César o las saludables de los sesente

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¿Puede afirmarse que César Baldaccini (Marsella, 1921-París, 1998), conocido artísticamente bajo el nombre de César, es un clásico de las vanguardias del siglo xx? No exactamente. Sería más preciso decir que alcanzó bastante celebridad cuando, hace 40 años, comenzó a comprimir objetos de metal presentándolos como su particular estilo de construcción escultórica; un estilo o modalidad que se inserta en el arte povera y que, junto a la tendencia destructiva implícita en dicho procedimiento, conlleva, con su apariencia de chatarra, una alusión social y la búsqueda del asombro, del hallazgo.
Ya lo dijo con otras palabras Octavio Paz y resulta necesario repetirlo:
la destrucción instituye un eje fundacional en las realizaciones estéticas de la centuria a punto de concluir. A partir del acto disolutorio que involucra a siglos de representación, emergen, lumínicamente, nuevas construcciones, un formidable golpe de barajas que reformula transformadoramente las leyes de la visibilidad artística. Y en ese marco, existen figuras –en la vanguardia de mediados de siglo– que lanzan ideas hacia las décadas posteriores cuya legitimidad convierte a aquellos precursores en autores de absoluta vigencia actual: Pollock, Rothko, Duchamp, Joseph Beuys, Christo, Tapies, la lista de nombres sería muy grande.
Las obras de César que en su exposición retrospectiva organizada por el Museo Tamayo en diciembre pasado ocuparon las salas uno, dos y parte de la tres –situadas entre la deformación abstractizante y la verosimilitud–, es decir, esa suerte de bestiario fantástico donde la figura humana, o humanoide, roza los límites de una oscura búsqueda de su más primitivo origen, muestran al César emparentado con las imágenes de la primera vanguardia. Esos trabajos fueron realizados en los años cincuenta y comienzos de los sesenta. Allí, insisto, el artista se mostró sólidamente como un clásico de la modernidad. Después, cuando recurre a los materiales menos jerárquicos en aglomeraciones de claro corte expresionista, su obra aparece acotada por un momento muy determinado que no resiste el paso del tiempo. Hay, sin duda, en sus coches degradados a la pura chatarra, una crítica a la tecnología y a la sociedad de consumo; pero hay, asimismo, una propuesta sesentera bien localizada y, conviene decirlo, no del todo lograda. Algo similar sucede con los cuadros bidimensionales que exhiben una sucesión horizontal de jarras titulados Homenaje a Morandi (1990): su efectismo, su atractivo golpe de vista, parece desdecir a aquel magnífico gestador de las fantasías antropomórficas antes mencionadas. El autor las retoma en esculturas que llevan por nombre Autorretrato en marco oval, Autorretrato con anteojos (ambas de 1984) y otros resultados, pero ya se percibe en ellas una fisura, una proclividad conciliadora con el fácil magnetismo capaz de generar en la mirada del espectador.
En cambio, algunos muy sintetizados objetos hechos en poliéster y fibra de vidrio, como una mancha blanca que pendía de uno de los muros en la sala cinco del Tamayo, se ensamblan nítidamente a la actualidad. No así, por el contrario, sus famosos dedos que parecen imperativamente señalarse a sí mismo, a César, fabricados en oro, cristal y yeso con distintos tamaños, como si, en un lugar subrepticio de su conciencia, este declinante artista hubiera buscado una vigencia que, en términos estrictos, quedó subsumida mucho, mucho tiempo atrás. ~

— Lelia Driben

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