La peluca de Lenin

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Es sabido que Lenin sufría por su prematura calvicie. La compensó con perilla y bigotes que acabaron, como su gorra, por convertirse en moda. Hubo de padecer, no obstante, en la clandestinidad, alguna afeitada que lo dejó lampiño. En Viborg, localidad finlandesa fronteriza con Rusia, consiguió una nueva peluca. No era la primera vez que
se disfrazaba. Poco antes —estamos ya en plena revolución: septiembre de 1917— había atravesado Alemania con aspecto y nombre trucados. Su caracterización favorita era la de tartamudo sueco. Ahora, empelucado, incorporaba a un pastor protestante. Él, nada menos, un ateo materialista, ruso aunque quizá con algún ancestro asiático y un bisabuelo judío, petrista, o sea partidario de europeizar a Rusia y, finalmente, admirador de los judíos como prototipo de ese país urbano y cosmopolita que le resultaba deseable.
     Desde luego, esta mezcolanza era poco marxiana. Marx detestaba a los eslavos y a los judíos. Su revolución debía ser conducida por filósofos alemanes, instruidos en historia francesa y economía política inglesa. ¿Estaba Lenin, también, disfrazado de marxista?
     Lo cierto es que la peluca le resultaba inhabitual y, por eso, se la alisaba continuamente. O, por el contrario, se la arrancaba en un ataque de rabia. En cierta ocasión, se la llevó el viento junto con el sombrero, y hubo que lavarla y quitarle el barro. Para evitar estos accidentes, le añadió un vendaje, decorativo y seguro. Lo cierto es que no prescindió de ella hasta el glorioso octubre con sus diez días que conmovieron al mundo, según la fórmula de John Reed. Los camaradas le sugirieron que volviera a la calvicie, a la verdad: la revolución había triunfado. Con todo, no siempre se le reconocía por su aspecto. A veces los guardias le impedían el paso o lo llevaban a identificar a una comisaría. Algún atentado contra él falló porque la víctima fue un tercero al que los conjurados confundieron con Lenin.
     Sabemos que tampoco Lenin era su nombre civil, pero estos seudónimos son habituales entre revolucionarios. Por razones de estrategia y asimismo porque el meterse en la historia lleva a bruscas alteraciones de identidad. La del marxismo de Lenin, inventor del marxismo-leninismo, no es la menor. Al contrario: es la que mayor secuela produjo en el siglo XX.
     En rigor, Lenin ajustó su marxismo tardíamente, cuando estaba exilado en Suiza y leía a Hegel en la biblioteca pública de Ginebra. Advirtió que el marxismo ruso, muy impregnado de positivismo, no era el de Marx. No obstante, siempre hubo socialistas que sospecharon de su identidad política y lo vieron como un terrorista ruso de vieja escuela, un socialista agrario disfrazado de marxista. Roger Caillois fue más lejos y definió a Lenin como una mezcla de populismo ruso (narodniki) y culto a la violencia como inherente a la revolución, conforme a las doctrinas de Albert Sorel, compartidas por Mussolini. Lenin, en efecto, había seguido con interés las enseñanzas del padre Gapón, que proclamaba la ilegitimidad de la propiedad privada, basándose en la idea de que la tierra es de Dios y el pueblo de Dios es el campesinado. Si Plejánov, maestro de marxismo en Rusia, seguía el etapismo de Marx y opinaba que Rusia debía convertirse en un país desarrollado antes de aspirar al socialismo, Lenin, coincidiendo con los populistas, pensaba que se podía ir directamente al socialismo, por medio de una dictadura proletaria de obreros industriales y soldados, bajo la égida del partido único. Fue todavía más allá: incrédulo sobre la integración mundial del capitalismo (la globalización actual, anunciada por Marx), atacó al imperialismo y propició la liberación de las colonias, dando lugar a la ideología tercermundista y al guerrillerismo de los años sesenta, más propio de Blanqui que de Marx, como señaló en su momento Octavio Paz. Cabe sospechar de la integridad de su marxismo, pero es innegable que su sombra se proyectó sobre buena parte del planeta durante la segunda mitad del Novecientos, al menos hasta que cayó el muro de Berlín.
     No me interesa especialmente el académico asunto de medir cuánto de Marx hay o no hay en Lenin, pero sí señalar que su concepción del Estado no es política sino militar. Y quien dice Estado en un sistema totalitario de partido e ideología únicos, dice también sociedad. O, afinando las palabras, dice que la sociedad civil desaparece en el Estado y toda la vida se torna pública.
     En esto, Lenin, al apoderarse del aparato del Estado ruso, no hace sino continuar lo que habían empezado los zares: la articulación de un Estado policial, cuyo modelo —lo estudió con abundancia Hannah Arendt— es la sociedad secreta. Por eso, además, se advierte que no es política la imagen utópica que da de la sociedad en El Estado y la revolución como meta del proceso revolucionario: un conglomerado nihilista de sujetos que viven sin aparato estatal, sin división del trabajo y sin poderes represivos, situación a la que se llega, curiosamente, a través de la ocupación total de la vida por el Estado y la derogación de los derechos individuales y las libertades públicas. Quizá Lenin pensaba negativamente: si todo es Estado, nada es Estado y se cumple el ideal libertario que alienta en el fondo del socialismo.
     El problema se planteó, concretamente, en pleno proceso revolucionario, cuando se expropiaron las tierras de la nobleza, la familia imperial y la Iglesia. ¿Quién se haría cargo de ellas, cuál era el sujeto activo de las expropiaciones? ¿Los comités agrarios, las comunas campesinas, los sóviets del campo? La respuesta tácita la dio el Estado revolucionario, cuando empezó a reprimir a sangre y fuego las protestas obreras y militarizó a los proletarios que intentaba liberar del yugo burgués, no bien retornaron los soldados del Ejército Rojo a sus puestos de trabajo en tiempos de paz.
     Esta fue la encrucijada ideológica del bolchevismo: el Estado es revolucionario y nada hay por encima de la revolución, que es un ente abstracto superior a los sujetos concretos. Sus dirigentes no tienen más remedio que asumir su condición sobrehumana: la redención de la especie en la federación mundial socialista de los pueblos libres. Así se saldarán las deudas contraídas con la historia, que los hombres de carne y hueso son incapaces de cancelar. Por paradoja, la liberación de los seres humanos será obra de superhombres.
     Esta sacralización del Estado revolucionario le permite ir más allá de toda moral, ya que la cumbre de lo ético es él mismo. Lenin aceptará dinero del imperio alemán, pedirá auxilio a sus tropas para defenderse de los ingleses, alentará la posterior unión de los bolcheviques de Berlín con los Freikorps de la ultraderecha, lo mismo que Stalin pactará con Hitler el reparto de Polonia y las repúblicas bálticas, para luego defenderse de Hitler con la ayuda de los imperialismos capitalistas.
     Cuanto se diga del Estado cabe decirlo del partido, que se identifica con él. Dentro de un minoritario partido socialdemócrata ruso, el bolchevismo era una minoría dividida en facciones, que apenas obtuvo un cuarto de los votos en la Asamblea Constituyente, antes de disolverla. Lenin confiaba —locamente, según muchos de sus camaradas— en la revolución socialista europea que estallaría apenas los soldados se insurgieran contra sus mandos, los obreros tomaran las fábricas y los peones del campo ocuparan los latifundios. Las penurias de la guerra civil o social subsiguiente lo tenían sin cuidado. Había demostrado su desdén por el concreto padecimiento humano cuando las hambrunas en el Volga, la guerra ruso-japonesa o las matanzas de pequeños propietarios (kulaks) en pleno proceso revolucionario. No por nada proclamó que su gobierno, modestia aparte, sería distinto a todos los conocidos por la historia universal. En rigor, se convirtió en una minoría terrorista asediada, en cuyo entorno fracasaban los intentos de revolución social.
     En ese punto, el Estado deja de ser el sujeto de la revolución, objeto inexistente, y se convierte en objeto de sí mismo. Su defensa a vida o muerte es la tarea que debe cumplirse a cualquier precio. Se puede contratar con los monopolios capitalistas de Alemania y Estados Unidos, restaurar pequeñas formas de la propiedad privada, admitir la distribución de excedentes agrícolas en manos de los propietarios particulares, pagar premios a la productividad, creando la competencia entre obreros. Así el Estado soviético emprenderá grandes obras hidráulicas, llevará la electricidad al campo, actualizará el aparato industrial y fundará manufacturas de escala para proveer al ejército. Lo mismo que cualquier dictadura ordenancista y modernizadora de las que proliferaron en la Europa de entreguerras.
     Es curioso comprobar que, bajo una doctrina materialista, la experiencia del leninismo sea profundamente idealista, una tarea de sometimiento de la materia a la idea, la más abstracta de todas, el Estado. Si bien el impulso inicial es de un mesianismo megalómano, acorde con el tamaño de la catástrofe que para la civilización implicó la guerra de 1914-1918, la deriva impuesta por la materia de la historia misma disoció la idea del proceso. De tal modo, la Unión Soviética cumplió el programa desarrollista postergado por la Rusia imperial, sin perder, justamente, su perfil de imperio. Esto en cuanto al concreto proceso histórico. En el orden del discurso, siguió hablando de la revolución proletaria universal y de la patria del socialismo, como si fueran compatibles. Intentó romper su aislamiento esquinado por medio de la Tercera Internacional y la fundación de partidos comunistas que dividieron el movimiento socialista, impidiendo sujetar la marejada fascista. Partidos jerarquizados, disciplinados, verticalistas, centralizados y organizados por cooptación, como una logia de dirigentes que debían enseñar al proletariado sus obligaciones revolucionarias ante la historia.
     El socialismo, desde luego, resultó escamoteado en el proceso. Se vio cuando cayeron las murallas que rodeaban al bloque soviético. No las sostuvo un movimiento proletario, sino que ayudó a demolerlas una burocracia ávida de convertirse en una suerte de nueva burguesía lumpen, una repentina oligarquía que manejara, a la vez, el Estado y el capital, que es lo que habían hecho siempre, pero fuera del mercado mundial.
     Lenin se creyó la encarnación de una idea, la que perseguían los tiempos históricos en forma de previsible destino. Pero la historia es la que siempre da a las ideas su cara y su figura. A Lenin le ofreció variables pelucas, barbas, bigotes y calvicies. Los santos de la vieja Rusia eran venerados en forma de huesos. Él lo fue de cuerpo incorrupto, porque la idea no se corrompe y, cuando encarna, lo hace en un cuerpo glorioso que tampoco es corruptible. Eso sí: necesita de unos asistentes que lo mantengan con esa lozanía de los embalsamados, que parecen dormir para despertar en las líricas auroras del futuro. –

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(Buenos Aires, 1942) es escritor. En 2010 Páginas de Espuma publicó su ensayo Novela familiar: el universo privado del escritor.


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