Si es gracioso, entonces, obviamente, no puede ser serio, dirá la gente. No estoy de acuerdo. La comedia nos dice tanto sobre el mundo como la tragedia. De hecho, si se aspira a una seriedad genuina, debe darse cabida a ambas visiones: la cómica y la trágica. Aun así, casi todo el mundo prefiere infundir pena a ser sujeto de burlas. Por cada millón de poemas que lamentan el cruel destino de un alma profundamente incomprendida y eternamente doliente, existe un poema gracioso de Russell Edson o de Kenneth Koch.
Lo que nadie quiere confesar es que hay tanta gente sin sentido del humor como gente sin sensibilidad estética. ¿Cómo se da a entender a alguien que algo es gracioso o que algo es hermoso? Pues bien, no se puede. No es habitual escuchar a la gente confesar que no entiende un chiste. Las personas que carecen de sentido del humor nos ven como simples tontos. Nuestras acrobacias verbales y nuestros rostros distorsionados por la risa les resultan irritantes e infantiles. Sólo si se hallan en franca inferioridad numérica suplicarán que se les explique el chiste. Todo el mundo, alguna vez, ha presenciado o participado en una tentativa tan absurda. No puede hacerse. Es más fácil hablarle a un ciego sobre la gloria de un atardecer o a un sordo sobre un solo de Charlie Parker.
La sensibilidad estética se puede cultivar o desarrollar, pero ¿qué pasa con la cómica? ¿Nace uno con sentido del humor, o puede adquirirlo?
Supongo que las dos cosas, pero no es fácil. Si te quieres mucho a ti mismo tienes pocas posibilidades. Los engreídos desean que el mundo camine de puntillas a su paso y se acerque sólo para contemplarlos con silenciosa admiración. Toda la noción de jerarquía y las instituciones que le dan soporte dependen de la ausencia del humor. La dimensión ridícula de la autoridad no debe mencionarse. La Iglesia, el Estado y la academia coinciden por completo en esta idea. El emperador desnudo se pasea siempre entre súbditos silenciosos. Todo cuanto es espiritual, enaltecido y abstracto considera lo cómico como algo profano y blasfemo.
Es imposible imaginar una teoría cristiana o fascista del humor. Al igual que la poesía, el humor es subversivo. El único remedio, dirán los ideólogos de cada bando, es la prohibición absoluta. La edificación moral es un negocio macabro, y la dictadura de la virtud, como sabemos, tiene un aire fúnebre, como de cementerio. La ironía y el ingenio mordaz se reservan únicamente a las clases superiores y a sus lacayos más cercanos. Los criados de los poderosos y sus perros tienen permitido exhibir su dentadura y morder si es necesario.
Por lo general esperamos de la buena literatura que sea solemne, aburrida y, por consiguiente, edificante. Asistí, por ejemplo, a una de las primeras puestas en escena de Krapp’s Last Tape, de Beckett, en Nueva York. El público del pequeño teatro estaba formado por personas de ambos sexos, de alto nivel intelectual. Al inicio de la obra aparece un viejo en el escenario tratando de abrir un cajón del escritorio frente al que está sentado. El cajón está atascado. El viejo tiene que tirar con fuerza y descansar después de cada intento. Finalmente el cajón cede. El hombre lo abre a la mitad, nos mira, busca a tientas en su interior y encuentra lo que está buscando. No podemos verlo, por supuesto, pero él sí puede, y está muy contento con su descubrimiento. Lentamente nos revela un plátano común y corriente. Después de una pausa dramática, el viejo comienza a pelarlo.
En ese instante, un hombre sentado a mi espalda comenzó a reír con estrépito. Para mi sorpresa, la gente comenzó a chistarle, algunos incluso se volvieron hacia él enojados y agitaron los puños ante su cara. “Menudo imbécil”, dijo la hermosa mujer sentada a mi lado. Lo que ella quiso decir fue: No está permitido desternillarse de risa en presencia del arte elevado. Como un asiduo y obediente aficionado a los conciertos que se duerme durante una sinfonía de Mahler y despierta al término de la misma para aplaudir vigorosamente, se espera de nosotros que nos sometamos al arte y a la literatura con la misma falta de entusiasmo con la que nos sometemos a una medicina desagradable pero beneficiosa.
La literatura seria tiene, supuestamente, un importante mensaje que impartir, y el problema con lo cómico es que no lo tiene. En cualquier caso, si la comedia tiene un “mensaje”, no se trata del tipo de mensaje con el que podemos estar cómodos. La filosofía de la risa nos recuerda que vivimos en medio de contradicciones, empujados en una dirección por la cabeza, en otra por el corazón, y en una tercera por nuestros órganos sexuales.
No hay que olvidar los eternos gritos de la carne: ¡Oh! ¡Ah! y ¡Ja ja!
Si alguna vez se extinguiese el humor, los seres humanos nos quedaríamos sin almas.
Debemos comenzar filosóficamente con la idea de la risa. No puedo imaginar una sociedad más horrible que aquella donde la risa y la poesía estén prohibidas, donde la insana enajenación de los ricos y los poderosos, así como las hipocresías de los clérigos y los políticos, pasen inadvertidas. En el mundo en que vivimos, la mayor parte de la energía intelectual se gasta protegiendo del ridículo a aquellos que proclaman la verdad eterna.
Los griegos, por otro lado, fueron capaces de ridiculizar a sus propios dioses.
Me pregunto, ¿hay algo más sano que eso?
Yo tendría a una sociedad por casi perfecta cuando en ella se practicaran las artes de la más elevada irreverencia y Russell Edson fuera su poeta laureado. ~