Nació en un pueblo fundado por sus abuelos italianos en el Occidente andino de Venezuela. Fue su nonna quien le enseñó a cocinar en el patio de la casa y desde entonces todos los fogones le quedaron pequeños porque el cielo es muy bajo cuando estás en un apartamento. Yolanda conoció la polenta y el mondongo, los fusilli y las arepas. Yolanda era la menor de siete hermanos.
Ya en ese entonces la gente se escapaba de los pueblos y en su tránsito hacia la ciudad –una ciudad– conoció a un militar tostado y regordete que esquivó la pobreza de su propio pueblo, más de mil kilómetros al Noreste, en la costa del país. Se casaron escondidos, ella tan blanca y él tan curtido por el salitre, fueron a conocer la nieve en su luna de miel y a 3,600 metros de altura le soltó la pregunta.
Yolanda, ¿usted sabe hacer cazón?
Creo que pocos platos están más subvalorados en la gastronomía venezolana. Un guiso de aleta de tiburón que tiene tantos sabores como los ajíes dulces y picantes que decidas utilizar. La carne va desmenuzada y se le añade colorante natural, pero la dictadura de las frituras playeras lo redujo a relleno de empanada. En Venezuela nadie llega al mar hasta que se come una empanada de cazón, el problema es que Yolanda no había escuchado aquella palabra –cazón, tal vez tampoco mar– en su vida. Eso y que pedir pescado en la nieve no sería el último exotismo de su marido.
El amor es conflicto y la cocina es una forma de resolverlo, así que Yolanda aprendió lo del cazón y se hizo experta en convertir el animal del miedo silencioso en un manso plato para comer con plátanos maduros, con arroz, con casabe o con arepa. O con todos al tiempo, si quien lo pedía era el esposo. Así hasta que le llegaron los nietos.
No sé cuándo fue la primera vez que lo probé, solo sé que demoré muchos años en creer que ese guiso tan gustoso estaba hecho del mismo bicho que arrastraba barcas y aterrorizaba gente en las películas de Spielberg.
¿Dónde están los dientes?
Es que se compra ya sin dientes.
¿Y cómo se atrapa a un animal así, abuelita?
Es que los tiburones no nadan hacia atrás.
Hace dos semanas mi mamá llamó a decirme que la abuela se había muerto en la misma ciudad andina donde se casó a escondidas. Insuficiencias cardíacas, cosas de esas. Dos meses antes se operó de las cataratas porque quería ver mejor y le dio vergüenza descubrir los colores chillones de su ropa, las arrugas profundas de su rostro. La consoló, sí, que los demás también estaban más viejos de lo que creía.
Tenía once meses sin ver a mi abuela y cuando llegué ya para las lágrimas y el consuelo, mi mamá sacó del congelador un cazón que llevaba varias semanas esperándome. Fue lo último que me cocinó antes de apagarse. En el plato entendí que los abuelos están aquí para enseñarnos a masticar la ausencia; los muertos comparten con los tiburones la incapacidad de caminar hacia atrás. De regresar.
Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.