La boca de felino de Marianne Moore, sus largos poemas de harina fría, pedazos de palmera y blandos arrecifes;
Las arañas empecinadas en sustancias bizarras de Clarice Lispector, la tibia descripción y la espesura de sus jardines botánicos;
Las cajas superpuestas en extrañas palabras anochecidas de Elizabeth Bishop y el pico del iceberg sobre aguas que se disuelven en la página;
Los muros derruidos cubiertos de pájaros hostiles de Andrée Chedid en la punta apenas de una cucharadita de té;
La suelta carcajada verde y las chuletas chamuscadas (que me contó Gerardo) de Wislawa Szymborzka y que me hacen olfatear una nueva música;
Los indecibles parajes advertidos por la luz de un día distinto de Elsa Cross en mares de una última gota;
La grave lentitud en letras frías de Lyn Hejinian y su vaivén de rostro pleno y seco;
Los botes de basura y la velocidad de bala de Marina Tsvietáieva;
El barro y las cáscaras de la memoria de Blanca Varela;
Las migraciones insistentemente únicas como gesto de caracol de pasto de Gloria Gervitz;
Las piedras erosionadas y la voz cavernosa de Olga Orozco;
La flama en ese cristal que penetra del otro lado siempre de Coral Bracho;
La desesperación en el filo de la razón de Alejandra Pizarnik;
La sensación de ver el cielo abierto y de cruzar los puentes como funambulista de Lygia Bojunga;
La realidad como si fuera una fruta mordida en las historias de Christine Nöstlinger;
Y la razón y la noche, y el tiempo a fondo y galopante como hilo líquido en las pesadillas de sor Juana;
Y los números y la imaginación del planisferio de Hipatia, la de Alejandría, y su astrolabio de duro silencio;
Y las sustancias de yema y lodo, de fuerza y pólvora de Marie Curie y su gramo de cloruro de radio.
(1962) es poeta. Su último libro es Un leve aullido bajo la arena (Ediciones Monte Carmelo, 2023).