Rufino Tamayo no ha ingresado a la estela del mito, tal vez porque su muerte es bastante reciente o por su especial modo de moverse en ese espacio que va del ambiente artístico a su obra y viceversa, un modo que no desdeñó, aunque tampoco se acomodó totalmente al caudillismo, a cierto estilo bien definido de caudillismo. Esta comentarista conoció poco a Tamayo; si mal no recuerda su único acercamiento a él fue, en compañía de Jorge Alberto Manrique, una entrevista en su casa de San Ángel para Radio UNAM. Sin embargo, tal vez no sea erróneo pensar que era de hablar parco y severo, y que, pese a sus varios escritos, prefería delegar el lenguaje hacia el interior de su obra. Si, por los motivos que fueran, Tamayo no responde totalmente o no responde de ninguna manera a las características del mito, sí está inserto en el sitial de la consagración. Y aquí entonces cabe preguntarse cómo separar ese estatus de esta otra aproximación a la obra. Quizá lo más edificante sea volver sobre sus cuadros.
En 1926 Tamayo se fue a vivir por primera vez a Nueva York. Esa estancia significó el comienzo gradual de una proyección internacional que incluyó, con el paso del tiempo, exposiciones en los más importantes museos y galerías del mundo. En 1979 el Solomon Guggenheim Museum de Nueva York organizó una gran retrospectiva del artista para conmemorar su ochenta aniversario. Sin embargo, el Museo de Arte Moderno de Nueva York nunca realizó una muestra individual de este pintor, pese a haberlo exhibido en la colectiva "Veinte siglos de arte mexicano" (1939) y a haber adquirido, en 1943, un cuadro suyo. Tal vez algún biógrafo pueda explicar esta voluntaria o involuntaria, sin duda extraña, omisión.
Hace algunos años, el ahora extinto Centro Cultural de Arte Contemporáneo presentó una exposición de Tamayo que recogía aproximadamente los primeros treinta años de su producción. Si recuerdo bien, las fechas iban de los primeros años veinte hasta 1954. La muestra fue un gran acontecimiento porque permitió una visión integral de esa larga etapa formadora. Allí estaban las marcas, el sustrato, sólido como un prisma bajo el sol, del posterior estilo propio forjado por el artista, ese estilo que, aunque permeable a ciertas confluencias, fijó su singularidad. Habría que aclarar, abusando de la metáfora, que en ese largo periodo la densidad prismática de sus telas desplegaba aún un concierto de sombras. Una capilla de Oaxaca (1920) y sobre todo Pátzcuaro (1921), con sus pinceladas impresionistas, poseen colores claros y luminosos; en Naturaleza muerta (1928) una pequeña zona se ilumina de rojo y éste se amplía en Musas de la pintura (1932). Sin embargo, pese a la presencia de tonos vibrantes y a la reiterada aparición del rojo, la atmósfera que domina en muchas superficies tiende a una paleta baja en la que alternan sienas claros y oscuros,grises, azules apagados. La articulación de formas tiende a aglomerarse o reducirse, oscila entre el realismo y una leve tensión abstractizante, entre rasgos suavemente geométricos (cézannianos y cubistas), fauves (Retrato de un aviador, 1929, Atleta, 1930), o expresionistas (Hombre gritando, 1936, Desnudo en gris, 1931). Tamayo elabora imágenes de corte metafísico y se prueba en el retorno al clasicismo de Picasso con Bañistas, de 1930. Una pintura magistral realizada en 1934 es Venus fotogénica: en una estancia colmada de objetos, vertical y ondulante sobre el centro del cuadro, el cuerpo de la mujer condensa y expande su sensualidad hacia muebles, cortinados, rejas, frutas y mandolinas. Tamayo se despliega así en esta época: del abigarramiento a la síntesis que muestra su Retrato de niño (1928), de esta fina figura a la monumentalidad de sus bañistas o de su Desnudo en gris, de la penumbra que sumerge al retrato del niño y a los fumadores pintados en 1931 a la claridad que impregna Vendedora de frutas (1938). Y ensambla planos y volúmenes esféricos, la clásica organización de horizontales y verticales junto a juegos de diagonales que complejizan la estructura. Completa, en suma, un amplio friso, un cruce "heterodoxo" entre tendencias propias de la modernidad internacional. Dialoga con esas tendencias, explora y combina sus rasgos para recorrer las primeras décadas de su consolidación pictórica. Simultáneamente, se acerca y se aleja de lo verosímil, pero sus personajes se asientan sobre el suelo imaginario de la superficie. Los años cuarenta atestiguan una más aguda, abstracta esencialización de las figuras, también su contextura fantasmal, así como el gradual tránsito hacia la conformación de su nítido, diferenciado perfil. Y en ese contexto las Músicas dormidas, de 1950, con su despojada caligrafía formal, significan un momento clave. Las dos oscuras manchas en suspenso sobre la oscuridad más suave de la tierra, una envuelta por ella, la otra recortada sobre el azul del cielo, emergen como la llave que cierra los ambientes sombríos y hace hablar a un vacío iluminado, aún cuando la claridad pugne por aflorar del crepúsculo.
En Hombre y su fantasma (1980), éste toma la forma de una cerradura que imita la postura hierática de su doble. Las Dos figuras de 1975 glosan los trazos del dibujo infantil, el rojo Hombre sonriente del mismo año parece contener una rueda o sol incrustada en su torso, Las gemelas (1975) crean una sinfonía de rosa intenso y franjas verdes. Tamayo juega festivamente con cromatismos intensos y gestos humorísticos; o acciona coloraturas bajas, como en la rica intersección de planos que se entretejen con el fondo del cuadro titulado Insomnio (1958); o como en la aún más intrincada y libre expansión de Olga, retrato dinámico (1958), con sus ásperas pinceladas violetas sobre fondo gris. Y va del gris al siena, de los contrastes tonales a las monocromías. Un cuadro blanco de Tamayo contiene infinitos blancos, como infinito, diverso y homogéneo es su imaginario. En 1978 nos sorprende con el esbozo de un paisaje a pleno sol intensamente amarillo. Mientras el Retrato de Olga (1964) lo reencauza hacia una figuración geometrizada, un hombre con sombrero es una oscilación de manchas, dos o tres figuras apenas perceptibles emergen de fulguraciones rojas y otra figura negra se fuga velozmente hacia los márgenes del lienzo. Lo grotesco: en la década de los sesenta podía entregar una apariencia exacerbada; hoy no, pero esto no desdice el vigor y la genuina pictoricidad tamayesca, que no es épica, sino reconcentrada. La epicidad de este pintor estuvo en su contundente embate contra la doctrina de la escuela mexicana, con su palabra y específicamente con su obra, una obra central que surca y sobrepasará el siglo.
A partir de 1955-1956-1957 Tamayo reintroduce tonalidades umbrías dentro de otro contexto, un espacio sellado a fuego y aire por luz-materia-color. Las figuras no habitan ese espacio, se fijan en suspenso no sobre, sino en él. A veces el color escande la luz, sus tenues, sutiles gradaciones, o sus marcados claroscuros. Otras veces la luz realiza la ofrenda del color. Y siempre el espesor de la materia, su consistencia, hace a la visibilidad. La materia es esencia y concretud, fusionada en engarce perfecto con la luz y el color: serena tríada, nunca violenta, esplendorosa para provocar un estremecimiento de la mirada, un estado en vilo del cuerpo, del ojo que se posa ahora, en este fin de siglo, sobre las telas pintadas por Rufino Tamayo. –