“El telón descorrido dejaba ver un escenario que se mostraba entero, solemne, enigmático y vacío. Sus rincones se perdían en la sombra, pero en el centro, brillando débilmente, se alcanzaba a ver un caballo de oro que se levantaba sobre sus patas traseras […] Ni antes ni después hubo en mi vida nada que me produjera tanto placer”. Con esta melancólica estampa describe Mijail Bulgakov, en La novela teatral, su primera visita al célebre Teatro de Arte de Moscú, dirigido por Konstantin Stanislavski y Vladimir Nemerovich-Danchenko. Sin embargo, aun en ese cálido y emotivo recuerdo, el autor no deja de cultivar la vocación satírica que siempre lo caracterizó. El emblema del caballo es una discreta parodia del escudo de la compañía: una orgullosa y delicada gaviota bordada en oro que, en homenaje a Chéjov, adornaba el telón de la sala. A pesar de su euforia inicial, la relación entre Bulgakov y el Teatro de Arte de Moscú (motivo central de esta novela) no sólo distó de ser tersa y cordial, sino que con el tiempo llegó a ser sumamente pródiga en toda clase de disputas, reyertas y pendencias.
Conocido en el mundo por su genial novela El maestro y Margarita, publicada varias décadas después de su muerte, a lo largo de su vida Bulgakov figuró solamente como dramaturgo. Y sus obras, aunque se programaban con frecuencia en varios teatros, rara vez lograron estrenarse. Víctima de la censura, Bulgakov mostró un espíritu indomable y valiente al no abandonar jamás el tono crítico y burlesco de sus piezas: “Quedarse callado va contra la naturaleza de un escritor. Permanecer en silencio significaría que nunca fui un verdadero escritor”, le escribe en una carta a José Stalin en 1931.
Afortunadamente para Bulgakov, cuando sus obras pudieron estrenarse tuvieron un gran éxito. Los días de los Turbin, conmovedor retrato de los sufrimientos de la aristocracia ucraniana durante la revolución, era (nadie ha podido explicar por qué) una de las obras favoritas de Stalin, de quien se dice fue a verla seis veces. Es como imaginar a Calles o a Obregón, emocionados, viendo ¡Qué tiempos aquellos, señor Don Simón!: un viejo general revolucionario, sentado en su butaca, llora la tragedia de sus enemigos (tal vez Stalin veía en la desgracia de los aristócratas una prueba de la superioridad bolchevique).
Como sea, hay muchos testimonios que documentan la relación entre el dictador y el escritor: la mayoría, episodios amargos que exhiben con dolorosa claridad una época de terror intelectual. Por ello, no resulta extraño que Bulgakov se identificara tanto con la figura de Molière, quien a su vez tuvo que lidiar con la censura y los caprichos de Luis XIV y su corte.1
Enemigo declarado de la cultura oficial, Bulgakov consagró su paso por la escena en La novela teatral, obra autobiográfica e inconclusa. En ella, el protagonista describe, a la manera de un thriller, sus esfuerzos por ver su obra puesta en escena (precisamente Los días de los Turbin, referida en la novela como La nieve negra). El autor intenta en vano descifrar los misterios ocultos de las instituciones de cultura. ¿Quién programó su obra? ¿Cuándo va a estrenarse? ¿Cuánto van a durar los ensayos? ¿Cuánto se va a gastar para ponerla? ¿Quién ordena los cortes? Nadie lo sabe y probablemente nadie jamás llegará a saberlo, responde el actor Bombárdov, amigo y asesor espiritual del protagonista.
La novela teatral tampoco desaprovecha la oportunidad para vengarse de los grandes maestros Stanislavski y Nemerovich-Danchenko, a quienes el autor retrata con entusiasmo carnicero: figuran varias parodias del nuevo método actoral del primero, que a juicio de Bulgakov sólo sirve para perder el tiempo, y una escena donde el segundo dirige un ensayo por carta, ya que se encuentra meditando en la India. Lejos de glorificar a estos gigantes, Bulgakov nos muestra un mundo teatral donde los directores célebres son campeones de la arbitrariedad y el autoritarismo.
Aunque en ocasiones parezca distante, el tono de Bulgakov tiene algunas resonancias familiares: recuerda los reclamos de Ibargüengoitia, cuando revive sus desafortunados años como dramaturgo, las críticas del implacable Martín Luis Guzmán al sistema político que México heredó de la Revolución, y esa enloquecida novela apocalíptica, La destrucción de todas las cosas, de Hugo Hiriart (que a su manera es también una novela teatral).
Ahora que se discute tanto sobre las transiciones por las que atraviesa nuestro país, tal vez sea un buen momento para regresar a la obra de Bulgakov y revisar qué tanto hemos podido alejarnos de nuestros propios modelos autoritarios. –
(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.