Llevar un texto de teatro a la escena siempre tiene algo de confrontación. Confrontación con las limitaciones de tiempo y dinero, con las inseguridades personales y con las palabras escritas en papel que de un brinco se hacen corpóreas. Si todo va bien el enfrentamiento es de naturaleza positiva, como lo son los encuentros amorosos o la lectura de un buen texto. En el caso de mi obra The Comfort of Numbers, -la tercera que es llevada a la escena y para la que más presupuesto ha tenido- que fue montada en la ciudad de Nueva York en mayo pasado de 2013, la experiencia me puso frente a frente con la vida afuera de las cuatro paredes –invisibles pero sólidas– que llevaban tres años conteniéndome, dentro de la Universidad de Columbia. De ahí sus proporciones épicas en mi universo individual.
La lengua es un personaje principal en esta historia. Desde hace tiempo vivo en negociación constante con escribir en un idioma distinto al materno; exploro las posibilidades que trae consigo, los costos que implica, y si eso me define a mí de un modo o de otro. El dictamen cambia con frecuencia pero en los primeros días que pasamos en el salón de ensayos el tema de conversación más popular entre los presentes era qué quería decir con tal frase o por qué había usado ese adjetivo si, por ejemplo, todos sabemos que la lava es roja, no amarilla. Una vez agotado nuestro arsenal de argumentos a favor o en contra, la pregunta pasaba del terreno metafórico a lo literal: ¿cómo lo dirías en español…? Y esa es la médula del tema, ¡nunca lo diría en español! Muchas cosas aún me resultan inasibles acerca del acto de escribir en un lenguaje que no me pertenece del todo, pero en una cosa estoy cierta: la materia prima viene de un lugar distinto, uno más específico (si bien no del todo localizado) que el del español –porque el inglés no abarca toda mi memoria ni todos los ámbitos de mi persona–, su textura es única y concreta y, sobre todo, es siempre sorpresiva.
En cualquier caso las sorpresas son moneda corriente cuando hay un montaje teatral en curso. De hecho, son una de las partes más ricas del proceso y hay que tener cuidado de no sacarles la vuelta o dejarlas pasar sin examinarlas. Cuando un grupo de gente comparte un espacio y pone su sensibilidad al servicio de un fin común, es en el intersticio entre una mirada y otra donde el terreno es más fértil para el brote de bestias insospechadas, criaturas vivas a las que no se les conoce el rostro hasta que pasan un tiempo en el cuarto y son pensadas en colectivo, ensayadas una y otra vez hasta encontrar su dimensión exacta.
Una tarde en el estudio Carlos, el guitarrista, David, el diseñador sonoro y yo nos avocamos a crear el vocabulario musical de la obra. Repasar las canciones que creíamos quedarían bien nos llevó a improvisar frases y melodías, y eso desembocó en un diálogo que trajo consigo diversiones musicales que terminaron por sustituir a las canciones en la puesta en escena. Cada proyecto teatral demanda un lenguaje particular, y si todo va bien una brújula inherente tendrá por norte la especificidad de la obra.
En este ir y venir quedan al descubierto la creencias y supuestos que rigen la vida de todos aquellos quienes participaron en el montaje de la obra. En mi caso lo que salía a relucir una y otra vez era mi concepto de realidad, que imagino traído de México; resultó ser muy distinto al de estas latitudes. La pregunta: ¿Pero, esto es real? Que empezaron a hacerme desde el segundo día de ensayos me dejaba desarmada.
– ¿Cómo que si es real? Es una obra de teatro.
– Sí, pero ¿sí pasa?
– Cómo, ¿en escena?, pues sí, si está escrito es porque pasa.
Al final la resolución de la plática era el arbitraje de un tercero que decía con aire tranquilizador: es que esta no es una American play, esto es realismo mágico. Y yo me quedaba pensando en que esa no era la descripción acertada, en que en la bolsa del realismo mágico no cabe cualquier cosa escrita por un latinoamericano, y que ciertamente esta obra no cabía ahí adentro. Platicando del tema con una amiga mexicana, me contó que en una producción Desayuno en Tifanny’s en Broadway había gatos entrenados que tenían el papel de mascota y que eran el furor del momento porque lo hacían muy bien. Realismo llevado a los extremos.
El diálogo con los integrantes de la obra se transpoló al público una vez que se sumaron a la ecuación. Invitados a una experiencia que no seguía la estructura tradicional, las reacciones fueron diversas; algunos salían confundidos, otros molestos, otros más me explicaban que cuando se sientan en la butaca están dispuestos a dejarse llevar, siempre y cuando sepan a dónde van. He ahí la importancia de la narrativa dramática clásica[1] que es tan familiar. The Comfort of Numbers se presta a la perplejidad, pues es una pieza que une la física con el son jarocho y nuestras intuiciones sobre causalidad y casualidad, todo entretejido en una estructura de tiempo no lineal.
Entre otras mil cosas montar esta obra fue un experimento sobre qué pasa cuando creas desde esos espacios sin nombre que quedan entre el español y el inglés, entre México y Estados Unidos, entre el arte y la ciencia creas desde los resquicios, las grietas que quedan entre una lengua y otra, una geografía y otra, una disciplina y otra. Lo que puedo decir es que en esos reducidos espacios liminares reside el asombro.
[1]La estructura dramática de acuerdo a Aristóteles tiene un orden muy claro que consiste en introducción, nudo y desenlace.