“Las cosas no son como las vemos sino como las recordamos”, escribió Valle-Inclán. Se refería sin duda a cómo son las cosas en la literatura, irrealidad a la que el poder de persuasión del buen escritor y la credulidad del buen lector confieren una precaria realidad.
Para casi todos los escritores, la memoria es el punto de partida de la fantasía, el trampolín que dispara la imaginación en su vuelo impredecible hacia la ficción. Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de manera a menudo inextricable para el propio autor, quien, aunque pretenda lo contrario, sabe que la recuperación del tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un simulacro, una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado y viceversa.
Por eso la literatura es el reino por excelencia de la ambigüedad. Sus verdades son siempre subjetivas, verdades a medias, relativas, verdades literarias que con frecuencia constituyen inexactitudes flagrantes o mentiras históricas. La recomposición del pasado que opera la literatura es casi siempre falaz juzgada en términos de objetividad histórica. La verdad literaria es una y otra la verdad histórica.
Ahora bien, en los engaños de la literatura no hay ningún engaño. No debería haberlo, por lo menos, salvo para los ingenuos que creen que la literatura debe ser objetivamente fiel a la vida y tan dependiente de la realidad como la historia. Y no hay engaño porque, cuando abrimos un libro de ficción, acordamos nuestro ánimo para asistir a una representación en la que sabemos muy bien que nuestras lágrimas o nuestros bostezos dependerán exclusivamente de la buena o mala brujería del narrador para hacernos vivir como verdades sus mentiras y no de su capacidad para reproducir fidedignamente lo vivido.
Esas fronteras bien limitadas entre literatura e historia –entre verdades literarias y verdades históricas– son una prerrogativa de las sociedades abiertas. En las sociedades cerradas ocurre exactamente al revés. Y tal vez la mejor manera de definir a una cerrada sea diciendo que en ella la ficción y la historia han dejado de ser cosas distintas y pasado a confundirse y suplantarse la una a la otra cambiando de identidades como en un baile de máscaras.
En las sociedades cerradas el poder no solo se arroga el privilegio de controlar las acciones de los hombres –lo que hacen y lo que dicen–; aspira también a gobernar su fantasía, sus sueños y, por supuesto, su memoria.
Cuando un Estado, en su afán de controlarlo todo y decidirlo todo, arrebata a los seres humanos el derecho de inventar y de creer las mentiras que a ellos les plazcan, y se apropia de ese derecho y lo ejerce como un monopolio a través de sus historiadores y censores, un gran centro neurálgico de la vida queda abolido. Y hombres y mujeres padecen una mutilación que empobrece su existencia aun cuando sus necesidades básicas estén resueltas.
Porque la vida real, la vida verdadera, nunca ha sido ni será bastante para colmar los deseos humanos. Y porque, sin esa insatisfacción vital que las mentiras de la literatura a la vez azuzan y aplacan, nunca hay auténtico progreso.
La imaginación de que estamos dotados es un don demoníaco. Está continuamente abriendo un abismo entre lo que somos y lo que quisiéramos ser, entre lo que tenemos y lo que ambicionamos.
Pero la imaginación ha concebido un astuto y sutil paliativo para ese divorcio inevitable entre nuestra realidad limitada y nuestros deseos infinitos: la ficción. Gracias a ella somos más y somos otros sin dejar de ser los mismos. En ella nos disolvemos y multiplicamos, viviendo muchas más vidas de las que tenemos y de las que podríamos vivir si permaneciéramos confinados en lo verídico, sin salir de la cárcel de la historia.
Cuando produce libremente su vida alternativa, sin otra constricción que las limitaciones del propio creador, la literatura extiende la vida humana, añadiéndole aquella dimensión que alimenta nuestra vida recóndita: aquella impalpable y fugaz pero preciosa que solo vivimos de a mentiras.
Es un derecho que debemos defender sin rubor. Porque jugar a las mentiras, como juegan el autor de una ficción y su lector, a las mentiras que ellos mismos fabrican bajo el imperio de sus demonios personales, es una manera de afirmar la soberanía individual y de defenderla cuando está amenazada; de preservar un espacio propio de libertad, una ciudadela fuera del control del poder y de las interferencias de los otros, en el interior de la cual somos de veras los soberanos de nuestro destino.
De esa libertad nacen las otras. ~