Cuando Germán Arciniegas publicó, hacia 1918, sus primeros artículos en lo que luego sería su legendaria columna de El Tiempo sus preocupaciones eran la libertad de cátedra, la autonomía universitaria y la pérdida de Panamá. Formaba parte de una generación que había leído a Rubén Darío, a José Enrique Rodó y que luchaba por una utopía que más tarde Arciniegas llamaría América Ladina. Plural, híbrida, mestiza. Ochenta años después continuaba con su obsesión. Era un curioso y un activista y cuando los estudiantes lo eligieron su representante a la Cámara, en 1932, no imaginaban que su carrera política se vería truncada por su tardío ingreso a la literatura. Pero el paradójico Arciniegas tumbó los muros de la Universidad y convirtió la extensión universitaria en esa cátedra amena y ambulante que fueron sus libros. El primero de ellos, El estudiante de la mesa redonda, del mismo 1932, resultó un breviario entusiasta que se leyó en todo el continente y que de Fray Luis de León, perseguido por la Inquisición, a los estudiantes venezolanos encarcelados por Juan Vicente Gómez, renovó, con saludable irreverencia, el ambiente clerical de nuestras letras. Tenía gracia y encanto y sabía enlazar lo nuestro con lo ajeno.
Abrió ventanas y a pesar de sus grandes manos de campesino sabanero se le adelantó a su amigo León de Greiff y miró con profundidad y deleite ese mar de bucaneros sintetizándolo en un libro perfecto: la Biografía del Caribe (1945). Gabriel García Márquez, quien la leyó con provecho, diría años más tarde: "Germán Arciniegas, el más prolífero y metódico de todos, el único autor colombiano que disfruta de un mercado internacional y también el único que puede definirse como un escritor profesional".
Pero este poeta de la prosa era asimismo un liberal santista militante a quien la censura conservadora de los años cincuenta veta sus columnas y quien pasó una década de exilio en la Universidad de Columbia, en Nueva York. La distancia le dio una perspectiva más ancha del continente, y de allí saldría la más documentada denuncia de nuestros dictadores: Entre la libertad y el miedo (1952). También allí prepararía El continente de siete colores (1965), una historia de la cultura en América Latina donde aplicaría sus métodos: humanizar a los héroes, reivindicar a las mujeres y brindar desde abajo, desde el pueblo, una nueva perspectiva para reconocer el papel del hombrecito, del don Nadie, en la creación colectiva de una historia común. El arte terminaba por otorgar la consistente continuidad que la política negaba a diario.
Siempre polémico, siempre irreverente, otra de sus tesis la expuso en América en Europa (1975) con un sugestivo acopio documental. Lo que ha ido de América hacia Europa es igual de importante que lo que vino de Europa a América. Este continente de hombres libres tiene derecho a una independencia física, económica y mental.
Quizá por ello sus empresas culturales abarcan, entre otras, la creación del Museo Nacional y el Museo Colonial, la firma del decreto que creó el Instituto Caro y Cuervo y el terco y empecinado vicio de fundar revistas: Universidad, Revista de las Indias, Revista de América, Correo de los Andes. Buscaba espacios amplios y hospitalarios para confrontar las ideas y para que sus amigos de toda América tuviesen tribuna propia: Francisco Romero, Victoria Ocampo, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, con quien preparó una antología de Andrés Bello, Leopoldo Zea, y Arturo Uslar Pietri y Luis Alberto Sánchez. También logró que Jiménez de Quesada, los comuneros y Simón Bolívar volvieran a ser lo que siempre fueron: seres en conflicto, capaces de plantear dudas e incentivar acciones. Todo ello gracias a la ágil prosa de Arciniegas.
Sencillo, humilde y siempre generoso con sus colegas, redactó un libro pionero sobre Fernando Botero (1979) y encontró en la Italia de los Medicis y los Vespucci un paraíso encantado. El de la bella Simonetta. Por ello, en este siglo infame, donde todos los ideales terminan convertidos en negocios perversos, la democrática tarea de Germán Arciniegas constituye la más válida y enérgica de las respuestas. Nos enseñó a pensar por cuenta propia y sus sesenta volúmenes nos acompañan, frescos, ágiles, traviesos. No. Arciniegas no ha muerto. – Juan Gustavo Cobo Borda
(Bogotá, 1948-2022) fue poeta, periodista y diplomático.