Conocí a Federico Campbell cuando comenzara su editorial, La máquina de escribir. Era editor de una revista (Mundo Médico), tenía poco tiempo de haber regresado de Barcelona donde publicó su libro de entrevistas a escritores, Infame Turba. Escribía la novela Todo lo de las focas.
La máquina de escribir se llamaba así, según explicó Federico, como “un homenaje al "Antiedipo de Deleuze y Guatari… que hablan de que el escritor es una máquina productora de fantasías, las máquinas pensantes. Luego entonces el escritor es una máquina de escribir. También porque mi mamá me regaló una máquina de escribir poco antes de morir y ese regalo llevaba un mensaje de aceptación del hijo que la había traicionado al desertar de la Facultad de Derecho. Creo que fue un acto de amor que sólo hasta ahora, ya de viejo, he empezado a comprender en toda su dimensión." Hay que contradecirlo en un punto: Federico no tuvo vejez, murió a los 72 años que no suman los suficientes para llamarse anciano.
La máquina de escribir era una serie de plaquettes, o folletos de diseño sobrio, pasta color crema intenso (o amarillo), con un margen dibujado a los cuatro lados, en la parte superior del recuadro el título y el nombre del autor, y al pie del éste el nombre del sello editorial y la imagen que la representaba, una máquina de escribir. La tipografía de sus páginas era la misma de la portada (creo que Bodoni), pero pequeña, las páginas engrapadas al centro.
Los ejemplares no llegaban a librerías, se distribuían de mano en mano. Era una empresa de generosidad, no pensaba su creador en cómo recuperar tiempo y dinero, Federico invertía en la generación que veía nacer, sin ánimo alguno de lucro.
Yo no conocí a Federico previo a la editorial, así que no sé los pormenores de su fundación. Él decía que había estado ahorrando para viajar a la India, que se dio cuenta de que el dinero no le alcanzaría, que pensó en usar el dinero que tenía para crear una revista literaria que se llamaría La máquina de escribir, y que lo que hizo fue su colección literaria.
Tuve la suerte de ser la autora de uno de los títulos de la editorial de Federico. Coral Bracho y Marcelo Uribe fueron los que me recomendaron me le acercara. El primer volumen de La máquina de escribir había sido el primer libro de poemas de Jorge Aguilar Mora, U.S. Postage air mail special delivery, acababa de salir un libro de David Huerta.
Corría el 1978. Llegué a la sala del departamento de Federico Campbell con mi manuscrito mecanografiado en una Olivetti portátil bajo el brazo. Atento, amable, lo recibió, me dijo que lo leería, y en muy breve me llamó con la buena nueva de que lo aceptaba. En un parpadeo ya estaban las galeras, pronto existió el libro, El hilo olvida. Su gesto me cambió la vida, y me abrió la puerta al mundo literario de entonces.
Federico costeó la edición de la plaquette; mi parte fue enviar ejemplares por correo en sobres que él me puso en la mano –de papel estraza, impreso el sello a la izquierda que identificara a la editorial-. El tiraje era de mil ejemplares. Federico me dio la lista de destinatarios, escritores, críticos y editores, a máquina escrita la dirección de cada uno. Fue un editor verdadero, ponderaba los textos literarios, seleccionaba, editaba, se hacía responsable del proceso entero del libro, organizaba la distribución y cuidaba la recepción. En lo que no pensaba era en hacer de ello un comercio.
Me acuerdo cuando escribí a mano los nombres de los destinatarios, un buen número eran autores que yo había leído, Eduardo Lizalde (quien también daría poemas a La máquina de escribir), Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, José de la Colina, Vicente Leñero, Fernando Benítez, José Luis Martínez, José Agustín, la lista cubría el panorama de los hacedores y finos lectores de literatura en español. Algunos (no tan pocos) ejemplares fueron a dar al extranjero. El de Huberto Batis, que escribiría la primer reseña, lo entregué en su mano, había sido su alumna en el primer semestre de carrera.
Apareció en La máquina de escribir la primera recopilación de poemas de Coral Bracho –Peces de piel fugaz-, y las de Fabio Morábito, Bárbara Jacobs, Antonio del Toro, José María Espinasa, Carlos Chimal, Bruce Swansey, Álvaro Uribe, entre otros. También uno de Juan Villoro –creo que él, aunque fuera algo más joven que nosotros, ya había publicado un volumen anterior en otro sello- y, como se dijo, autores que consolidados, además de los mencionados David Huerta, Margo Glantz, María Luisa Puga, Esther Seligson, Rosario Ferré, Margarita Dalton.
Por esos años, otro escritor mexicano, Mariano Flores Castro, también editaba libros, bellamente impresos, en París. Mariano acaba también de morir.
“Todo llega, todo pasa, todo se acaba”, escribió Lope de Vega. Pero la generosidad de Federico Campbell queda, su ojo nos dio sentido y casa. Descanse en paz.