No habrá sido la menor sorpresa de este viaje por las abruptas tierras de la frontera entre la República Dominicana y Haití, encontrarme con un artículo de Eduardo Mendoza, reproducido en un pequeño diario de esta apartada región, anunciando la muerte de la novela. Para alguien que lleva tres años empeñado en escribir una novela de sofá, y que ha subido hasta estas anfractuosidades cordilleranas exponiéndose a la voracidad de los mosquitos a raíz de aquel empeño, las opiniones de Mendoza sobre el estado de salud del género novelesco resultan más bien deprimentes. Sobre todo, porque su maldito artículo es bastante persuasivo.
Él se defiende de quienes lo han criticado por haber extendido una partida de defunción a la novela, alegando que su tesis sólo afecta a una subdivisión o subgénero, no a toda la especie; pero esto, en lugar de arreglar las cosas, las empeora, ya que la variante a la que se refiere, la llamada “novela de sofá”, es en realidad la única que importa (la que abarca de Tolstoi a Faulkner, de Cervantes a Proust, de Balzac a Kafka); las otras, las novelas de “tumbona” o “toalla y sombrilla” —vasto universo donde cohabitan de Xavier de Montepín a Tom Clancey, y del Caballero Audaz a Anne Rice— difícilmente podrían perecer, pues nunca llegaron a vivir, fueron gestadas en series, como las hamburguesas y hot-dogs, para ser consumidas y desintegrarse en las entrañas del consumidor.
Mendoza recuerda, con reprimida nostalgia, la época en la que la novela tenía autoridad, porque el conjunto de la sociedad veía en ella algo más importante que un mero pasatiempo: un género encargado de representar la realidad. Es decir, de organizar de manera coherente e inteligible el caos en que transcurren las existencias humanas y permitir a éstas entender el mundo al ver expuesto su funcionamiento, el transcurso del tiempo, las motivaciones secretas de los actos y las conductas, en las ficciones. En efecto, los lectores de Los miserables de Victor Hugo se precipitaron a saquear la imprenta donde se horneaban los volúmenes de la segunda parte de la novela no sólo porque estaban impacientes por saber la evolución de las aventuras de Jean Valjean, Marius y Cosette; sobre todo, porque esta omnisciente ficción les explicaba el mundo en que vivían y les daba pistas sobre qué eran y dónde estaban, algo que, antes, sólo la religión sabía hacer.
¿Cuándo se resquebraja esa fe en la novela y se inicia la “era de la sospecha”, como la bautizó Nathalie Sarraute? Según Mendoza, con esa confusa transición que se llama el “posmodernismo”, que él prefiere denominar la “posvanguardia”. El afán experimental se apodera del género y, en los años cincuenta y sesenta, “aquellos experimentos, encaminados a forzar los límites de las convenciones narrativas, pusieron en evidencia lo limitado de los límites y lo convencional de las convenciones”. La novela pierde autoridad porque se convierte en un juego. Muy brillante a veces, que resulta en audaces pases de ilusionismo verbal y pirotecnia constructiva; pero, a esos disforzados juglares, los novelistas, se les puede conceder la función de divertir o sorprender, ya no la de hacer la vida verosímil, comprensible el mundo.
Por ese camino, la novela, al tiempo que pierde ambición y seguridad en sí misma, se va refugiando cada vez más en la exclusiva tarea de entretener, erradicando de sus fines toda pretensión filosófica, doctrinaria o moral. Ha principiado la época de la novela ligera, que divierte sin preocupar, como un partido de futbol o un programa de preguntas y respuestas en la televisión. Ahora bien, dice Mendoza, la novela light, “forma honesta, civilizada e instructiva de entretenimiento”, es la “novela que, a mi modo de ver, ya no da más de sí”. ¿Por qué este desahucio? Sospecho que debido a la competencia de otros géneros de ficción, los audiovisuales, con los que la novela light será incapaz de medirse. Los primeros en reconocer su extrema indefensión contra las historias que cuentan la pequeña y la gran pantalla son los propios novelistas light, la inmensa mayoría de los cuales escriben novelas más para ser convertidas en películas que para conquistar a los lectores. De hecho, los grandes best-sellers literarios son, hoy, cada día más, los libros que han pasado ya por la pantalla, chica o grande, y recibido de ella su consagración como productos entretenidos. Esta dependencia total de la palabra respecto de la imagen es el principio del fin de la novela, y, acaso, de lo que hasta ahora entendíamos por literatura.
El diagnóstico de Eduardo Mendoza es probablemente certero, pero, pese a ello, yo no desespero de que la novela de sofá sobreviva e, incluso, sea capaz en el futuro de dar frutos tan óptimos como en el pasado. Mi esperanza no es gratuita, se funda en el siguiente razonamiento. Aunque existe la tendencia a considerar a la novela el género literario popular por excelencia, la verdad es que siempre fue un género de minorías, aunque, sin duda, minorías más numerosas que las que leían poesía, o frecuentaban los teatros para espectar dramas y tragedias. El entretenimiento de veras popular jamás lo proporcionaron los libros, sino los circos, las ejecuciones e inquisiciones públicas, los estadios, y, en épocas modernas, la radio, el cine, la televisión y, pronto, el Internet. Por leve y trivial que sea, un libro exige un esfuerzo intelectual, una reelaboración conceptual e imaginaria de la materia verbal que a la mayoría de los seres humanos, aun en las sociedades más cultas, les divierte muy poco, mucho menos, en todo caso, que aquellas actividades o espectáculos donde pueden renunciar a toda obligación de discernimiento crítico o de co-participación creativa (algo que es inconcebible con la operación de leer literatura, aun de misérrima calidad).
No digo que esté mal que sea así; digo sólo que siempre ha sido así, y que, quienes, leyendo ficciones, la han pasado muy bien, pese, o precisamente por, la inversión de trabajo intelectual e imaginativo que ello les exige, han representado siempre un sector relativamente pequeño del conjunto de la sociedad.
La idea de que la literatura pudiera ser el alimento espiritual de todos es una ilusión contemporánea, derivada de la repugnancia que, para una noción socialista o democrática de la cultura, reviste la noción de elite, de un público exquisito y minoritario dentro del cual surgirían y serían apreciadas y cultivadas las artes y las letras. Sin embargo, ésa es una realidad que en lo sustancial no ha variado con la democratización de la educación y la elevación de la capacidad adquisitiva de los ciudadanos. Ha variado sólo el volumen de las minorías interesadas en la literatura, la música, la pintura, la danza, que es ahora mayor que en el pasado. Pero nunca ha dejado de ser una porción relativamente pequeña, comparada al todo social.
No veo por qué no seguiría ocurriendo lo mismo en el futuro. Esta afirmación es el corolario de mi supuesto anterior, según el cual a la mayoría de la gente jamás le resultó divertido leer ficciones, pues prefería verlas representadas a través de formas mucho más triviales, que no exigían casi un esfuerzo de reelaboración intelectual. Tengo la convicción de que siempre (bueno, en nuestra época siempre es un mero sinónimo de mañana, cuando más) habrá unas minorías para las que esa necesidad de irrealidad, de salir de sí, de perderse por un tiempo equis en un mundo de fantasía, que parece constitutivo a la especie humana, jamás será suficientemente aplacada con las imágenes banales, directas, elementales, de superficie, o estúpidas, de las auténticas diversiones populares.
La literatura light trata de parecerse a estas diversiones reduciendo al máximo los obstáculos al lector, simplificando la forma y esquematizando los contenidos de la ficción para que ésta sea digesta y amena como una comedia cinematográfica o un buen programa de televisión. Esta manera de proceder tendrá, sin duda, a la larga, el efecto contrario al que buscan sus autores: en vez de salvar para la literatura a grandes masas de lectores, convencerá a éstos de que la ficción escrita es mucho menos entretenida que la producida por los grandes medios audiovisuales de manera serial. Si hay un espacio propio para la literatura en el mundo del futuro, se definirá, no por su proximidad y parecido, sino por su diferencia y distancia, con el espacio privativo de la imagen. Es decir, estará hecho esencialmente de palabras y de fantasía, y se ofrecerá al lector como un desafío y una propuesta de colaboración intelectual, para, soñando aquél junto al autor, construir una ficción que, a la vez que redime a ambos temporalmente de las pequeñeces y miserias de la existencia real, les sirva de brújula para guiarse con más seguridad —con una visión menos ingenua y más crítica— a través de las complejidades y tumultos de la vida. Miro a mi alrededor y no veo nada que reemplace a la “novela de sofá” en esta manera soberbia de defenderse contra la miseria de esa condición humana que condena a hombres y mujeres a una sola vida, cuando desean tener mil.
Eduardo Mendoza sugiere, citando la opinión de Ignacio Echevarría y de otros críticos, que la decadencia de la novela podría deberse a que “el sustrato último de la novela es la épica y nuestra época no produce situaciones épicas”. No me convence para nada, ante todo porque no es verdad que nuestra época esté reñida con la épica, si entendemos ésta como la aventura exterior, el ser humano saliendo de sí mismo para hacer frente a lo desconocido y creciéndose, rompiendo sus límites para combatir contra los demonios y los dioses, a fin de sobrevivir. Lo cierto es que, acaso como nunca antes en el largo discurrir de la civilización, ha estado la existencia humana enfrentada a riesgos tan atroces de violencia, e incluso de extinción, como en ésta, la era de las armas atómicas y bacteriológicas y de los descubrimientos científicos y la revolución genética, que, desde los higiénicos recintos de un laboratorio, permite, por ejemplo, deshacer y rehacer cambiada lo que antes llamábamos “naturaleza” humana. Probablemente, la vida actual es más imprevisible, sorprendente, arriesgada y misteriosa que aquella, remotísima, en la que un aeda ciego cantó las hazañas de los héroes homéricos. Que no haya aparecido todavía, no me impide creer que, en este momento, un secreto deicida fragua, empeñado en una lucha mortal con las palabras de una lengua viva, una ficción que será para mi tiempo lo que fueron, para los suyos, el Ulises, Esplendor y miseria de cortesanas o Tirant lo Blanc, y que alcanzaré a leerla antes de volverme fantasma. –
Santo Domingo, 16 de enero de 1999
Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) es escritor. En 2010 obtuvo el premio Nobel de Literatura. En 2022, Alfaguara publicó 'El fuego de la imaginación: Libros, escenarios, pantallas y museos', el primer tomo de su obra periodística reunida.