Tres poemas

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Un relámpago, apenas Frente al espejo, yo, la inevitable: nada que agradecer en los últimos años, nada, ni siquiera la paz con las señales de los renunciamientos, con su color inmóvil. Esta piel no registra tampoco el esplendor del paso de los ángeles, sino sólo aridez, o apenas la escritura desolada del tiempo. Esta boca no canta. Ancha boca sellada por el último beso, por el último adiós, es una larga estría en un mármol de invierno. Pero ninguna marca delata los abismos —ah intolerables vértigos, pesadillas como un túnel sin fin— bajo el sedoso engaño de la frente que apenas si dibuja unas alas en vuelo. ¿Y qué pretenden ver estos ojos que indagan la distancia hasta donde comienza la región de las brumas, ciudades congeladas, catedrales de sal y el oro viejo del sol decapitado? Estos ojos que vienen de muy lejos saben ver más allá, hasta donde se quiebran las últimas astillas del reflejo. Entonces apareces, envuelto por el vaho de la más lejanísima frontera, y te buscas en mí que casi ya no estoy, o apenas si soy yo, entera todavía, y los dos resurgimos como desde un Jordán guardado en la memoria. Los mismos otra vez, otra vez en cualquier lugar del mundo, a pesar de la noche acumulada en todos los rincones, los sollozos y el viento. Pero no; ya no estamos. Fue un temblor, un relámpago, un suspiro, el tiempo del milagro y la caída. Se destempló el azogue, se agitaron las aguas y te arrastró el oleaje más allá de la última frontera, hasta detrás del vidrio. Imposible pasar. Aquí, frente al espejo, yo, la inevitable: una imagen en sombras y toda la soledad multiplicada. Vuelve cuando la lluvia Hermanas de aire y frío, hermanas mías: ¿cuál es esa canción que se prolonga por las ramas y rueda contra el vidrio? ¿Cuál es esa canción que yo he perdido y que gira en el viento y vuelve todavía? Era lejos, muy lejos, en las primeras albas de un jardín custodiado por ángeles y ortigas, paraíso sin sombra y sin olvido. Cantábamos para siempre la canción. Cantábamos nuestra alianza hasta después del mundo. Era hace mucho tiempo, hermana de silencios y de luna. Era en tu adolescencia y en mi niñez más tierna, cuando apenas te habías asomado a las sinuosas aguas del amor, que te apresaron pronto, y aún te vestías contra nuestro candor con el muestrario de las apariciones: la novia fantasmal, el alma en pena o la mendiga loca; pero al día siguiente eras la paz y el roce de la hierba. Cuando te fuiste, faltó el cristal azul en la canción. Era hace mucho tiempo, hermana de aventuras y de sol. Yo era la más pequeña y seguía tus pasos por sitios encantados donde había tesoros escondidos en tres granos de sal, un ojo de cerradura enmohecida para mirar el porvenir más bello y un espejo enterrado en el que estaba escrita la palabra del supremo poder. Tú inventabas los juegos, las tentaciones, las desobediencias. Fueron tantos los años compartidos en fiestas y en adioses que se trizó en pedazos la canción cuando tu mano abandonó la mía. Hermanas de ráfaga y temblor, hermanas mías, las escucho cantar desde las espesuras de mi noche desierta. Sé que vuelven ahora para contradecir mi soledad, para cumplir el pacto que firmó nuestra sangre hasta después del mundo, hasta que completemos de nuevo la canción.               Himno de alabanza ¿Y por qué no he de cantar también yo un himno de alabanza, aunque casi todos los que amé sean ahora igual que la hojarasca que se arremolina alrededor del viento y no puedan jactarse ni siquiera de poder arrojar su propia sombra? Por todo lo perdido, ¿acaso contrariaste mi voluntad de dicha o volví del revés los pasos que me habías señalado? Si celebré con llanto mis bodas con la noche, ¿fue por seguir mi vocación de abismo o porque me cubriste con sábanas de tinieblas cada día? Para nadie la culpa ni para mí el castigo. Fue solamente porque cayó una estrella o porque se precipitaron bajo la luna errónea las mareas. Es la misma señal, el mismo asombro con que sigo cayendo en la espesura, aquí, desde tu mano. ¿Y no he de cantar por eso un himno de alabanza? Te agradezco estos ojos que se agrandan para ver tu escritura secreta en cada piedra; esta boca con el sabor de "siempre", "tal vez" y "nunca más"; las manos y la piel donde arrojan su aliento los emisarios de territorios invisibles; el perfume de la estación que pasa, su ráfaga hechicera ceñida a mi garganta, y el reclamo insistente del sonido que atruena con el cuerno para las cacerías. ¡Ah sentidos, mis guardianes insomnes, refugios instantáneos en un mundo improbable y sin fondo, como yo! Desde lo más profundo de mi estupor y mi deslumbramiento yo te celebro, cuerpo, suntuoso comensal en esta mesa de dones fugitivos, a ti, protagonista de paso en cada historia del amor que no muere, intermediario heroico en todas las batallas de la tierra y el cielo, tú, mi costado de inevitable realidad, delator de intemperies y fronteras, siempre bajo un puñal, entre el relámpago de la tentación y el tajo de la herida. A pesar de tu corazón irascible, yo te bendigo, mar, bestia obstinada; en tu acechanza y en tu letanía pasa el relato del diluvio y mi risa infantil, junto con ese cielo con que sueñas en cada una de tus olas, en cada balanceo, como yo en el vaivén de mi respiración. Guárdame en tu memoria como a un guijarro más, como a un hueso perdido y a estos nombres escritos en la arena, para velar contigo hasta el último día en el insomnio de la inmensidad. Gracias te doy, hormiga, modelo de mis viajes en las exploraciones imposibles, y a la torcaza por la incesante queja que acompañó mis lágrimas y duelos; agradezco a la hierba la tierna protección para mis pies furtivos y a ti, brizna en el viento, por todo el imprevisible porvenir; bendita seas, sombra generosa, sumisa a tanto error y a tantas sombras, y también tú, mi silla, guardiana infatigable frente a la espera y a la lejanía. Yo te celebro, ráfaga, lluvia, enredadera, murmullo enamorado del silencio que habita entre las piedras. ¿O no puedo cantar, amor, la noche de tu ausencia y el filo de tu espada? ¿Quién no lleva en la punta de su arpón una ballena blanca? ~

 

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