacto, a ejercitarnos en la confusión de los sentidos. Tocarlo, acariciarlo antes de abrirlo, es un buen preámbulo a las experiencias que deparan las fotografías de Alejandro Gómez de Tuddo y las palabras de Mario Bellatin. Un día, después de leer un libro de Emmanuel Bove, Rilke escribió: “En mi juventud, se solía hacer los guantes a la medida. Abandonar la mano al guantero era una sensación muy peculiar. Al leer el más reciente libro de Bove, tuve el recuerdo de esta sensación, hasta el sentimiento físico de los dedos expuestos a los cálculos del guantero.” En suma, la invitación es a abandonarse. ~

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