Marcel Reich-Ranicki, veterano pope de la crítica alemana, ha escrito Siete precursores, canon de la literatura alemana del siglo XX. Su parte meteorológico se concentra en las tormentas. En el ecosistema de Reich-Ranicki reina un cautivador mal tiempo.
La sorpresa esencial del libro es que uno de los siete fantásticos es pésimo. Se trata de Robert Musil. Otros dos, Schnitzler y Tucholsky, representan casos menores pero significativos de la exploración narrativa: las pulsiones del inconsciente y su confrontación con las costumbres (Schnitzler) y la asimilación literaria de la cultura popular, el folletín, el cabaret y la oralidad popular (Tucholsky). En lo que toca a Kafka, Reich-Ranicki lo estudia como persona intratable. El burócrata dedicado a quejarse de su padre es un caso clínico y su novia Milena, un caso delictivo (una morfinómana esforzada en actuar de vampiresa). Döblin es visto como alguien que vivió dándose de topes con puertas que no pudo abrir hasta lograr el solitario portento de Berlín Alexanderplatz. El antiprofeta de Siete precursores sólo admira a fondo a Thomas Mann y Bertolt Brecht.
Reich-Ranicki observa que ningún escritor estará jamás satisfecho con sus intérpretes. El crítico opera en oposición al autor. En el más conocido de sus libros, Mi vida, relata su deportación al gueto de Varsovia y sus penurias durante el nazismo. La literatura fue para él la cábala que mejoró el dibujo del mundo. En forma peculiar, el sobreviviente convirtió la lectura en dramaturgia; no sólo combate con sus temas sino con sus propios lectores. Este temple polémico difícilmente podía dejar de ser contratado por la televisión. En su momento mediático cumbre, Reich-Ranicki rompió un ejemplar de Es cuento largo, de Günter Grass. De manera típica, comentó en una entrevista posterior que Grass es el mejor autor alemán de la segunda mitad del siglo XX. El libricida sólo ultraja a quienes valen la pena.
Siete precursores pertenece al terreno del psicodrama crítico. La arbitraria sagacidad del autor se vuelve adictiva. ¿Hasta dónde puede llegar alguien que desvaría con tanto conocimiento de causa? Concentrémonos en el maltrato con que distingue a Musil.
El hombre sin atributos fue inacabable para el autor y casi siempre lo ha sido para sus lectores. En 1968, la revista Pardon envió fragmentos del libro (disfrazado de manuscrito) a 36 editoriales. El “inédito” fue rechazado con acres comentarios, incluyendo los de la editorial Rowohlt, que lo había publicado. Son conocidos los reproches a Musil: el ensayismo que ahoga la narración, la falta de estructura, la excesiva simultaneidad a la que aspira, las escenas amorosas que mezclan un freudismo de manual y literatura de boudoir. Sin embargo, de Calvino a Broch y de García Ponce a Pérez Gay, Musil ha encontrado sugerentes intérpretes para su caos luminoso y su excepcional poética del acontecer y la conciencia.
Reich-Ranicki no acepta paliativos. Estamos ante el desorden mental de un ingeniero que reunía saberes diversos porque no sabía qué quería. Después de describir el oscuro departamento en el que Musil vivía sin agua corriente y su vocación fanática de novelista sin lectores, Reich-Ranicki entrega peores noticias: el héroe trabajó en vano. No estuvo a la altura de Joyce o Döblin (a quienes no estudió por arrogancia); además, plagió periódicos y tratados científicos (para mayor crueldad, el perseguidor no pone ejemplos).
Para estos momentos, uno quiere que alguna ong detenga a Reich-Ranicki. El crítico prosigue, imperturbable. El hombre que no tuvo lavabo y vivió de la caridad, decepcionó a sus allegados. Hermann Broch hubiera preferido que no se extraviara en el interminable solipsismo de El hombre sin atributos (el autor de La muerte de Virgilio es llamado como testigo de cargo para incriminar a Musil, pero no para asumir el puesto de octavo precursor, que sin duda merecería). En suma: “No es posible silenciar que El hombre sin atributos se asemeja a un desierto con bellos oasis. El trayecto de un oasis a otro constituye a veces una tortura. Quien no sea un masoquista acabará capitulando antes o después.”
Después de este comentario, viene un giro revelador. En 1980, Reich-Ranicki escribió en el Frankfurter Allgemeine un artículo que terminaba con un llamado que quizá gritó disfrazado de bombero: “Salvemos El hombre sin atributos.” Su propuesta consistía en seleccionar quinientas páginas legibles de las 2,172 disponibles. La iniciativa partía de un presupuesto: la novela contiene un tesoro disperso y sumergido. Sin embargo, después de citar la negativa de Rowohlt a hacer la antología, el escaso entusiasmo de ocho autores consultados al respecto y la solitaria adhesión de Golo Mann, Reich-Ranicki vuelve a la carga contra el autor sin atributos. ¿Qué hubiera pasado si hoy pudiéramos leer el Musil de Reich-Ranicki? El teatro sería distinto.
Ejemplo del no siempre exquisito arte de desollar titanes, Siete precursores es un libro-droga; sus perjudiciales deleites reavivan el incendiario diálogo entre creador y crítico. La auténtica posteridad de la literatura depende de otras circunstancias, tan esquivas como el flujo del destino que Musil captó en El hombre sin atributos: “El camino de la historia no es el que recorre una bola de billar dando carambolas con una dirección única; se asemeja más bien al rumbo de las nubes, a la trayectoria descrita por un vagabundo en las calles de la ciudad, rechazado aquí por una sombra, allá por un grupo de hombres, más adelante por una esquina extraña, y que llega siempre a un lugar desconocido y nunca deseado.” ~
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).