En El pez en el agua, en un memorable capítulo sobre los talentos desperdiciados de la cultura del Perú, Vargas Llosa narra el sino de un grupo de amigos y contemporáneos, especialmente dotado para las artes y las ciencias, que se pierde en destinos trágicos, vidas truncas, trayectorias rotas. No puede ser otro el epitafio de Luis Ignacio Helguera (México, 1962-2003): premio al mérito académico en sus estudios de filosofía y licenciado con los máximos honores con una tesis sobre Heiddegger que, en opinión de sus maestros, es una precoz obra maestra; sus derroteros intelectuales lo llevaron a practicar el ensayo literario, la crítica musical (hasta convertirse en uno de los mejores comentaristas musicales del país, como atestigua su libro El atril del melómano), el aforismo (recogidos en el libro Ígneos), el cuento (cuyo título más emblemático y representativo es El cara de niño) y la poesía (con libros tan significativos para su generación como Traspatio y Murciélago al mediodía).
Quizá la línea secreta que une toda su obra de creación sea la concisión y la permutabilidad de los géneros: sus aforismos tienen la elegante economía de medios de sus poemas: “Ni sí, ni no, ni ni”; “El velorio es una fiesta sin anfitrión”; “La lluvia es de ayer: cuando llueve, está lloviendo en patios de ayer. Por eso cuando llueve, miramos melancólicos por la ventana”; “El mar: única monotonía que no cansa”; “Soñé que no podía dormir, y que al fin me dormía y soñaba que no podía dormir. Desperté exhausto”. Sus poemas son también pequeños relatos en prosa, con la inteligencia-bisturí de sus aforismos: Helguera fue un poeta del instante, de lo cotidiano vuelto trascendente a fuerza de decantación y sutileza; sus cuentos, de aliento contenido, son historias redondas, breves, a caballo entre la fábula y el aforismo largo, siempre con alguna paradoja o giro irónico como secreto motor narrativo, cuentos que son pequeñas minucias astronómicas perfectamente observadas. Helguera unía un sentido de respeto artesanal por la palabra escrita con una agudísima inteligencia para encontrar nuevos vinos en odres viejos, a la manera de sus maestros y/o modelos: Rossi, Monterroso, Morábito…
Además, fue también editor, primero como redactor de Vuelta y luego como jefe de redacción de la revista musical Pauta, de su amigo y mentor Mario Lavista. Por si fuera poco, su antología del poema en prosa publicada por el Fondo de Cultura Económica es de obligada consulta y una buena forma de acercarse a sus afinidades electivas, abiertas y secretas.
Por ello, al dolor y la impotencia de la muerte de un amigo se añade la sensación de pérdida enorme para nuestra cultura. Destino trágico, vida trunca, trayectoria rota. Con el ego del artista que escenifica su suicidio “atado al potro del alcohol” delante de sus amigos, que lloran en silencio su ruina diaria mientras se resignan a acompañarlo una vez más, después de agotados todos los recursos de la cordura, a tomar una última copa que nunca es una ni última, Nacho vivió absurdamente insatisfecho, pese a tenerlo todo: talento, inteligencia, una mujer y una hija bellísimas y extraordinarias, buenos y leales amigos, una familia central en la cultura mexicana como apoyo y una serie infinita de pasiones que pueden acompañar una vida de por vida. Pero sus fantasmas internos tenían prisa y otros planes.
La verdadera pasión que regía su vida era el ajedrez. No sólo como el excelente jugador que era, imaginativo y audaz uno de los grandes jugadores mexicanos en el uso de los peones y experto donde los haya en la defensa francesa (que simula una taimada contención en el bando negro para luego contraatacar con furia sobre las desprevenidas piezas blancas), sino porque le fascinaban el ajedrez y su cultura, el ajedrez como metáfora del mundo. Por ello no sólo hablaba del asunto con Juan José Arreola, al que le hizo una célebre entrevista, o con su tío Eduardo Lizalde, o recitaba de memoria los sonetos de Borges, o analizaba al detalle La defensa de Nabokov, sino que tenía toda una colección de frases célebres sobre el ajedrez y un interminable catálogo de dichos populares. Llegó incluso a estudiar la vida y la obra de Carlos Torre, el jugador yucateco que derrotó a Murphy y Lasker e hizo tablas con Capablanca y que, sin duda, es uno de los grandes de todos los tiempos, pese a que su meteórica carrera se interrumpió apenas empezada por una enfermedad mental. Nacho conocía de memoria partidas enteras de Torre y fue el primero que me descubrió el célebre encuentro contra Dupré, en donde el genio yucateco obliga al rey rival, jugada tras jugada, a “suicidarse” delante de sus peones, como magnetizado por las piezas enemigas. La partida pasó a la historia del ajedrez como una de las más bellas de todos los tiempos, inmortalizada con el título de “El rey encantado”.
Por ello jugar con Helguera era una delicia: por ser un rival temido y casi siempre victorioso, pero también porque el juego en sí se convertía en un diálogo, antes, durante y después, sobre la cultura del ajedrez y sus metáforas. Y por extensión, sobre todo lo demás que nos unía: la literatura, la pasión dolida por la ciudad de México, la música…
Nacho era el líder de una tertulia de ajedrez que acabó convertida en una pequeña institución semanal para sus integrantes. La mañana de los sábados, en la cafetería de la librería Gandhi, con el novelista Daniel Sada, con el pintor Gustavo Aceves, con el asesino del gambito Alberto MacLane, con el historiador y editor del Instituto Mora Hugo Vargas, con el narrador Armando Alanís, y luego los jueves por la noche, en un sistema de casa rotativa, al que luego se sumarían el poeta Luigi Amara y Jorgito Hernández, nos reuníamos a imaginar conjuras y celadas en nuestro universo-tablero de 64 escaques e infinitas posibilidades. Con la puntualidad que rige las pasiones genuinas e innecesarias, nos reuníamos a jugar y Nacho era el centro indiscutible de aquellos aquelarres, en donde nunca faltaron los excesos, dentro y fuera del tablero; competitivo, festivo, desbordado, su performance era insustituible. Incluso esa pasión nos hizo competir en el abierto por equipos de la primera fuerza de México, en un memorable viaje a Tlaxcala en donde nuestro equipo, titulado modestamente Nabokov, compuesto por Aceves, Alanís, MacLane, Helguera y quien esto escribe, logró un meritorio cuarto lugar nacional.
Con Nacho jugué en los escenarios y las circunstancias más dispares: desde los bucólicos jardines del hotel San Miguel Regla de Guanajuato, cuando coincidimos en un Festival Cervantino, hasta el insólito torneo que protagonizamos en un table-dance, para pasmo y angustia de las bailarinas que no entendían como unos “varoncitos” podían concentrarse en las “fichas” y el tablero y despreciar, cierto que sólo por turnos, sus alegres contorsiones en el escenario.
Estas líneas no pretenden ser una valoración objetiva de un autor y una personalidad cultural: son sólo el veloz retrato de un amigo entrañable, genial y atormentado, al que el polvo del destino se llevó a urdir jaques mates a otros demonios. ~
(ciudad de México, 1969) ensayista.