Creo que fue José María Valverde quien declaró que, de muchacho, había leído y releído con admiración las traducciones de poesía inglesa de Marià Manent (1898-1988) sin sospechar nunca que se debieran a un poeta catalán: tan perfecto y elegante era su castellano. La anécdota resulta muy reveladora del desconocimiento que ha escamoteado durante mucho tiempo las múltiples facetas de esta excepcional figura literaria. Un injusto desconocimiento que aún no se ha acabado de disipar y es achacable a motivos tanto políticos como estéticos. Al terminar la Guerra Civil y en razón de su talante liberal y cosmopolita, de su condición de escritor en lengua catalana y de su participación en el desarrollo de la cultura de la Cataluña moderna (de muchos de cuyos protagonistas fue amigo), Manent se vio prácticamente relegado al silencio. Para ganarse el sustento trabajó el resto de sus días en la editorial Juventud, donde en años de estricta censura realizó una labor posibilista de difusión de autores españoles y extranjeros de calidad. Fue en esa década de los cuarenta cuando, fuera de su tierra sobre todo, se fraguó la imagen reductiva (confirmada por Valverde) del Manent excelente traductor de poesía en lengua inglesa. Pues, a causa de las injustas restricciones que por entonces pesaban sobre la publicación en catalán, Manent se vio obligado a proseguir en castellano la labor de traducción emprendida en su lengua desde su primera juventud. Y, paradójicamente, a tan tremendo atropello debemos La poesía inglesa, ese tesoro de centenares de admirables versiones que abarcan desde el Beowulf y Chaucer hasta Dylan Thomas y los más estrictos contemporáneos. Un corpus que en 1958 Janés recogió en un volumen de más de 1.300 páginas y que se prolonga en otros de contenido más particular, como los dedicados a Emily Dickinson o a la poesía irlandesa. Por sus diarios sabemos que Manent se preparaba para traducir al castellano leyendo a poetas como San Juan de la Cruz, Lope de Vega y Juan Ramón Jiménez. Y, además, movido por un afán de divulgación, en 1950 llevó a cabo y tradujo al castellano una orientadora y exquisita antología de poesía catalana contemporánea que quedó sin publicar hasta 1999 (por la editorial Pre-Textos).
La culminación de la obra de Manent se produjo ya a una edad avanzada, coincidiendo con la mayor tolerancia del tardo-franquismo hacia una cultura catalana de difusión muy reducida y, después, con la llegada de la democracia. Mientras consolida y prosigue su labor de traducción (ahora en catalán), en 1961 publica el que quizá sea su libro de poesía más logrado: La ciutat del temps. Y en 1968 A flor d’oblit revela su importantísima faceta de escritor de diarios, cuya siguiente entrega, El vel de Maia, ganará el premio Josep Pla de 1974. A raíz de su creciente normalización, la cultura catalana recupera y aprecia a Marià Manent, sobre todo en cuanto guía, promotor, intérprete y transmisor en el medio literario: un Manent que, por ejemplo, colabora asiduamente en publicaciones periódicas y cuyos ensayos se reúnen en volúmenes como Poesia, llenguatge, forma (1973). Pero su obra creativa se caracteriza por una discreción que no favoreció su reconocimiento y difusión, como sucedió con las de Espriu, Salvat-Papasseit, Brossa o Foix, mucho más llamativas por su experimentalismo o por sus repercusiones políticas. Todavía a principios de los ochenta y bien avanzada la recuperación de la cultura catalana no había ediciones recientes de los libros de poesía de Manent, quien pasaba por un mero epígono exquisito del Noucentisme, y, más en concreto, de su amigo y maestro Josep Carner, la edición de cuyas poesías completas cuidó y para la que escribió un prólogo iluminador. Sus magníficos diarios, por otra parte, quedaban oscurecidos por los inmensos del genial Pla, el diarista catalán por excelencia.
Pero la situación cambió cuando el poeta Àlex Susanna se propuso recuperar a Manent junto a otros poetas injustamente postergados bajo la acusación de conservadurismo estético, como Josep Sebastià Pons y Tomàs Garcés. Manent entregó a Àlex Susanna los centenares de páginas inéditas de su diario que compondrían L’aroma d’arç (1982). Animado por este relanzamiento tan tardío, Manent incorporó también al volumen de su Poesia Completa (1986) un libro inacabado, en marcha, que contiene algunos de sus mejores poemas: El cant amagadís.
Teniendo en cuenta la irregular y más bien escasa difusión de la literatura catalana en el ámbito del castellano, no es de extrañar que, de las obras de Manent traducidas a esta lengua, salvo algunos poemas en antologías, no haya ya prácticamente ninguna disponible. Dos colecciones de ensayos fueron publicadas por editoriales hace largo tiempo desaparecidas. Al cesar también las actividades de la editorial Trieste, fue saldada con el resto de sus fondos la amplia selección de sus diarios que llevaba el título de Diario disperso. Consultando al autor, José Agustín Goytisolo había traducido pulcramente la mayor parte de la poesía de Manent para Marca Hispánica, una colección bilingüe patrocinada por la diputación de Barcelona y ya hace tiempo ausente de las librerías. Incluso la mayor parte de las celebradas traducciones de otros autores al castellano debidas a Manent, como la fundamental La poesía inglesa, resultan actualmente inencontrables, con la excepción de las de Emily Dickinson (en Visor) y de las también bellísimas de Borís Pasternak (en La Veleta/Comares), realizadas a partir de una versión literal del ruso.
Marià Manent fue un escritor bastante precoz. La primeras anotaciones de sus diarios (1918) nos lo presentan, bajo el magisterio de D’Ors y de Carner, en una Barcelona noucentista de cafés y paseos suburbanos semejante a la evocada en las primeras piezas para piano de Mompou o a la del Quadern gris de Pla. Pero aquí el contrapunto rural lo ofrece el delicadísimo paisaje mediterráneo de Sant Pere de Premià (Maresme), de donde procedía su familia y que enmarca la tristeza del amor no correspondido que inspiró sus primeros libros de poemas: vendimias y bosquecillos de pinos; huertos con naranjos a la luz de la luna y acacias florecidas en una primavera incierta. Se trata de poemas noucentistas de un perfil nitidísimo, donde, a diferencia de los de Carner, Guerau de Liost o Francis Jammes (en parte sus modelos), reinan las sombras, la soledad y el silencio, aproximándose así al simbolismo más esencial.
Manent alcanza su madurez avanzados los años treinta, al ir asimilando un ambicioso aprendizaje de lenguas y literaturas extranjeras llevado a cabo en Barcelona (ciudad desde la que sólo efectuó cortos viajes, con la excepción de algunas temporadas en Ginebra a partir de 1960). El grado de información de Manent era proverbial, y a este respecto siempre se subraya que en sus Notes sobre literatura estrangera de 1934 hablara ya, por ejemplo, de la Work in Progress joyceana. Pero el conocimiento directo de otras literaturas no se limitaba en Manent a las novedades contemporáneas o era puramente informativo. Sus vastas lecturas estaban orientadas por las afinidades descubiertas durante la realización de su propia obra. De ahí que, como Borges, Cernuda o Gil de Biedma, convirtiera a la lírica en lengua inglesa en una tradición libremente adoptada. Y esto por una doble razón. A Manent, cuya principal fuente de inspiración era la naturaleza, tenía que resultarle enormemente atractiva una poesía como la escrita en inglés, tan centrada en este tema, que enfoca exhaustivamente y en todos sus matices. Y, por interés en su respectivo tratamiento de la naturaleza, Manent también compondría varios volúmenes de bellísimas traducciones indirectas de poesía china (al catalán) y uno de Pasternak (al castellano). Pero, además, las reflexiones de los líricos ingleses sobre su propio oficio despertaron en Manent, al igual que en tantos poetas modernos, una inquietud teórica en torno al proceso creativo, tal como se manifiesta en los títulos castellanos de sus libros de ensayo: Cómo nace el poema (1962), Palabra y poesía y otras notas críticas (1971).
La poesía en lengua inglesa de todos los tiempos fue para Manent un constante modelo creativo que, a fin de ser mejor leído y asimilado, había que traducir. Tal poesía funcionaba para él como una inagotable cantera de la que iba extrayendo sucesivas entregas de traducciones, entregas cuyo encanto consiste en su condición de antologías personales, y de las que quizá el mejor ejemplo sean las Versions de l’anglès (1938), revisadas y ampliadas en 1983 con el título El gran vent i les heures. Las traducciones de Manent se distinguen por estar seleccionadas predominantemente en función de sus preferencias exquisitas y de su ilimitada curiosidad: los poemas, a menudo maravillosas rarezas rescatadas por un gusto infalible, aparecen ordenados (y hasta, a veces, justificadamente fragmentados) con tanto cuidado dentro del conjunto como si se tratase de un libro propio. La recreación de los textos resulta tan lograda en la nueva lengua que, al igual que sucede con otros grandes poetas-traductores como Fray Luis de León, Pound u Octavio Paz, la versión cobra entidad propia y se disfruta independientemente, aun pudiendo leer el original.
El grado de identificación con una sensibilidad foránea resulta tan asombroso que, siguiendo a Gimferrer, el mismo Manent llegó a plantearse la cuestión de si sus traducciones formaban parte de la propia obra poética. Pues, por otro lado, se da el caso de que ciertos poemas suyos de temática inglesa (“El David de la catedral de Salisbury” o “Noia francesa a la National Gallery”, por ejemplo) parecen traducciones magistrales de esa lengua, un fenómeno que también se aprecia con frecuencia en Cernuda (basta pensar en composiciones como “Cordura”, “Impresión de destierro” o “Cementerio en la ciudad”).
Este extremo de transculturación que lleva a incorporar la mirada y la sensibilidad de un extraño (de un inglés, más en concreto) se manifiesta sobre todo en El vel de Maia, el diario correspondiente a los años de la Guerra Civil. Se ha criticado injustamente en este libro el contrapunto entre los horrores de la Barcelona en guerra, donde el escritor trabajaba, y la paz casi inmutable del Montseny, donde su familia se había refugiado: ¿cómo es posible fijarse en los delicados matices del paisaje, mientras alrededor arrecian el sufrimiento, la destrucción y la muerte? Sin embargo, en este libro único Manent no hace sino captar el contraste entre tiempo natural y tiempo histórico: subrayar la paradoja de que la naturaleza prosigue impasible su ciclo a pesar de los desastres de la historia, contribuyendo a paliarlos (aunque sea mínimamente) con su regularidad y belleza. En El vel de Maia hay, por una parte, una visión brutal y frenética (semejante a la de las fotografías de Centelles o a la de los corresponsales extranjeros) de la Barcelona bélica: bombardeos, luchas intestinas callejeras, miedo y sordidez. Por otra, está el Montseny, las laderas y los bosques cantados por los noucentistes, donde la Cataluña mediterránea parece disfrazarse de Europa septentrional. Allí, los menudos incidentes cotidianos de una casa hasta la que llegan los ecos de la guerra se rigen por el paso de las estaciones, cuyos cambios en el paisaje se observan con una minuciosidad digna de un naturalista o un meteorólogo, con un enfoque microscópico afín, no sólo al de la poesía inglesa, sino también al de la china o la japonesa.
Pues Manent declara en el prólogo a La ciutat del temps que la poesía surge de la captación de misteriosas analogías casi imperceptibles en la superficie del mundo. De ahí la atención que presta a los pequeños cambios, a los arabescos de la naturaleza; su placer de enumerar el abigarramiento de lo minúsculo. Y de ahí también su interés en la disolución de la forma en el arte moderno, que le inspiró sus penetrantes Notícies d’art (1981). Para Manent la imagen poética responde a un misterio inmanente, sensible: a la apariencia enigmática (“silenciosa”) de una naturaleza que se expresa ocultándose, retrayéndose en el fenómeno inexplicable de las correspondencias que las cosas mantienen entre sí, igual que (en el poema que él mismo cita como ejemplo) la forma de la lira relaciona la cola de un pavo real con la rama de un cedro suizo.
Al inscribirse en el tiempo, esta enigmática belleza (“indiferent, com l’atzar o la nit”) da lugar al carácter ambiguo de la poesía de Manent, que no es claramente celebradora ni elegíaca, ya que en ella las cosas quedan como suspendidas entre su desaparición y su reaparición en los ciclos de la naturaleza: “La vida passa, es fon, i torna, i brilla”. Al igual que Unamuno en el ansiado y utópico cielo de su soneto o Maragall en la petición a Dios del “Cant espiritual”, hay también en Manent un intento de salvar lo concreto que se resuelve en su segura recurrencia. Así, en uno de sus últimos poemas una mujer cumple setenta años, pero el tiempo parece no haber pasado porque, al verla entre la vegetación renovada de su jardín, el instante “melangiós […] tot s’aroma i s’empelta/ d’eternitat subtil”.
En otros poemas de Manent (sobre todo en los de La ciutat del temps) se llega a trascender lo sensible hasta alcanzar el umbral de su reverso misterioso, lo mismo que en las figuras que forma la nieve al derretirse se entrevé, más allá de la unidad de la conciencia, el fondo insondable de los sueños (“La neu que es fon”). En “A la meva filla Maria quan tenia un any, en temps de guerra”, por ejemplo, una extraña analogía auditiva sugiere la enigmática indisolubilidad de la muerte y la vida, un enigma que también inspiró “Enterrament d’una noia a Sallagosa”, donde, en cambio, la muerte, lo único inesperado en medio de la regularidad de la naturaleza, queda vencida por la esperanza en una orden superior: “Se t’esborren el cant/ de la guatlla i la neu, però et duu/ l’Eternitat mel secreta. I, abella adormida,/ a la cel.la t’ajusta”. Son poemas sobrecogedores y de una parquedad que recuerda a los del Yeats tardío. Grandes poemas que por sí solos servirían para desmentir el lugar común del Manent poeta secundario o “menor”. ~
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