Ilustración: Letras Libres / Fabricio Vanden Broeck

Morir por nada

Hijo de irlandeses emigrados, el periodista Pete Hamill sabe en carne propia que los mojados mexicanos han sido, y seguirán siendo, la fuerza motora que la economía de su país necesita. Llamado de atención para evitar más muertes inútiles, este texto renueva una vieja propuesta: la integración del extraño para fortalecer la propia.
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Cruzaron la frontera en la noche, hacinados en una camioneta. Eran 28, todos hombres del estado de Veracruz, todos llenos de ansiedad y esperanza. El más viejo tenía 35 años, el más joven 16. Les ordenaron que salieran de la camioneta y caminaran un trecho rumbo a la carretera. Pero la carretera estaba a cincuenta millas de distancia distancia distancia y con la luz del día se encontraron en el hirviente desierto de Arizona. No tenían agua. El sol caía a plomo. La temperatura se elevaba a 46 grados.

Comenzaron a morirse el martes. Catorce morirían antes de que los rescatistas aparecieran el miércoles. Algunos venían a Nueva York, esperando encontrar aquí lo que no encontraban en casa: un trabajo honorable. Venían a Brooklyn, Queens y el Bronx, a encontrarse con amigos o familiares que les darían cama y los llevarían a restaurantes donde podrían lavar trastes o limpiar mesas. Venían a pepenar basura para recolectores privados a las tres de la mañana. Venían a quitar el asbesto de edificios en remodelación en Tribeca. Venían a pintar casas y asfaltar banquetas en Bayside, apodar céspedes y setos en Riverdale, a limpiar letrinas y reparar tejados en Long Island, a repartir alimentos, a sudar en fábricas. Por las mismas razones vinieron todos los viejos inmigrantes (incluyendo mis propios padres) a Nueva York: a hacer trabajos que los estadounidenses no harían. Y a construir mejores vidas para sus hijos.

Esos catorce jóvenes mexicanos no esperaban morir en el calor del Valle de San Cristóbal en Arizona, ser encontrados muertos en el paisaje seco, desarbolado, que se encuentra entre las cordilleras montañosas de Granite y Mohawk. Nadie sabe jamás cuándo llegará el golpe. Sus pieles estaban llagadas por el sol abrasador. El agua rezumaba, como la esperanza, de sus cuerpos, deshidratándolos, y uno de los sobrevivientes explicó a sus rescatistas que había bebido su propia orina para seguir viviendo. La deshidratación enloquece a los humanos. Desvarían. Alucinan. Se desgarran las ropas y corren en círculos. Luego mueren. Dijo Johny Williams, director regional en Arizona del Servicio de Inmigración y Naturalización: “Es una de las peores muertes que le puede ocurrir a un ser humano”.

Venían de Las Cloacas, Los Tuxtlas y Coatepec, lugares al margen de la economía mexicana. Alguien del estado de Veracruz les prometió el sueño dorado de los Estados Unidos y arregló que viajaran a la frontera, donde los ayudarían a cruzar. El precio por tal pasaje ronda los 1,500 dólares, así que deben haber ahorrado por más de un año para conseguir la suma. Y seguramente tuvieron, en versión mexicana de lo que los irlandeses alguna vez llamaron “el despertar americano”, comilonas de despedida y mucha bebida, y abrazaron a las mujeres amadas e interpretaron viejas y conmovedoras canciones. Y entonces partieron rumbo a la muerte.

Sí: los polleros que trasladan indocumentados a través de la frontera son maleantes insensibles. Tienen sus contrapartes en China, la República Dominicana y Sudamérica, y existen por una razón: proporcionar un servicio que la ley no cubre. El proceso actual para convertirse en un migrante legal es un horror burocrático. He visto las filas al amanecer en la embajada estadounidense en la Ciudad de México, con varios miles de seres humanos alineados en la cuadra y dando la vuelta a la esquina, en Río Lerma. Son las personas que quieren hacerlo correctamente. Han renunciado a un día de trabajo (a veces dos o tres) y viajado muchos kilómetros a la capital. Esperan tener los documentos correctos. Esperan trabajar pronto en los Estados Unidos. Con demasiada frecuencia son rechazados sin explicación. Pero la esperanza no muere fácilmente.

Entonces los rechazados, o aquellos de lugares apartados de cualquier consulado estadounidense, acuden a los polleros. Están listos para ser desplumados. Y, como los gangsters irlandeses, italianos y judíos antes que ellos, los contrabandistas de seres humanos no sienten culpa alguna por explotar a su propia gente. Hace doce años en Nogales, un pollero (entonces llamado coyote) me dijo: “Yo los cruzo. No me interesa qué pasa del otro lado”.

Lo que pasa con frecuencia es la muerte. El año pasado, según cifras del gobierno mexicano, 409 mexicanos murieron cruzando la frontera, el total más alto jamás registrado (el promedio este año es de una muerte diaria). Una de las razones es la Operación Gatekeeper, autorizada por Bill Clinton en los noventa. Además de una presencia más nutrida de la Patrulla Fronteriza, versiones estadounidenses del Muro de Berlín se erigieron en California, Texas y Arizona, con sensores electrónicos y reflectores deslumbrantes que obligan a los indocumentados a cruzar por zonas infinitamente más peligrosas. Zonas donde se ahogan. O congelan. O cocinan.

Del lado mexicano de la frontera, el presidente Vicente Fox le ha dado a los migrantes una atención sin precedentes, nombrando a un secretario (con nivel de gabinete) para asuntos de frontera, preparando kits de supervivencia para aquellos que insisten en irse, grabando spots televisivos sobre los peligros, despidiendo a oficiales corruptos que roban a los migrantes que regresan. En su primer encuentro, Fox instó al presidente Bush a que implementara reformas benignas. Bush sonrió, asintió y masculló, pero nada concreto se ha hecho, y las muertes continúan.

Del lado estadounidense de la frontera se han formado organizaciones dedicadas a la seguridad de los traslados. Algunas han colocado tanques de agua en el desierto. Algunas recorren las carreteras en busca de almas perdidas. Muchas son dirigidas por sacerdotes católicos y pastores protestantes que insisten en que la acción es más importante que la oratoria pía. Todos entienden que lo que se pasa de contrabando a los Estados Unidos no es droga, sino esperanza.

Obviamente, el propio sistema está roto y sólo Bush y el Congreso lo pueden reparar. Deben hacerlo de inmediato, en nombre de aquellos que murieron hace unas semanas en Arizona. Todo el mecanismo para solicitar visas debe simplificarse y abaratarse. Los migrantes requieren algo más que un regreso al viejo programa de los braceros; sólo el once por ciento de los migrantes mexicanos trabaja hoy en agricultura. Necesitan un verdadero programa de trabajadores invitados, que cubra todos los tipos de labores, uno que proteja a cada trabajador mexicano de la explotación. Se les debe permitir unirse a sindicatos. Deben ser elegibles para todos los servicios públicos. Sus hijos deben ser bienvenidos en todas las escuelas estadounidenses. Un programa inteligente de amnistía le daría la ciudadanía a cada familia “ilegal” con hijos estadounidenses. Después de todo, cada niño que nace en este país es un ciudadano, igual, bajo la ley, que Dick Cheney. Tales niños no deberían preocuparse de que sus padres sean devueltos al otro lado. No deben temer que un tío o sobrino muera alucinando en un desierto sin caminos.

Hace algunos meses, la novelista Carmen Boullosa me dijo que había conocido en Brooklyn a un joven de quince años que había viajado desde el centro de México hasta Nueva York. Solo. Sin familia. Sin amigos. Un niño, solo y su alma. Hablamos del temerario valor del niño y le dije: “Ese es exactamente el tipo de joven que necesitamos aquí”. “Sí”, dijo Boullosa, “y es exactamente el tipo de joven que México no debe perder”. Lo mismo podría decirse de los jóvenes que murieron en Arizona. Nosotros los necesitábamos tanto como México. Pero el horror de sus muertes será mucho peor si, al final, resulta que murieron por absolutamente nada.~

 

–Traducción de Santiago Bucheli.

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(1935-2020) fue un periodista, novelista, ensayista, editor y educador estadounidense.


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