Adam Michnik y Leon Wieseltier

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“La guerra —escribió Jan T. Gross— es una experiencia generadora de mitos en cualquier sociedad.” En Polonia, la mitificación de la historia fue proporcional al inmenso sufrimiento y devastación que sufrió el país. Los polacos, atrapados entre el coloso nazi y el soviético, sufrieron tal vez más que ningún otro pueblo, a excepción de una de las minorías que había vivido en Polonia por centurias y que fue destruida en su totalidad: los judíos.
     Polonia sufrió una catástrofe demográfica sin precedentes: cerca del 20 por ciento de la población pereció durante la Segunda Guerra Mundial. Quienes sobrevivieron, enfrentaron un montón de ruinas. La debacle se montó en la memoria de la trágica historia de Polonia, codiciada y dividida una y otra vez por sus vecinos, y reforzó el mito de la “victimización” del país: los terribles acontecimientos entre 1939 y 1945 consolidaron en cada polaco la visión de formar parte de una nación que había sido la eterna víctima de la historia. Las décadas de dominio soviético —con sus propios silencios y falsedades— contribuyeron aún más a fomentar el nihilismo histórico polaco. La historiografía de posguerra levantó un monumento al heroísmo, casi sin fisuras, con que los polacos habían enfrentado a las tropas nazis y soviéticas.
     En esa historia de bronce no había lugar para el “colaboracionismo” con el enemigo, y mucho menos para aceptar que los polacos hubieran infligido también sufrimiento y violencia a otras colectividades: el “mal” era el monopolio de rusos y alemanes. Los polacos cortaron de un tajo la imbricada madeja de su historia durante la guerra: la mayoría de la población —fervientemente católica, nacionalista y heroica— había padecido un sufrimiento propio. La minoría judía había sido exterminada separadamente. El Holocausto había sido obra de los nazis, y no tenía liga alguna ni con la Historia de Polonia con mayúscula, ni con minúscula. Sólo la contingencia había determinado que el genocidio judío hubiese tenido lugar dentro de las fronteras del país.
     El mito se mantuvo aun después de la rebelión que escenificó Solidaridad, la desaparición de la Unión Soviética y la apresurada modernización polaca que ha colocado al país a las puertas de la Unión Europea. A ello se debe que el libro Vecinos: La destrucción de la comunidad judía en Jedwabne, Polonia1 causara una verdadera conmoción cuando fue publicado, en mayo del año 2000. Su autor, Jan T. Gross, había revisado los documentos de un juicio que se llevó a cabo en enero de 1949, en el cual los acusados del asesinato de los judíos del pueblo de Jedwabne habían salido libres. Siguiendo el hilo de esos alegatos, Gross entrevistó a sobrevivientes de la matanza, a sus parientes y amigos, y descubrió que, en un día del verano de 1941, la mitad polaca del pueblo de Jedwabne había asesinado a la otra mitad de los habitantes de la población, polacos también. Por iniciativa propia, con tan sólo la aprobación tácita de los invasores nazis, los católicos habían torturado y masacrado con inmensa crueldad a sus vecinos judíos.
     Jedwabne no había sido un caso aislado. En muchos de los pueblos que salpicaban el triángulo de territorio que tenía en la ciudad de Bialystok uno de sus vértices, el añejo antisemitismo polaco —sumado a la avaricia (los asesinos se repartieron los bienes de los judíos masacrados), a la anarquía y a la descomposición moral producto de la guerra— y los católicos polacos habían tomado las armas contra sus vecinos indefensos, y habían colaborado con los nazis para destruir a la judería de Polonia.
     Gross mostró asimismo que sectores considerables de la población del país —especialmente en el oriente de Polonia— habían recibido a los nazis como liberadores, y habían cooperado con ellos en una amplia gama de tareas. El mito de la pureza y el heroísmo se resquebrajó: muchos polacos habían sido a la vez víctimas y perpetradores de la violencia que asoló el centro de Europa de 1939 a 1945. Pero el antisemitismo polaco —ligado estrechamente a la prédica ancestral de la Iglesia Católica, la cual, al calificar de deicidas a los judíos, los convirtió en objeto “legítimo y eterno” de la brutalidad de muchos de sus fieles— está tan vivo en los albores del siglo XXI como lo estaba a mediados del XX.
     Entre 1945 y 1946, católicos polacos emprendieron una oleada de pogromos contra los pocos sobrevivientes judíos que habían regresado de los campos de concentración. La numerosa mayoría abandonó el país, pero el prejuicio se mantuvo vivo. Polonia empezó a cultivar lo que Marek Edelman, uno de los pocos judíos que salieron con vida del Gueto de Varsovia, llamó “un antisemitismo sin judíos”. En 1997, los carteles de campaña de los candidatos al Parlamento que tenían ascendencia judía estaban invariablemente atravesados por crudos graffiti en forma de suásticas. Entre ellos, estaba el ideólogo de Solidaridad, el historiador Bronislaw Geremek, y otro de los voceros de la legendaria organización, Adam Michnik, el director del periódico más importante del país, Gazeta Wyborcza. Michnik podía haber firmado las palabras de Geremek en 1989: “El muro de Berlín empezó a desmoronarse en los astilleros de Gdansk. Estoy orgulloso, no lo oculto.” El libro de Gross lo colocó entre la espada del nacionalismo polaco y la pared de su ascendencia judía. Le llevó meses redactar un texto sobre Vecinos —ambiguo y confuso— para la Gazeta Wyborcza. Ese artículo desató la polémica con Leon Wieseltier que Letras Libres recoge a continuación.~
     

— Isabel Turrent


Querido Leon:
Estás decepcionado de mí porque en mi artículo de The New York Times (“Poles and Jews: How Deep the Guilt?” [“Polacos y judíos: ¿qué tan honda es la culpa?”], del 17 de marzo) sopesé con cuidado las palabras, siendo que “un lamento habría bastado”. Creo que ya ha habido suficientes lamentos en las relaciones entre polacos y judíos. He escuchado muchos de ellos por parte de polacos antisemitas; y el grito judío de: “Los polacos mamaron antisemitismo con la leche materna” está impreso de forma indeleble en mi memoria. Por eso prefiero un juicio equilibrado y la disposición gustosa de comprender al adversario. El problema para los polacos y el problema para los judíos es similar: cada uno de estos dos grupos se piensa a sí mismo como la víctima inocente. Éste es un estereotipo de dos pueblos que, como dice Isaac Bashevis Singer, han vivido uno al lado del otro, pero nunca uno con el otro.
     El libro de Jan Gross que describe la masacre de judíos en Jedwabne causó una conmoción moral entre los polacos y abrió un enorme debate público que aún hoy tiene lugar. La de Jedwabne fue una masacre inspirada por el apoyo y la aquiescencia nazis, pero perpetrada por polacos. Ninguna persona sensata en Polonia intenta justificar este horrible crimen. Al contrario: enfrentados a él, los polacos sienten ahora una pérdida de la inocencia.
     En mi artículo describí la conmoción de los polacos y la temperatura del debate. Sabía que estaba tocando el lado oscuro de nuestra memoria colectiva, pero creí que así era como un escritor polaco debía reaccionar frente a la revelación de un crimen de esta índole. Cuando obtuve un ejemplar de The New Republic, supuse que tú reaccionarías en forma parecida, con un ejercicio de contemplación sobre los aspectos más oscuros de la memoria judía. Sin embargo, Leon, en tu réplica (“Righteous” [“Justo”], del 9 y 16 de abril), decidiste emplear algunos comentarios sobre la “exquisitez moral” que percibiste en mi texto. Habré de pasar por alto esta dimensión de nuestra controversia, excepto para recordar la opinión de Spinoza: “Cuando Jan habla sobre Paul, se refleja en Jan y no en Paul.”
     Escribí que no hay una sola familia polaca que no fuera herida por la guerra. Tú le llamas a esto “la típica apología polaca”. Pero la verdad, Leon, es que se trata de un simple hecho polaco. Y aunque esos hechos no deben ser usados para relativizar el crimen de Jedwabne, conocerlos es un requisito para entender las relaciones entre polacos y judíos. Durante muchos años después de la guerra, los polacos lloraron a sus compatriotas asesinados sin reconocer que el destino de sus vecinos judíos fue incomparablemente más trágico —una tragedia absolutamente excepcional en la historia de la humanidad.
     Por otra parte, un triunfalismo del dolor —como dice Rabbi Klenicki— ha prevalecido entre los judíos, como si ellos mismos hubieran decidido que sólo la tragedia judía era digna de preservarse en la conciencia. Y éste es el contexto de nuestra polémica. Hoy en día, los autores polacos intentan trascender el estereotipo de la inocencia polaca y están lidiando con el legado del antisemitismo. Esto es difícil y doloroso. Pero al leer artículos polacos recientes sobre el tema uno se conmueve en forma profunda. Siento mucho, Leon, que escribas como si aún tuvieras el cómodo asidero de los estereotipos judíos, como alguien que no tiene ni la voluntad ni la valentía de emprender un difícil diálogo con los polacos. Un diálogo así requiere una revisión de los estereotipos. Tienes que aceptar que puede haber ciertos aspectos de la realidad judeopolaca que no conoces y que tal vez, por ende, no puedas ser capaz de comprender plenamente.
     Los polacos también tienen derecho a la memoria de su propio dolor. Y tienen derecho a esperar que los judíos sean conscientes de él. Trata de ir más allá del estereotipo judío e intenta ver la realidad de los tiempos de guerra con los ojos de un polaco. Pienso que cada polaco tiene la obligación de ver con los ojos de un judío para ser capaz de entender el sufrimiento de los judíos. Y también deberías tratar de ver en tu interlocutor polaco a un amigo que está luchando con una historia difícil, no a un antisemita y un prevaricador que quiere “hacer de la culpa algo complicado”.
     Los polacos no están genéticamente corrompidos por el antisemitismo, ni se rehúsan a mirar la verdad a los ojos —incluso la más difícil de las verdades. Pero eso no quiere decir que nos rindamos a las generalizaciones falsas. ¿Fueron los polacos víctimas y verdugos al mismo tiempo? ¿Cuáles polacos? ¿Aquellos que murieron en la lucha contra los nazis? ¿O tal vez aquellos que salvaron a judíos, entre ellos a tu madre? ¿Juzgas a esos polacos responsables por el crimen de Jedwabne? ¿Los juzgas responsables por los informantes, conocidos en polaco como szmalcownicy? O tal vez es precisamente al szmalcownik, y no al héroe de la resistencia antinazi, a quien tomas por un símbolo de la respuesta polaca frente a la ocupación alemana. Este juicio, que no me atrevería a adjudicarte, sólo podría ser producto de la ignorancia o la deshonestidad. Yo veo símbolos en los héroes del levantamiento del gueto y no en los policías judíos, que servían a los invasores y que eran a todas luces víctimas y verdugos.
     Tú escribes, Leon, que había muchos más polacos asesinos que polacos probos. ¿Cómo hiciste la cuenta? Sí, hubo polacos que durante la ocupación cometieron crímenes contra los judíos. Pero esos crímenes fueron condenados por el gobierno polaco en el exilio en Londres, y fueron castigados por la resistencia polaca. Iré aún más lejos y diré que, entre los miembros de esta resistencia, también había muchas personas influidas por los estereotipos antisemitas; pero la abrumadora mayoría de los polacos en la derecha antisemita —a diferencia de sus contrapartes en Francia, por ejemplo— participaron en la resistencia antinazi, y algunas de esas personas salvaron a judíos. Entre ellos estaba Zofia Kossak-Szczucka, autora de ese llamado conmovedor a salvar a los judíos, que cité en el Times.
     El llamado publicado por Kossak-Szczucka —sin duda antisemita en sus comentarios cualitativos, pero heroico en su ruego— contradice el estereotipo judío de acuerdo con el cual el antisemitismo equivale al exterminio. Por eso, Leon, no encontraste nada en Kossak-Szczucka excepto veneno antisemita. Por mi parte, encontré en su llamado la evidencia de un heroísmo del más alto rango. Durante años, día tras día, esta escritora católica y prisionera de Auschwitz arriesgó su vida salvando judíos —gente que no conocía y que no le era particularmente grata— en medio de una situación en la que las ejecuciones públicas y el temor por la seguridad de la propia familia paralizaban a casi todo el mundo. Una actitud como ésta no merece desdén, sino respeto. Y el respeto es la condición básica, elemental para una conversación honesta entre judíos y polacos sobre la verdad y la reconciliación. Me gustaría ser de alguna ayuda para una conversación tal, me gustaría ayudar a romper tanto los estereotipos polacos como los judíos. Siento que es mi responsabilidad hacerlo.
     Sin embargo, no creo en ninguna responsabilidad colectiva, excepto si ésta es moral. Lo que quiero decir es que puedo culparme por los actos de otros, pero no daría a nadie más el derecho de culparme por esos mismos actos. Por eso no me siento culpable ni por los crímenes de los asesinos de Jedwabne, ni por los crímenes de los comunistas de linaje judío (en realidad por estos últimos me siento algo más responsable, si bien por razones meramente personales). Mi sentido de la responsabilidad moral me ha vuelto renuente a la idea de imponer culpas colectivas sobre cualquier otra comunidad. Tú escribiste, Leon: “Los individuos pertenecen a grupos, y el que estén moralmente involucrados con sus grupos, que son agentes morales también, resulta en un costo o un beneficio que les incumbe […] No me siento herido cuando se me pregunta sobre las fechorías de los judíos o las fechorías de los estadounidenses, porque he elegido que se me conozca como judío y como estadounidense […] No podría permitirme sentir orgullo por los logros de mi pueblo y mi país si no me exigiera sentir vergüenza por las perfidias de mi pueblo y de mi país […]” Y luego agregas: “Dudo que Michnik no esté de acuerdo con lo que acabo de escribir.”
     Claro que estoy de acuerdo contigo, pero este acuerdo no nos lleva a ningún lado. Claro que siento dolor y vergüenza por la masacre de Jedwabne y por otros crímenes polacos. Pero nunca estaré de acuerdo en que yo, mis amigos polacos y la nación polaca debamos ser acusados colectivamente por estos crímenes, cometidos por asesinos específicos. Entiendo, Leon, que, como estadounidense, tienes el derecho a estar orgulloso de Washington, Jefferson y Lincoln, y el derecho a avergonzarte por la esclavitud, por el exterminio de los nativos americanos, por la segregación racial y por la traición a Polonia en la Conferencia de Yalta. Como judío, tienes el derecho a estar orgulloso de Moisés, Spinoza y Einstein, y a avergonzarte por los asesinos bolcheviques con nombres judíos, de la masacre de palestinos en Sabra y Chatila, y del asesinato del primer ministro Yitzhak Rabin. Tienes el derecho a avergonzarte, pero yo no tengo el derecho a culparte por estos crímenes. Sin embargo, francamente, no sé a qué conduce en realidad este orgullo o esta vergüenza. Después de todo, esta clase de comprensión lleva a preguntas absurdas. ¿Es por Lincoln o por Spinoza que te sientes mejor que yo, que sólo tengo bajo la manga a Copérnico, Mickiewicz y Chopin? ¿Sientes una carga moral menor por los linchamientos de los bandidos del Ku Klux Klan a la que siente un polaco promedio por Jedwabne? ¿Sientes la necesidad de disculparte ante los polacos por Yalta? ¿O ante los cristianos por la crucifixión de Jesús?
     Seamos serios. Tanto tú como yo somos responsables por nosotros mismos, por nuestras acciones, por los que son cercanos a nosotros, con quienes nos identificamos. Así es que acepto con entusiasmo la responsabilidad por tus pecados, pues te he elegido como amigo mío. Pero no me siento identificado en lo absoluto con los asesinos de Jedwabne, tal y como tú no sientes ningún lazo con los szmalcownicy judíos de la Gestapo que denunciaron a mis familiares. Ésas son las razones por las que escribo “con cuidado” y “sopesando las palabras”. Polonia está rezando el kaddish sobre las tumbas de los asesinados. Y el kaddish se dice con solemne dignidad, y no con un lamento.
     Tuyo, con afectuosos saludos,
     Adam

Querido Adam:
Cuando te enfrentaste a las revelaciones de Jan Gross sobre el horror en Jedwabne, estabas en lo correcto al explorar “el lado oscuro de la memoria colectiva polaca”; estabas en lo correcto y estabas siendo intrépido, en el contexto caldeado por el debate en Polonia. Pero, ¿por qué asumiste que yo “reaccionaría en forma similar, con un ejercicio de contemplación sobre los aspectos más oscuros de la memoria judía”? En el verano de 1941, los judíos de Jedwabne no hicieron otra cosa que morir. No acepto que los acontecimientos de Jedwabne merezcan provocar ningún autoexamen judío especial. Esto, te lo aseguro, no se debe a que los judíos no tengan nada que reprocharse en el mundo. No es la solidaridad con mis hermanos lo que me impide estar de acuerdo contigo. Al contrario. Creo que la solidaridad es a veces un impedimento para una vida honesta y decente. No, insisto sobre la asimetría de este ajuste de cuentas debido a mi comprensión general del prejuicio y la opresión. Si deseas entender el antisemitismo, no estudies a los judíos. Estudia a los no judíos, porque las fantasías y las atrocidades son suyas. Si deseas entender el racismo, no estudies a los negros. Estudia a los blancos, por la misma razón. La idea de que debe haber dos lados en esas cuestiones, de que el prejuicio está fundado en la realidad y la opresión tiene su causa en el comportamiento de los oprimidos, es por sí misma una concesión a la injusticia que ambos despreciamos.
     ¿Quién está en contra del diálogo? Pero el diálogo es ya un lema de esta era sensata. Así es que pensemos un poco más arduamente sobre el diálogo. No es la única forma de discusión moral; ni siquiera es la única forma de discusión respetuosa. Pues el diálogo supone una simetría perfecta entre los individuos que participan en él. Su belleza ética se debe a la igualdad entre interlocutores que postula. Pero con frecuencia esta igualdad entre individuos es elevada erróneamente a una equivalencia de puntos de vista. La premisa de una invitación al diálogo es que hay verdad en lo que tú dices y hay verdad en lo que yo digo. Frecuentemente, éste es el caso. Pero, ¿y si tú tienes toda la razón y yo estoy totalmente equivocado? Seguro que esto es posible. Entonces, nuestro “diálogo” debe consistir en mi admisión del error, que por supuesto no menoscaba mi dignidad. No veo que en una discusión sobre Jedwabne entre polacos y judíos haya una simetría dialógica entre los interlocutores. Unos han padecido a manos de los otros. Esta ausencia de simetría no quiere decir que unos sean superiores a los otros: no hay superioridad moral en el sufrimiento. Significa tan sólo que la historia es asimétrica. Esta asimetría es una cuestión empírica. Y también es una cuestión de experiencia común: hay mucha desigualdad de poder en la vida cotidiana. Como resultado de esa desigualdad, nos herimos los unos a los otros de muchas formas, y estas heridas no pueden ser comprendidas y absueltas mediante ficciones de paridad. En situaciones de este tipo, es preciso tener una conversación, pero no estoy seguro de que debamos tener un diálogo. Si alguna vez hago algo para herirte, tú tendrás el derecho a esperar de mí más que un diálogo. (Estoy hablando en términos generales: no me debes a una disculpa por Jedwabne.)
     Tú apelas, razonablemente, a “la disposición gustosa de comprender al adversario”. Consideras esto como un elemento esencial del diálogo. ¿Estás diciendo que los judíos en Polonia eran los adversarios de Polonia? Tu idea de equivalencia dialógica parecería exigírtelo, pero no veo cómo puedas querer decir esto. De hecho, estoy seguro de que no quieres decirlo. Pues tiene un tono terriblemente parecido al de la afirmación sobre los judíos hecha por Zofia Kossak-Szczucka (“Aun así los consideramos los enemigos políticos, económicos e ideológicos de Polonia”), que citaste y reprobaste en tu artículo original. Recientemente he aprendido más sobre su heroísmo, y también sobre su visión del mundo. Tienes razón: el bien y el mal pueden vivir juntos en la misma alma. Sin embargo, aún me rehúso a aceptar tu versión de sus contradicciones como una base adecuada para la reconciliación entre polacos y judíos. El respeto por el otro no es firme ni confiable si es siempre un acto de autosuperación. ¿Debemos en verdad conformarnos con tan poco? Si piensas que el antisemitismo es un rasgo que no puede erradicarse de la vida polaca, entonces deberías decirlo. Pero nunca te he considerado un pesimista en asuntos de conciencia.
     Cuando escribes que, como consecuencia del libro de Gross, “los polacos sienten ahora una pérdida de la inocencia”, me quedo pasmado. ¿Qué nación tuvo alguna vez una inocencia que perder? Me parece difícil dignificar el desengaño que describes, ya que esto oscurecería e incluso anularía la valiosa distinción entre historia y memoria. La memoria no nutre menos por mentir, y la memoria colectiva miente más espléndidamente que ninguna. Pero la memoria no es nuestra única fuente de conocimiento sobre el pasado, ni nuestra fuente más confiable. Es indudable que la tarea del intelectual consiste en rectificar la memoria con la historia. Hablando en términos históricos, hubo momentos en que los polacos fueron víctimas y momentos en que fueron verdugos. (Lo mismo es verdad respecto de los judíos, aunque el tiempo en que ellos fueron víctimas, cuando carecieron de todo uso o abuso del poder, fue desesperadamente largo, e incluyó los siglos de sojuzgamiento judío en Polonia.) Y hubo momentos en que los polacos fueron tanto víctimas como verdugos. Pero nada de esto tiene que ver con la “inocencia”, que no es tanto una forma de la memoria colectiva como del engaño colectivo. Entiendo por qué las generalizaciones de identidad te hacen sentir incómodo. A mí también me sacan de quicio. Esas generalizaciones deben hacerse concretas, como tú insistes. Pero me es difícil imaginar cómo alguien, con excepción de los cosmopolitas, puede vivir sin ellas; e incluso los cosmopolitas generalizan sobre sí mismos. Aún más importante es que esas generalizaciones representan un reconocimiento de los grupos como agentes morales, lo que constituye el tema de nuestra disputa. (Consuela saber que caemos, todos nosotros, bajo muchas generalizaciones. Yo no soy tu amigo, soy tus amigos.)
     Si todavía estoy “en el asidero de los estereotipos judíos”, te aseguro que el asidero no es “cómodo”: en mi existencia como judío he sido consciente por largo tiempo del peligro que la memoria colectiva plantea a la probidad intelectual. Ciertamente somos morbosos. Pero ¿”un triunfalismo del dolor”? Eso también es un estereotipo sobre los judíos, con Rabbi Klenicki o sin él. En estos días, es el estereotipo “avanzado”, el estereotipo preferido de ciertos críticos de la cultura judía contemporánea. Yo mismo solía abrigarlo. Pues la prominencia del Holocausto en la identidad judía es evidente, y es desafortunada. Sin embargo, también es comprensible: ¿cómo podría una catástrofe de esa envergadura no abrumar a una comunidad, no dejarla estupefacta, no romper su corazón, no amargar sus expectativas de vida, no fijarla por lo menos durante una generación en la pena, el enojo y el miedo? Yo también deploro que la cultura judía se haya vuelto cada vez más una cultura de conmemoración, pero yo también tengo algo que conmemorar. (Recuerda, soy un hijo de Drohobycz y Stryj.) Te diré esto: nunca he conocido a un judío que “decidiera que sólo la tragedia judía es digna de preservarse en la conciencia general”. La insinuación no es digna de ti. (Cuando luchabas por acabar con la tragedia del comunismo, ¿tuviste alguna dificultad en hallar aliados judíos?) Tras la aniquilación casi completa de los judíos europeos, no es el espectro del triunfalismo lo que los judíos deben expulsar de entre ellos, es el espectro del derrotismo. Los judíos deben idear una forma de honrar lo que saben del mundo sin ser arruinados por lo que saben sobre el mundo. ¿Deberían olvidar lo que saben sobre el mundo para ser exculpados de un “triunfalismo del dolor”?
     No me considero en ningún sentido “mejor” que tú. Además, no te consideré, ni un solo momento, como “un antisemita”. Además, no fui sarcástico cuando te atribuí una exquisitez moral: hay peores vicios, y en otras circunstancias has hecho de ello una virtud. Además, los judíos no crucificaron a Jesús. Por lo que respecta a tu aceptación de la responsabilidad por mis pecados: te advierto, amigo mío, es una responsabilidad demasiado terrible para que tú la soportes.
     Con afecto,
     Leon. ~

     — Traducción de Marianela Santoveña

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