La obra de Bret Easton Ellis tiene lugar dentro y fuera de sus libros: su comportamiento en la vida real informa u obnubila, según se interprete, lo que ha escrito. Encontramos claves para entender este proceso en las primeras páginas de Lunar Park, su novela supuestamente autobiográfica, que es, también, un homenaje a los mejores libros de Stephen King.
El epígrafe advierte:
The occupational hazard of making a spectacle of yourself, over the long haul, is that at some point you buy a ticket too.
Y la primera oración afirma:
You do an awfully good impression of yourself.
Las citas pueden leerse simplemente en el contexto de Lunar Park, una novela en la que el protagonista es Bret Easton Ellis, autor de American Psycho, casado con una actriz hollywoodense, al que comienzan a acechar los personajes que él creó (Patrick Bateman incluido, por supuesto). Esa lectura no es errónea; solo es limitada. Ellis siempre ha jugado con la percepción que el público tiene de él, y este juego es aún más interesante si tomamos en cuenta que, como sugieren ambas citas, Ellis dice no saber dónde está la línea entre su yo público y su yo privado (y, por lo tanto, sus lectores llevamos décadas intentando discernir a uno del otro). Hace años, vía Twitter, Ellis aseguró que lo más honesto que se había escrito sobre él estaba en el libro de ensayos de Jonathan Lethem, su compañero en Bennington College, titulado The Ecstasy of Influence. Ahí, Lethem asegura que la fama temprana en la carrera de su colega en efecto difuminó el margen entre el hombre público y privado.
I think of Bret as a child star, in the King Tut or Bob Dylan sense of being locked into a public identity before he could possibly have formed a resilient interior life. Lou Reed called it “growing up in public”.
Más que cualquier entrevista que Ellis haya dado recientemente (y dio una, larguísima y reveladora, para The Paris Review), es esta cita de Lethem la que más pesa a la hora de intentar entender la carrera del autor de Glamorama y, por supuesto, entender la creación de The Canyons, su primer guión cinematográfico, llevado a la pantalla grande de la mano de Paul Schrader.
Al igual que Lindsay Lohan, protagonista de The Canyons, Ellis creció de cara al público. Su primera novela, Less Than Zero, salió cuando él tenía 21 años y lo catapultó a un nivel de fama comparable al de un actor de cine (no sorprende que Ellis tuviera su propio brat pack literario y fuera amigo del famoso brat pack hollywoodense compuesto por Ally Sheedy, Judd Nelson, Molly Ringwald y demás). Él, como Lohan, también tuvo una juventud turbulenta, entre montañas de cocaína y alcohol. Su sexualidad, como la de su estrella, también fue objeto de especulación: quizás no haya otro autor al que le hayan preguntado con más insistencia si es homosexual o no.
Esta afinidad natural con Lohan explica por qué la cinta la utiliza como la utiliza. Al igual que Lunar Park, The Canyons es insostenible sin el fantasma de la persona flotando detrás del personaje: Lindsay Lohan detrás de Tara, la chica a la que interpreta en la película. La obra de Ellis y The Canyons son, por supuesto, un juego de espejos que raya en el narcisismo, más que en una simple y juguetona autorreferencialidad. No obstante, Ellis no solo incurre en juegos meta como un recurso pedante sino porque, a sus ojos (e, inevitablemente, a los de sus lectores), es imposible no inmiscuir a su yo público dentro de sus historias. En el caso de Lohan, el traslape quizás sea fortuito o inconsciente: y no importa. Lo crucial es entender de dónde viene su casting. Fuera de lo que opina buena parte de la tuitósfera y tantísimos medios, The Canyons no abusa de Lindsay Lohan como persona. Más bien construye una ficción con ayuda de ella, a sabiendas de que, a estas alturas, la audiencia es incapaz de disociar a la mujer que aparece en los tabloides de la actriz.
La obra de Ellis siempre ha estado plagada de autorreferencias lúdicas, personajes recurrentes y cameos que, a primera vista, resultan arbitrarios.
Pensemos, por ejemplo, en aquel pasaje de American Psycho en el que Bateman se topa con un monosilábico Tom Cruise en el elevador de su edificio (y cómicamente confunde toda su filmografía). ¿Gratuito? En absoluto. Aquí, como en tantas otras partes de su obra, Ellis el autor inyecta un comentario satírico, refractado en el escrutinio público en torno a su sexualidad. Después de todo, en la década de los ochenta y noventa, ¿hubo algún actor sexualmente más ambiguo que Tom Cruise? En este cameo hay trasfondo, y en otros simplemente hay ganas de divertirse, como cuando Christian Bale, que interpretó a Patrick Bateman en pantalla, de repente aparece en las páginas de Glamorama. En todo caso, la intención de Ellis es la misma: rasgar el telón que separa la ficción de lo veraz, alimentar uno con el otro, tanto como su propia identidad es, indefectiblemente, una amalgama de ambas.
Es por eso que Lunar Park es su obra maestra, una novela culminante que, al acabar de leerla, deja la impresión de que el autor no volverá a escribir jamás. En ella, Ellis tiende un espectáculo en el que por momentos desnuda al yo público y al privado. Para empezar, la novela disipa cualquier duda sobre su sexualidad: está dedicada a Michael Wade Kaplan, su amante, quien murió en 2004. Por otra parte, el personaje vive un matrimonio heterosexual y es padre de un hijo, pero, al igual que el autor, acaba de sufrir la muerte de su propio padre (un evento crucial dentro de la historia). Basta un vistazo a Google para saber que Bret Easton Ellis jamás ha estado casado con ninguna actriz de Hollywood, y que jamás ha procreado. Y, sin embargo, queda la duda de qué tanto el hombre queda expuesto entre las páginas. Los pasajes que abordan la muerte del padre punzan con una autenticidad (y un corazón) inédito en la obra de Ellis. El final, triste, alucinatorio, mágicamente confuso, deja la impresión de que el autor se perdió, como le dice a su hijo en las últimas líneas, dentro de Lunar Park, engullido por sus propias ficciones, mentiras y verdades.
(Sorprende la cantidad de hijos resentidos que aparecen en su obra: Clay en Less Than Zero, el dúo padre e hijo dentro del mejor cuento de The Informers –que ocurre en Hawaii–, Robby en Lunar Park y, finalmente, Christian en The Canyons. ¿Reflejos de la relación turbulenta entre Ellis y su padre?)
No sorprende, entonces, que Imperial Bedrooms sea una novela cuya impersonalidad sabe forzada, decepcionante por gélida y, sobre todo, y por primera vez en la carrera del autor, escrita con una pluma burda y un oído de latón para el diálogo. No cabe duda de que es la única obra mediocre en la carrera de Ellis: una vuelta en u autoimpuesta, lejos de la honestidad de Lunar Park, que deja entrever a un escritor cansado de su oficio y decepcionado, también, con la forma de la novela. Salvo por un macabro pasaje en una casa rentada, donde Clay humilla a un par de adolescentes, el resto de Imperial Bedrooms se lee como una mala copia de Bret Easton Ellis.
(Aquí el pasaje, narrado por Andrew McCarthy, miembro del brat pack de Hollywood.)
You do an awfully good impression of yourself, se decía el autor, a sí mismo, en Lunar Park. Ojalá fuera cierto. El ejercicio meta que tanto ha disfrutado Ellis arranca bien (“hicieron una película sobre nosotros”), pero después zozobra. Imperial Bedrooms no está a la altura de Less Than Zero.
The Canyons, como película, padece muchas de las taras que aquejan a Imperial Bedrooms, y es imposible no tomarlas en cuenta al revisarla. La cinta de Schrader tiene los mismos diálogos burdos y expositivos, los mismos personajes acartonados, las mismas conversaciones retacadas de preguntas obvias, muletillas de escritor torpe. What do you mean?,Are you serious?,What’s that supposed to mean?,What should I do?,se preguntan los personajes, una y otra vez, al igual que en Imperial Bedrooms, como si formaran parte de un culebrón barato y no de un reflejo, como el resto de lo que Ellis ha hecho, de “nuestros tiempos” (aunque, para Ellis, quizás las dos cosas no estén tan peleadas).
Más que ningún otro autor surgido en los ochenta, y vaya que aquella fue una generación nutrida, a Bret Easton Ellis le interesa plasmar el momento en el que vivimos, con un ánimo casi costumbrista, y es precisamente esa pulsión la que hizo de American Psycho la novela estadounidense indiscutible de esa era (peldaño que comparte, en mi opinión, con The Bonfire of the Vanities). La mayor prueba de este oficio de “cronista de nuestros tiempos” está en su reciente disección de fenómenos aparentemente frívolos, como la adaptación de 50 Shades of Grey y el descenso yonqui de Charlie Sheen, al que usó para introducir la teoría de Post Empire en la cultura popular actual: la idea de que Estados Unidos ha dejado de ser un imperio y que, por lo tanto, no hay vacas sagradas, ni tótems o tabús que no puedan (deban) transgredirse. A través de este tamiz, Ellis se ha tomado la licencia, incluso, de alegrarse de la muerte de una vaca sagrada del calibre de J. D. Salinger o criticar, post mórtem, a David Foster Wallace.
The Canyons debe verse a través de este prisma. Sus primeros encuadres, rendidos frente a cines en desuso y marquesinas desvencijadas, refuerzan la idea de decadencia que Ellis ha ido hilvanando, a través de textos y tuits, desde hace más de un año (y Lohan, la luminaria apagada, refuerza ese concepto). A Schrader le bastan cinco minutos para gritar que The Canyons es la muerte del cine. O bien, un espécimen propio del Hollywood postimperial en el que no se necesita del apoyo de grandes estudios para producir, donde la distribución corre a cargo de Netflix y iTunes, y, más que nada, protagonizada por un actor porno y una actriz en caída libre, no en un rol diseñado para un comeback adorado por los medios, sino en un papel que, a los ojos de un espectador poco avezado, debería engullirla como un hoyo negro.
Queda claro que es imposible entender lo que The Canyons pretende lograr sin conocer la obra de su escritor y, hasta cierto grado, las vidas y oficios de James Deen y Lindsay Lohan, sus protagónicos. En mi opinión, toda película debería poder recorrerse como si fuera una isla, sin necesidad de vínculos anteriores a lo que vemos en pantalla. No obstante, en la carrera de Ellis cada vez encontramos menos obras solitarias, independientes de contexto. The Canyons es la culminación de un proceso que comenzó a gestarse tiempo atrás, quizás desde el principio de su carrera, cuando la identidad de Ellis, como la de Lohan, germinó, torcida, frente al público.
Con todos estos elementos sobre la mesa, ¿cómo opera The Canyons?, ¿qué tan efectiva es? Dado el coctel de personalidades, y la coyuntura en la que se encuentra la carrera de Ellis, The Canyons debería ser una cinta más interesante. Cabe repetir la palabra que uso: interesante. Y decido utilizarla porque es evidente por la frialdad de The Canyons, sus encuadres remotos, su sexualidad autómata, su trama de thriller tibio, que lo que menos le interesaba a Ellis y a Schrader era emocionar al espectador. O sacudirlo, como Less Than Zero sacudía. O hacerlo reír, como The Rules of Attraction. U obligarlo a meditar sobre la naturaleza del consumismo rampante, como American Psycho. O estremecerlo, como The Informers, esa magnífica colección de cuentos. La intención, más bien, es vomitar, anestesiar, casi aburrir; demostrar, pues, que el prefijo post no solo le va como anillo al dedo a Estados Unidos como imperio o a Hollywood como fábrica de fantasías. También le va a Bret Easton Ellis y a todo aquello que, a lo largo de siete libros, se dedicó a poner bajo la lupa para lentamente prenderle fuego.