Como sacados de una buena novela de John le Carré. Así se ven los tejemanejes, las pláticas secretas y las declaraciones en relación a Siria, que han escenificado Washington y Moscú en las últimas semanas. La chispa que desató la trama fue el ataque con gas sarín que ordenó el presidente sirio Bashar al-Assad el 21 de agosto, contra un supuesto bastión rebelde en los alrededores de Damasco y que dejó 1,400 muertos. El uso de armas químicas traspasó la “línea roja”que Obama había trazado para mantener a los Estados Unidos fuera de la guerra siria. El presidente anunció que lanzaría un ataque sobre instalaciones militares sirias para castigar a al-Assad y evitar, al menos, el uso de armas químicas en la cruenta guerra civil que ha asolado al país.
La reacción primera de Vladimir Putin, el presidente ruso, fue predecible y congruente con su política de años en relación a Siria. Despachó la acusación de que al-Assad había usado armas químicas como una “soberana tontería” y le regaló al mundo su propia versión de los hechos: los responsables del ataque eran los rebeldes que buscaban involucrar a Washington a su favor. Revivió la trágica historia de la Guerra Fría como comedia y envió barcos rusos al Mediterráneo para confrontar a los estadounidenses portadores de los misiles que castigarían a al-Assad. Por último, como lo ha hecho desde el principio de la guerra en Siria, exigió que el asunto se ventilara en el consejo de seguridad de la ONU, donde ha vetado –y puede vetar–, cualquier iniciativa que afecte a Bashar al-Assad.
Mientras, Obama se había metido en su propio berenjenal: había decidido someter la aprobación de un ataque impopular a un Congreso hostil, que seguramente votaría en contra. Para colmo, el Parlamento inglés se negó a aprobar la participación británica en el ataque, dejando a Obama con un solo aliado dispuesto a acompañarlo –Francia–, y sin posibilidad de un diálogo directo con Moscú. La retórica nacionalista de Putin y el asilo que había dado al ciber espía Edward Snowden habían congelado semanas antes las relaciones entre los dos países. Barack Obama llegó debilitado a la reunión del G20 en San Petersburgo. No logró convencer a ninguno de los asistentes para que se unieran a la iniciativa estadounidense y la comunicación con Putin se redujo a una plática informal al margen de la reunión cuyo contenido no se hizo público.
El primer indicio de que había habido un atisbo de acuerdo salió a la luz días después. El secretario de Estado John Kerry dejó entrever en un comentario casi casual que la única salida para al-Assad sería deshacerse de sus armas químicas. En ese momento, Washington perdió la iniciativa y con ella, el control del tablero de ajedrez que había abierto en San Petersburgo. Sergei Lavrov, el experimentado y maquiavélico ministro ruso de relaciones exteriores, le tomó la palabra a Kerry, dio un aparente giro de 180 grados a la diplomacia rusa y anunció con bombo y platillos que Rusia negociaría con al-Assad para que destruyera su arsenal químico bajo la supervisión de Naciones Unidas. Moscú emprendió una diplomacia triangular con Damasco y Washington que obligó a Bashar al-Assad, no sólo a reconocer que posee un amplio arsenal de armas químicas (se ha manejado la cifra abrumadora de mil toneladas), sino a aceptar entregarlo para su destrucción
De un solo golpe, Putin se convirtió en el único estadista capaz de resolver los problemas entre la comunidad internacional y Damasco: el protagonista indispensable. Una pregunta quedó en el aire:¿qué lo había motivado a regalarle a Obama una salida airosa frente a una segura debacle política en el Congreso y a romper el apoyo incondicional ruso a al-Assad?
Algunas razones de Putin se remontan al pasado lejano; otras, al reciente, y el resto esta enraizado en la Rusia de hoy. El Kremlin ha apoyado incondicionalmente a Siria, porque Rusia ha buscado siempre un acceso seguro a puertos en el Mediterráneo y la costa siria alberga la única base naval que le queda a Moscú fuera del territorio de la ex Unión Soviética. Por razones geográficas, no puede perder tampoco a los pocos aliados que tiene en el Medio Oriente, una región vital en la visión geopolítica del Kremlin desde la Guerra Fría. Menos aún, si esos clientes compran miles de millones de dólares de armamento ruso.
Putin persigue también ese intangible tan preciado en la política: el prestigio. Prestigio que ha perdido no sólo en el exterior, sino también dentro de Rusia, donde enfrenta el desplome de su popularidad y a una oposición creciente y politizada que aborrece su modo de gobernar autoritario y corrupto.
Por lo demás, con o sin cambio de rumbo, la diplomacia rusa seguirá protegiendo a al-Assad. Tenga éxito o no, la iniciativa del Kremlin dará a Bashar al-Assad otro compás de tiempo para prolongar su lucha contra los rebeldes sin la espada de Damocles de un ataque norteamericano encima.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.