¿Se puede querer a la humanidad?

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A pesar de la coacción moral ejercida por las religiones y las utopías igualitarias, la mayoría de los mortales fluctuamos constantemente entre la filantropía y la misantropía, entre el egoísmo y la solidaridad con el prójimo. Si alguna lección arroja la historia del siglo XX es que todas las tentativas por suprimir el interés personal conducen al fracaso económico y a la concentración del poder en manos de un caudillo o de un partido, es decir: a un predominio mayor del interés personal sobre el interés colectivo. En el mejor de los casos, la generosidad coexiste en el alma del hombre con la ambición y la codicia, pues cuando alguien aspira a la perfección y a la virtud sin tacha, el ego relegado a la oscuridad se hincha subrepticiamente hasta alcanzar proporciones monstruosas. Surge así la figura del santón protagónico, embriagado hasta la ceguera con el reflejo de su virtud, que aprovecha la menor oportunidad para exhibirse como un dechado de nobleza, pero no puede reconocer en sí mismo el pecado de la soberbia, ni siquiera cuando su endiosamiento lo lleva a cometer crímenes. Dostoievski retrató a este tipo social en Los endemoniados y examinó las consecuencias políticas de su conducta en el Diario de un escritor, una lectura que podría moverles el tapete a los devotos del Subcomandante Marcos, y al propio encapuchado, si algún día se somete a una rigurosa autocrítica.
     Cristiano ferviente, pero no dogmático, Dostoievski creía que el precepto bíblico "ama a tu prójimo como a ti mismo" era impracticable en la tierra, por contradecir la ley del desarrollo de la personalidad. Llegó a esa conclusión cuando estuvo preso en Siberia y se vio obligado a convivir las 24 horas del día con los mujiks que había idealizado en sus novelas de juventud. En cuatro años no tuvo un solo momento de privacidad, y aunque logró hacer migas con sus compañeros de prisión, descubrió que la fraternidad obligatoria entre los hombres podía ser una forma de tortura. Al salir del cautiverio combatió la creencia de que el amor a la humanidad debía reemplazar el amor a Dios, idea sostenida por Tolstoi, Bellinski y otros radicales de su tiempo, por considerarla fraudulenta en términos psicológicos. "Cuanto más amo a la humanidad menos amo a los seres individualmente —confiesa un personaje de Los hermanos Karamazov—. Tal vez hubiera llegado hasta el patíbulo por mis semejantes y sin embargo soy incapaz de vivir con nadie dos días seguidos". Según Dostoievski, los intelectuales progresistas que predicaban el amor a la humanidad habían creado una abstracción a la medida de su propia moral autocomplaciente. En esa nueva forma de narcisismo advirtió la semilla de una tiranía demencial, y la historia futura de Rusia confirmó punto por punto todas sus predicciones.
     Tolstoi era un escritor lleno de ideas generosas, pero amaba a la humanidad desde arriba y se concebía a sí mismo como un maestro del pueblo, como alguien sujeto a los privilegios y las obligaciones de la eminencia. En los regímenes totalitarios que los radicales como él contribuyeron a edificar, el gobierno quiso dar lecciones de humildad a los aristócratas del espíritu, obligándolos a desempeñar trabajos manuales en el campo y las fábricas. Pero Dostoievski, a quien el zar Nicolás 1 impuso una penitencia muy parecida, creía que la verdadera humildad no consiste en mancharse las manos de barro junto al pueblo trabajador, sino en admitir que, a pesar de sus luces, el radical se asemeja al hombre del pueblo por su propensión a la envidia y al egoísmo. Ese reconocimiento exige una desmitificación por partida doble (la del predicador humanitario y la del pueblo santificado desde arriba), que no anula la posibilidad de una auténtica solidaridad social, pero limita sus alcances a lo humanamente posible.
     Dostoievski cifraba todos sus anhelos de justicia social en la piedad que nace del amor a Dios, pero la experiencia histórica indica que la caridad no basta para remediar las injusticias de la tierra. Por eso el Estado laico instituye una forma de solidaridad obligatoria, los impuestos, que intenta corregir la desigualdad, sin exigir al ciudadano un espontáneo amor por el prójimo que sólo algunos seres excepcionales han llegado a sentir. Gran parte de la literatura panfletaria sobre el conflicto chiapaneco reprocha a la sociedad y al Estado su falta de amor por las comunidades indígenas. En las encíclicas de San Marcos, la carga emotiva predomina sobre las demandas económicas y sociales, como si el Subcomandante exigiera por encima de todo una reparación moral. Tal vez por eso los acuerdos de San Andrés no contemplan cómo saldrán del atraso y la miseria los indios de México: sólo les conceden autonomía para morirse de hambre con dignidad. Los desplantes de Marcos rechazando la ayuda gubernamental para los habitantes de las zonas bajo control del ezln obedecen a la misma obsesión revanchista.
     Como buen revolucionario, el Subcomandante exige lo imposible —que la sociedad entera reconozca sus culpas y sienta un súbito amor por los indios— en vez de aprovechar el éxito publicitario del movimiento para mejorar sus condiciones de vida. Si de verdad ama al pueblo desde abajo, ¿por qué no exige que se aplique un impuesto especial para remediar las carencias de las comunidades indígenas, en vez de pelear por una absurda reservación? Demandas tan concretas quizá echarían a perder su prosa poética, pero abrirían el camino para que los mezquinos individualistas volviéramos a confiar en los redentores inmaculados. –

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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