Hechos de armas bajo la bandera de Álvaro Mutis

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Una de las muchas cosas que he aprendido de Álvaro Mutis es que una reseña, entre otras acepciones, es "muestra que se hace de la gente de guerra".1 Hoy quiero jugar con la palabra "reseña" tanto en esa acepción originaria como en la más corriente en nuestros días, y pasar revista a un apunte de historia militar que puede llevarnos a una veta hasta ahora soslayada por los estudiosos mutisianos.
     Al comienzo de El último rostro, al hablarnos del manuscrito de Napierski que habría de elucidar los últimos instantes de Simón Bolívar, se nos hace referencia a cierto militar polaco que lucha bajo bandera francesa, y bajo tal bandera encuentra la muerte en una batalla perdida de la Segunda Guerra Mundial.
     Los polacos lucharon contra los alemanes a lo largo y ancho de la ii Guerra Mundial, desde las primeras luces del 1 de septiembre de 1939 hasta la rendición final del Reich. Y pelearon en muchos frentes, recreando su bandera (bialo-cerbona, blanca y roja) en cada arena blanca sobre la que sembraron su sangre.
     Tras la inicua repartición de Polonia hecha por alemanes y rusos, los polacos, acostumbrados ya por la Historia a luchar por una patria que no existía en los mapas, continuaron su enfrentamiento con el Eje allí donde tuvieron ocasión.
     Una vez trasladado a Londres el gobierno polaco en el exilio, con el general Sikorski a la cabeza, los aviadores poloneses se encuadraron en la escuadrilla polaca de la RAF. Marinos polacos se juntaron a la Royal Navy y surcaron los mares bajo la Union Jack, quizá sin saber que su compatriota Jozef Konrad Korzeniowski también había cruzado mares —de agua y de papel— bajo el nombre de Joseph Conrad.
     Y por tierra también fue destacada la participación polaca. Primero lucharon en Francia en la primavera de 1940. Luego aparecieron en Monte Cassino, en esa batalla multilingüe donde la división brasileña compartía frente con la división mexicana, e incluso con los marroquíes del general Juin, que llevaban collares de orejas enemigas, con una ferocidad de mercenarios en guerra extraña que nos recuerda a la saña de los sikhs de aquel relato de Kipling, "A Sahibs' War", "Una guerra de Sahibs".
     Y la brigada paracaidista del general Sosabowski fue una de las unidades más firmes y valerosas en la malhadada batalla de Arnhem, mientras mantenían la posición codo con codo con los escoceses de Urquhart, esperando que llegara la columna blindada de Horrocks, que no llegaría nunca.
     Nimbourg-Napierski, el militar en cuyas manos apareció el manuscrito sobre Bolívar en el cuento de Mutis, podría haber combatido y muerto valerosamente en cualquiera de las citadas batallas, que dieron gloria al ejército polaco.
     Sin embargo, Mutis escoge para la muerte del polaco un hecho de armas muy lateral dentro de la guerra. Una batalla extraña, que sólo los estudiosos de la Segunda Guerra Mundial conocen, y que muchos de los aliados querrían olvidar. Ha pasado a la Historia como la batalla de Mers-el-Kébir, aunque nosotros, hispanoparlantes, tenemos para aquel lugar argelino, cercano a Orán, otro nombre más nuestro (y más sonoro): Mazalquivir. (Hago aquí un aparte para recordar que la turística isla tunecina que las agencias de viajes nos venden con el exótico nombre de Djerba no es otra que la famosa Isla de las Gelves; y por la Condesa de las Gelves escribió el divino Herrera sus más encendidos versos, hasta que, tras la muerte de la dama, abandonó para siempre la pluma, en un gesto que hubiera firmado Jaufré Rudel.)
     ¿Y por qué escoge Mutis Mers-el-Kébir como tumba de Napierski? Veamos cómo fue la batalla y sabremos de sus íntimas connotaciones maqrollianas.
     A mediados de 1940, vencida Francia por los blindados de Guderian y el audaz plan de Von Manstein, el país quedó dividido en dos partes. Una quedó ocupada por los alemanes, y la otra, bajo el nombre de Francia de Vichy, mantuvo un cierto estatus de neutralidad, dentro de una autonomía bastante controlada por el Eje. Las colonias francesas compartieron esa "neutralidad controlada" con la nueva Francia de Pétain.
     De Gaulle —"la France a perdu une bataille, mais la France n'a pas perdu la guerre"— reorganizaba las tropas de la Francia Libre que habrían de volver a pisar los Campos Elíseos cuatro años después, y la Resistencia comenzaba a constituirse en un molesto frente interno para los alemanes. Aun así, los ingleses no estaban del todo seguros de la actitud de la Francia "neutral" de Vichy. Y había un punto particularmente espinoso: la Armada francesa, todavía poderosa, y fondeada en varios puertos mediterráneos, que podía aumentar peligrosamente los efectivos de la Kriegsmarine si los alemanes se apoderaban de ella.

     Inglaterra, aislada y sola, se restañaba las heridas y se preparaba ante una posible invasión alemana (la Operación León Marino, que frustraron esos pocos a los que tantos deben tanto, como diría Churchill). El nerviosismo y la crispación cundían por el campo inglés, y fueron malos consejeros para Churchill, que se perdió en un dédalo de sospechas, intrigas e informaciones equívocas. Ante la duda, el Almirantazgo inglés decidió cortar por lo sano.
     El 3 de julio de 1940 el almirante Somerville, siguiendo las directrices de la 0peración Catapult, se apostó ante la rada de Mers-el-Kébir, donde fondeaba la flota del almirante Gensoul. Poco después comenzó el ataque británico. Los cuatro acorazados franceses, atrapados en el puerto, se entorpecían para responder al bombardeo, y sólo podían franquear la salida en fila india. En pocos minutos el Bretagne zozobró, el Provence embarrancaba para intentar reparar su vía de agua y el Dunker-que, herido, encallaba. Sólo el Strasbourg pudo huir y escapar de la trampa. En aquella jornada sombría para las relaciones franco-británicas cayeron 1297 marinos franceses. Y entre ellos, si nos atenemos a El último rostro, estaba el oficial Nimbourg-Napierski.
     Una vez conocidos los hechos, podemos volver a nuestra pregunta. ¿Por qué es esa, y no otra, la batalla en la que muere Nimbourg-Napierski? Pues porque esa batalla casi oculta, perdida entre el fárrago de la contienda y el papeleo de los aliados, es uno de los hechos de armas más maqrollianos de toda la Segunda Guerra Mundial.
     Nimbourg-Napierski, uno de los hijos de esa Polonia a la que Mutis siempre ha mostrado veneración y afecto, cae en una batalla en la que se dan cita muchas de las constantes maqrollianas. Primera: se desarrolla en el Mediterráneo, mar fecundo en aventuras que, desde hace siglos, es la patria salada de libaneses como Abdul Bashur; y lugar en que descuella, por su importancia en el choque entre Oriente y Occidente, entre persas y griegos, entre turcos y bizantinos (y ya sabemos qué opina de esto Don Álvaro), la isla que le dio a Maqroll el único pasaporte que se le conoce: Chipre, la Isla de Venus.
     Segunda: Nimbourg-Napierski es el asendereado vástago de una dinastía de asendereados polacos, que ha llevado las tristezas y el vigor de la patria polaca por toda Europa, y es lógico que sus pasos le lleven a tierras francesas que fueron romanas en su momento (recordemos la sempiterna querencia de los polacos por Francia y por el latín, lengua en la que se escribe toda la poesía polaca hasta Mikolaj Rej2). Tercera: porque, al fin y al cabo, polaco entre las filas francesas, Nimbourg-Napierski es un personaje doblemente solitario, que lucha por una patria que ya no existe al lado de marinos de otra nación derrotada y escindida. Y, por último —y lo más maqrolliano de todo—, porque Mers-el-Kébir es una batalla en la que los franceses no tienen ninguna posibilidad. Todo lo que ocurra allí es fracaso, es derrota. Y ni siquiera tienen la opción de morir por su patria combatiendo al enemigo. Morirán luchando contra sus propios aliados, sólo por defender su dignidad y su bandera. Es un caso aún más triste que el de Alec Guinness defendiendo su puente sobre el río Kwai. Se trata del honor y la palabra de un caballero, algo que está por encima de frentes y bandos.
     La celada inglesa —una trampa de miedos e intrigas antes que emboscada de cañones— pone a los franceses (y a Nimbourg-Napierski) en un callejón sin salida en el que todos los caminos llevan a la derrota. Es una batalla sin esperanza, un combate de boxeo amañado por las estrellas, en el que la única opción digna es la de salir al ring aunque te cueste la vida. Aunque tu desencantado promotor sea Humphrey Bogart y te diga que ya nada importa.
     La batalla de Mers-el-Kébir, en la que Nimbourg saldrá al paso de la muerte que lo espera, es la misma batalla sin esperanza de Alar el Ilirio. O la de los espartanos en las Termópilas que iluminaba Kavafis. Esa derrota esperada, ese fracaso externo que es un intrínseco triunfo, es —volviendo al África francesa y a Bogart— la otra cara de Casablanca. Al menos, la otra cara de ese Viktor Laszlo ególatra e iluminado que desafía puerilmente a los nazis y que tiene que mantenerse vivo para salvar al mundo. Nimbourg-Napierski, pariente lejano de Maqroll, juega otro juego, como diría Mutis. Y hace otra Historia: la de los verdaderos sacrificados por su patria y por el destino. Por su verdadera Patria, el Destino. ~

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