Mirar a Goya en México

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El arco de la vida de Goya corre sobre el camino amargo de la desilusión. Lo sabemos porque su obra conforma, entre muchas otras cosas, una crónica puntual de ese progresivo descenso al inframundo. Crónica tanto más elocuente cuanto que no escatima las ambigüedades, contradicciones y paradojas que marcaron la vida del artista y delinearon los contornos de su tiempo. Goya es el pintor de corte que se vuelve pintor nacional que se vuelve un espíritu crítico. El patriota que termina por autoimponerse el exilio, asqueado por la mezquindad de su propia tierra. Habitante fortuito de una época tumultuosa, Goya fue testigo privilegiado de un momento decisivo para la vida de España, que alteraría también de forma definitiva el futuro de sus antiguas colonias. El trayecto que lleva del inicio de la reforma ilustrada puesta en marcha por Carlos III a la restauración absolutista de Fernando VII se empalma casi punto por punto con la vida del pintor. Es en ese caldo de cultivo lleno de incertidumbre y de violencia donde habrá de surgir su figura como prototipo del artista moderno, no sólo por la originalidad y audacia de sus soluciones pictóricas, sino por algo acaso igualmente radical, su actitud ante los hechos, la voluntad de escrutar la realidad con mirada desnuda y asumir hasta lo último un punto de vista propio.
     De modo que resulta casi imposible mirar la obra de Goya libre del comentario continuo de su narrativa histórica. Sobre todo porque se trata de sucesos a un tiempo tan confusos como graves. El espectador poco avezado corre el peligro de perderse fácilmente en una trama donde los principales personajes no parecen corresponder de entrada con los perfiles de sus papeles y se van volviendo cada vez más ininteligibles conforme transcurre la acción. Lo que hubiera podido verse de un modo más o menos esquemático como un conflicto reformista entre liberales y conservadores, entre una vanguardia progresista y un sector inmovilista partidario de la tradición, es puesto de cabeza por la intervención napoleónica, que obliga a un realineamiento súbito de posiciones y lealtades, mismo que habrá de revertirse de un modo igualmente tajante apenas unos años después. Los continuos giros y cabriolas en el desarrollo de los acontecimientos y los equívocos muchas veces bochornosos que los salpican, tiñen todo el asunto de un aire irremediablemente chusco y transforman lo que debió haber sido una tragedia en toda forma en ese otro género tan afín al espíritu hispánico, el sainete. A pesar de las complicaciones de detalle, el resultado final es contundente: el triunfo de la Leyenda Negra.
     Es con este bagaje inevitable como abordamos la exposición de Goya instalada en el Museo Nacional de Arte de la Ciudad de México. La muestra reúne un lote reducido pero sustancial de cuadros con ediciones originales de su producción gráfica. El montaje apuesta por una propuesta temática, que distribuye los óleos en tres grupos y acomoda entre uno y otro las diferentes series de grabados. El formato parece diseñado para desalentar una lectura cronológica y pone en cambio de relieve los diferentes ámbitos en que se plasmaron las preocupaciones estéticas y sociales del pintor. Se conforma así un territorio definido por la tensión latente entre sus polos opuestos: en un extremo el pintor de corte, en el otro, el testigo gráfico de la España profunda, anacrónica y descarnada, inmune por completo a cualquier esfuerzo modernizador. Entre uno y otro, un espacio más bien reducido, habitado por la intimidad del pintor y por la gente que comparte con él esa especie de naturaleza anfibia, ese estar a un tiempo dentro y fuera de los círculos del poder, dentro y fuera de la vida feroz de la calle: los toreros, los músicos, las cortesanas, las mujeres en general, con quienes Goya parece haber tenido una especial cercanía.
     A pesar de la crudeza y del escepticismo, el mundo de Goya no es un mundo que languidece. Denota, en todo caso, cierta inclinación a la melancolía. El artista renuncia a colocarse de antemano por encima de sus objetos. Antes se asume con ellos como parte de una realidad plagada de limitaciones. Trátese de un cardenal o de una alcahueta, hay en todo momento una sensación de empatía, el reconocimiento, eminentemente moderno, de que todos somos un factor de nuestras circunstancias. Esto es particularmente evidente en sus retratos, cuyos personajes reflejan una complejidad que no es ya sólo psicológica, sino propiamente existencial: las particularidades de una vida específica transmutadas en metáfora de la vida en general.
     Su trabajo se nos presenta entonces como un esfuerzo constante por mediar entre los extremos que definieron la realidad de su tiempo y preservar en el proceso su propio margen de libertad.

No parece haber sido una tarea fácil y no parece haber acabado bien. Aunque eso depende sin duda de lo que cada quien entienda por acabar bien. Goya ilustra mejor que nadie la tensión irresoluble entre las aspiraciones del espíritu y el peso de la realidad. Su propósito consiste en hacer visible la complejidad del mundo, no en intentar resolverlo. O en resolverlo en términos del arte mismo, que es a fin de cuentas lo que importa. Nada de lo dicho tendría importancia si la calidad de la obra no fuera tan deslumbrante. Basta detenerse frente a cualquiera de las piezas expuestas para que el golpe de asombro resulte irrefrenable. Goya nos recuerda de un modo más bien brutal la distancia que nos separa del umbral de lo posible.
     Es por eso que de todas las historias que se cruzan en su vida, la más res-catable y duradera es la historia de su quehacer como artista. Mientras que su fe en las posibilidades de la hu-manidad y del progreso se derrumba, su fe en las posibilidades de su arte se mantiene incólume. Cabe una vida entera de decepciones entre el lumi-noso optimismo de las escenas de vida cotidiana pintadas para la fábrica de tapices al inicio de su madurez y las imágenes oscuras y terroríficas con que cubrió los muros de la Quinta del Sordo, cuando la muerte ya tocaba a su puerta. A lo largo de ese tortuoso trayecto Goya lo fue perdiendo todo: amor, dinero, salud, prestigio. Pero no perdió nunca a la pintura misma. Antes la fue decantando, liberando de afectaciones y de efectismos, de su naturaleza utilitaria y de su función pública. Y al hacerlo trazó las coordenadas esenciales de la ruta que habrían de seguir las artes plásticas a lo largo de los siguientes dos siglos.
     A pesar de las limitaciones de la selección y de los reparos que se puedan hacer al montaje, la iluminación, un video informativo que incurre en la chabacanería de animar los grabados o la mentalidad cerril de funcionarios empeñados en poner distancia entre el espectador y las obras, con reglas incomprensibles como es la prohibición absurda de tomar notas, la importancia de esta clase de muestras no puede minimizarse. Sobre todo en un país como el nuestro, que cuando menos en este terreno no cuenta con los tesoros de Europa ni los recursos para traerlos con la frecuencia que sería deseable. Pararnos frente a piezas de este calibre nos permite constatar de manera palpable el sentido de una serie de palabras que han caído en desuso, agotado su sentido por la reiteración o por el cinismo. Palabras como armonía, elegancia, intensidad y belleza. Palabras que nos recuerdan que el arte tiene o tuvo algún día una función concreta, la de tocarnos íntimamente, la de transformar nuestra percepción del mundo. De golpe, todas esas cosas que solemos descartar con un gesto de hastío adquieren una vigencia inusitada y nos obligan a ver nuestro entorno con una mirada nueva. México nunca ha sido tierra de príncipes, pero la herencia de esa España tenebrosa es como una pesadilla que se sueña una y otra vez por toda América Latina. No es difícil darle a nuestro tiempo una lectura goyesca. También nosotros vivimos inmersos en un experimento social que nos llega de fuera, cuyos beneficios siguen siendo más bien abstractos mientras que los sacrificios que nos impone están a la vista de todos. También aquí los parteros de la modernidad son una casta ilustrada de tecnócratas, que dicen trabajar para un pueblo al que en realidad desconocen. También nosotros tenemos un vecino poderoso y metiche. También ahora la Iglesia opera sin cesar desde las sombras y nuestro destino está en manos de una runfla de políticos oportunistas y traicioneros. También en esta tierra lo único imperecedero parece ser la mugre, la injusticia, la ignorancia, la fealdad, la violencia y el miedo. Así las cosas, es un enorme consuelo contar con la proximidad de Goya, que vivió circunstancias parecidas y supo desentrañarlas con tanta elocuencia. ~

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