Ha muerto una emperatriz ¿Y Celia Cruz ya no volverá a cantar?

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“A la verdad, ¿quién va a creerlo?”, se preguntó el poeta hace cuarenta años, y ahora yo, en un trance similar, me hago iguales preguntas porque me niego a aceptar lo innombrable. ¿Y es posible que nunca volverá a gritar “¡Azúcar!”, que no cantará más “Burundanga”, “La sopita en botella” y ni siquiera su versión de “I will survive”? ¿Será cierto que nadie volverá a verla sobre un escenario, con sus zapatos altos, brillantes, de tacones reforzados, con su vestido de lentejuelas y la peluca de peinado perfecto? ¿Alguien puede admitir sin rebelarse que una voz que marcó como ninguna y por más de cincuenta años todos los géneros bailables de la música cubana, que esa voz no volverá a cantar jamás?
     Cuando me dieron la noticia de la muerte de Celia —¿y hace falta que diga su apellido?— tuve una de esas extrañas sensaciones de que había ocurrido lo increíble. Aunque la parte más racional de nuestras mentes ya esperaba algo así, debido a su delicado estado de salud y a su edad, un adolorido y terco rincón de la conciencia más afectiva de los melómanos cubanos se empeñaba en convencernos de que sólo se trataba de una ausencia temporal y que pronto ella regresaría a hacer lo que hizo todos los días durante tantos años: cantar la música cubana con un sabor que ni el tiempo, la distancia, las modas o los rencores fueron capaces de mellar.
     Ha resultado como una trágica y significativa coincidencia que apenas un día después de haber sido inhumados en Santiago de Cuba los restos de Compay Segundo, muera Celia Cruz en la lejana Nueva Jersey. Es la advertencia de que ha llegado el fin de una época, el rutilante siglo XX de la música cubana, del que Compay y Celia —como tantos otros inmortales— fueron magníficos representantes, y a cuya grandeza contribuyeron de manera decisiva.
     Desde los días lejanos de la década del cuarenta, en que recién graduada de maestra “normalista” una joven Celia Cruz —que entonces cantaba tangos— probó su fortuna en programas para aficionados de la radio cubana, su voz comenzó a incorporarse al universo sonoro de un país tocado por la música. Luego, cuando en 1950 Rogelio Martínez, con esa intuición especial que lo llevó siempre a escoger a sus cantantes, la incorpora al staff de La Sonora Matancera, se produce el gran salto de una mujer que en pocos años disfrutaría de fama en todo el ámbito latinoamericano y sería coronada como La Guarachera de Cuba, para figurar desde entonces en la lista de los imprescindibles, justo en la época en que coincidieron en el espacio musical cubano los más grandes intérpretes, encabezados por el inconmensurable Benny Moré.
     El exilio, que comienza en 1960, cuando Celia y la Sonora van a cumplir un contrato de trabajo en México, marca un nuevo momento de su vida y también de su carrera. Los años sesenta —que comparte hasta la mitad de la década con la Sonora Matancera— fueron quizá los más difíciles que tuvo la música cubana en todo el siglo XX, y la propia Celia los sufrió en su piel. La avalancha del pop, el cierre de la música cubana al mercado internacional —especialmente el norteamericano, como una de las consecuencias de un embargo que todavía hoy impide a Ry Cooder grabar en Cuba—, la diáspora de muchos músicos y la muerte de otros, provocó una crisis de promoción y calidad que sumió a la música cubana en un letargo —del que pronto se sacudiría— y a Celia Cruz en la oscuridad —de la que pronto saldría, con más luz que nunca—.
     Porque en los años setenta la recién creada música salsa ofrecería a la cantante cubana la posibilidad de alcanzar planos de preferencia internacional que ha conservado hasta hoy. Pero pensándolo dos veces, tal vez no haya sido ella la más beneficiada con su inserción dentro del universo salsero, sino al contrario. Desde el día en que Johnny Pacheco, entonces al frente de la Fania, la invita a participar en el histórico recital del Yankee Stadium organizado por las estrellas de la famosa disquera, Celia concreta de viva voz un proceso que se había iniciado la década anterior, cuando los músicos latinos radicados en la Gran Manzana habían abierto las puertas del viejo repertorio musical cubano y, tomándolo como referencia rítmica, comenzaron a realizar las infinitas mezclas de las que saldría la música salsa.
     Desde entonces Celia incorporó a la salsa su voz, su estilo y su exultante y compacta cubanía, y haciéndose acompañar por la charanga de Pacheco —Celia y Johnny— o en colaboración con otros grandes del movimiento —Willie Colón y Celia Cruz: sólo ellos pudieron hacerlo— o incluso con la vieja Sonora Matancera —Feliz encuentro— grabó discos antológicos plagados de nuevas piezas de la sonoridad salsera y de sus viejos éxitos de los años cubanos de la Sonora, piezas que ahora revivieron y se lanzaron a la conquista de nuevas generaciones de melómanos en todo el Caribe, primero, y en el mundo entero, después, hasta coronar a Celia por segunda vez, ahora con más alta categoría, como la Emperatriz de la Salsa…
     Su carrera mantendría niveles de estrellato a todo lo largo de los años ochenta y noventa, gracias a aquella voz para la que no parecía pasar el tiempo, aquella energía escénica incontenible, y la cubana consigue incluso la proeza de pasar por encima de la decadencia de la música salsa que la relanzó. Su figura llega incluso al cine, y mientras su voz se escucha en numerosas películas, su imagen queda entre lo más memorable de cintas como La familia Pérez o Los reyes del mambo tocan canciones de amor
     Pero sin duda el mejor índice de la popularidad y la capacidad envidiable de encarnar una cultura que caracterizó a Celia Cruz se produjo en su ciudad, La Habana, en el mes de diciembre de 1996. Para aquella fecha la voz de Celia Cruz —como la de casi todos los músicos que partieron en algún momento al exilio— había sido desterrada de las emisoras radiales cubanas —en su caso por 35 años—, e incluso su nombre había sido excluido de trabajos científicos como el Diccionario de la música cubana, de Helio Orovio, en cuya primera edición (Letras Cubanas, 1981) tal parece como si Celia Cruz nunca hubiera existido. Sin embargo, los melómanos y bailadores cubanos le habían seguido la pista durante esas más de tres décadas, de modos complicados y subterráneos, y la evidencia de hasta qué punto sentían a la cantante como alguien cercano se produjo cuando se presentó durante el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano el documental Yo soy, del son a la salsa —dirigido por Rigoberto López, y del que tengo el orgullo de ser uno de los guionistas—, y la aparición de Celia en las pantallas habaneras fue recibida con ovaciones en cada uno de los cines en que se presentó el documental.
     Quizás esa relación intrincada entre Celia Cruz y los melómanos cubanos que viven en la isla sea el mayor logro artístico de esta cantante que, por encima de agrias disputas políticas, mantuvo —como los grandes— una fidelidad esencial a sus orígenes y su cultura, y llenó todo un periodo de la música bailable cubana y caribeña, con sus coronas a cuestas, con su grito de “¡Azúcar!” retumbando en los escenarios del mundo.
     Y ahora, debemos admitirlo, ha muerto la Emperatriz. Pero nos queda su voz, “hambrienta y huracanada como el viento”, podemos salvar su imagen brillante y nos hace compañía su espíritu inquieto de cubana raigal, más allá de todas las fronteras. ~

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(La Habana, 1955) es escritor y guionista cubano.


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