Sexo, poder y lágrimas

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Señor director:
      
     Escribo desde el Instituto Nacional de las Mujeres, un nuevo organismo público descentralizado creado para eliminar la discriminación de las mujeres en nuestro país, para comentar el número de Letras Libres dedicado a "Sexo y poder", que  ha causado comentarios encontrados y encendidos por aquí.
     Sin duda, alentar el debate y la controversia en el tema de la discriminación entre los sexos es un acierto de su revista, y justamente en ese ánimo agradecería mucho un pequeño espacio para hacer algunas aclaraciones sobre el tono general del debate expuesto por algunos artículos publicados en dicho número.
     Primero una aclaración: trabajo en esta institución desde mi propia posición masculina, e igual que muchos otros hombres y mujeres, el feminismo no es para mí un credo. Sin embargo, eso no me impide reconocer sus aportaciones a la vida de las mujeres y a la de la sociedad en general, como tampoco me impide criticar sus excesos, que como bien señalan algunos de los autores del número en cuestión —Robert Wright, Enrique Serna y Javier Marías— pueden llegar a ser no sólo grotescos, sino contraproducentes para la causa que dicen defender.
     Afortunadamente, tampoco estoy exento del sentido del humor con que tratan el tema dichos autores. Si bien los tres, en su afán de presentar la lucha por la equidad de género como una fuente de contradicciones insuperables, resbalan con argumentos como los que critican —"quieren el poder absoluto", dice Serna, por ejemplo—, es cierto que la idea de que la proporcionalidad sea una medida de todo (idea que critica Javier Marías) no se puede extender a todos los aspectos de la búsqueda de la equidad. Señalar los puntos extremos de cualquier tema, con el fin de descalificar el todo, es uno de los trucos más viejos de la retórica.
     Ahora bien. El artículo más provocador contra la idea de la construcción del género como una forma de organizar la sociedad entre los sexos es, sin duda, el de Robert Wright, quien utiliza las bases científicas del darwinismo para plantear que las diferencias entre hombres y mujeres son más naturales que sociales, y que en esa medida la teoría de género omite deliberadamente los inapelables designios de la naturaleza.
     El argumento darwiniano tiene cierta verdad, pero sólo hasta cierto grado, porque de otra forma podríamos considerar que toda construcción social se encuentra determinada únicamente por la genética y las aptitudes para sobrevivir de cada individuo, lo que conduce a un sinsentido difícil de superar. Llevado hasta ese punto, el argumento se derrumba. Cualquier sistema jurídico, por ejemplo, sería una invención innecesaria de la sociedad y una forma inútil de luchar contra la naturaleza. En este caso los matices son importantes, pero ellos son los primeros sacrificados en el texto de Wright.
     Queda un último comentario sobre el artículo de Amartya Sen. El señor Sen es un agudo pensador económico de la desigualdad, y en esa medida acierta en señalar que la discriminación contra las mujeres repercute negativamente en toda la sociedad y no sólo en el sexo femenino. Encontrar vías para reducirla es, por lo tanto, un activo económico y social extraordinariamente importante en el cual es imprescindible invertir, especialmente si hablamos de un país en el que los recursos económicos son mucho más limitados que en otras naciones. Sin embargo, el artículo de Amartya Sen se encuentra enfocado a los problemas concretos de una sociedad distante de la nuestra en muchos sentidos. Aquí, por ejemplo, no existe la práctica consuetudinaria de eliminar selectivamente a las mujeres durante la gestación, y, en esa medida, el texto nos deja con la sensación de que, finalmente, el problema de la discriminación de género nos es un tanto ajeno, por lo menos en estas formas extremas. Y eso también es discutible, aunque tal vez ese tema sea motivo de otra carta. –

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