Oh sí, existo porque don Diego Rodríguez de Silva Velázquez me pintó, creándome para la eternidad. Recuerdo cómo sus pinceles me acariciaban inmortalizándome y siento ahora que tu mirada —oh, mortal de carne y hueso que visitas un museo o una página— también se desliza por mi espalda como una mano fantasmal que me palpa paseándose por mi figura como una ola que se deslizara en una playa de suave y ondulada piel femenina. Estoy desnuda, “encuerada” —como dicen que se dice en México—, y, sin perder el pudor y el señorío, deseo que todas las miradas de todos los ojos me recorran de los pies a cabeza y de la cabeza a los pies, y vuelta a empezar, pues aunque tengo una sola superficie, la de una imagen en la tela, es de infinito ir y venir, como la cinta de Moëbius.
Aquí estoy viviendo, respirando, latiendo, susurrando durante la eternidad iniciada en el lienzo en que don Diego, serenamente, ha osado pintar uno de los dos geniales desnudos de mujer a los que se ha atrevido el arte español durante siglos. El otro gran desnudo español es el que don Francisco de Goya y Lucientes le hizo a su Maja Desnuda (o más bien Desvestida, pues hay otra goyesca Maja, y con ropa, la muy hipócrita). Y a propósito, no sé si la tal Maja encuerada de Goya podría ofrecer a vuestros ojos una elegante espalda como la mía. Me lo pregunto porque sé que a las bellas se nos pinta para ser lujosas pin-ups girls que compiten por el premio de la eternidad… Sí, ya sé que más celebrada que yo, aunque también esté muy arropada, es la Mona Lisa, La Gioconda, esa italiana retratada por un tal Leonardo da Vinci. Pero acaso nadie podría preferir, antes que a mí, a esa mujer que yo encuentro fea, rechoncha y casi bizca pero que, según sus fans, es dueña de una sonrisa mágica, misteriosa, que la hace bellísima. ¿Y qué? ¿Qué vale esa mona no tan lisa, más bien gordezuela, ante mi belleza, que prescinde de la tonta coquetería de la sonrisa? Y quizá haya alguno que preferiría a la Venus ante el espejo, de Rubens, que es, lo admito, una espléndida mujer adornada tanto por el largo cabello como por un río de oro, pero es hembra de gran lomo tonto y casi brutal, una gorda de casi cuadrado nalgatorio, y sin la finura y la curva y la elegancia de mi trasero, de mis piernas, de mi espalda, de mi cuerpo que refulge entre los desnudos que en el mundo fueron pintados de mano maestra.
Se murmura que soy propiedad del tal Marqués de Eliche, el gran señor, gran amateur d’art y de mujeres, y se sospecha por eso que represento a la esposa o al amante del tal. Pero en verdad os digo: soy la criatura de Velázquez, soy hija y amante del Maestro, soy como quien dice patrimonio de la humanidad, pese a que haya quienes no lo entiendan; por ejemplo, aquella sufragista y feminista inglesa (¡inglesa tenía que ser para poner guerra a una española!) que en 1914 me dio siete puñaladas, causándome otras tantas heridas que, como veis, han cicatrizado bien. ¿Por qué me atacó la infortunada? ¿Sería por razones políticas o por envidia estética, o qué sé yo? Acaso fue por celos, porque seguramente era una albionesa flaca y seca, de dientes caballunos. No sé, no me importa, no pediré que manden nuestra Armada Invencible contra la Pérfida Albión. ¿Y si en realidad el atacante era un hombre, un travesti, o simplemente un enemigo de la belleza? Porque hay gente así, hay algunos, y algunas, para quienes la belleza perfecta es insoportable, es un lujo excesivo que los humilla, los ofende como ante un intolerable esplendor profano, o como si oyeran una blasfemia lanzada por un dios innombrable contra el Dios con letra mayúscula… Pero qué estoy diciendo, no vaya a oírme la Inquisición, la vigilante policía del pensamiento y de las miradas, la acechadora de los deseos de los españoles.
Yo soy inocente, yo soy nada más que una criatura de belleza, de susurro y serenidad. Miradme todos. Soy la Venus del Espejo, soy la Venus de Velázquez. No hay otra.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.