Hay un vicio en las redes sociales que parece sintomático de algo más amplio: el ascenso de la irracionalidad en el debate público. Lo ilustro con un ejemplo personal en Twitter. Cada vez que expreso ahí una crítica al gobierno de Venezuela, un sector del público responde, más o menos, de esta manera: "Es vergonzoso que hables de Venezuela, ¿por qué no criticas la realidad mexicana?".
El reclamo parte de una falacia lógica que conviene desmontar: pensar que la crítica a X implica, directa y necesariamente, la indulgencia ante Y. Como si señalar los males ajenos condujera, obligatoriamente, al olvido de los propios.
Criticar al actual gobierno de Venezuela es un acto válido en sí mismo que no requiere de más justificación que los hechos objetivos que lo sustentan, hechos que están ahí, en las redes sociales, en imágenes dramáticas, en estadísticas y reportajes incontrovertibles, para todo el que los quiera ver: el hambre, la carestía, la inflación, el empobrecimiento, la falta de medicinas, criminalidad, la corrupción, etc…
Señalar esos males en 2016 es tan válido como haber denunciado, en los años setenta u ochenta del siglo pasado, los horrores de las dictaduras chilena y argentina. Pero nadie, que yo recuerde, dijo entonces que criticar a Pinochet o a Videla implicaba condonar la brutalidad criminal de Díaz Ordaz o Echeverría. Se trata, pues, de una falacia inducida ideológicamente. Para quienes incurren en ella, hay críticas que valen en sí mismas (las suyas) y otras que no valen porque les parecen interesadas, distractoras o de mala fe (las de quienes no piensan como ellos).
La falacia exhibe también la ignorancia de quien la practica. ¿Está seguro el inquisidor que el crítico de X nunca, o pocas veces, ha criticado a Y? Volvamos a mi postura frente al régimen de Venezuela. Es verdad que desde fines de 2007 (cuando visité Caracas por primera vez) he procurado seguir de cerca ese país que ahora vive sumido en un drama sin precedente en la historia latinoamericana y donde tengo tantos buenos amigos. Pero es obvio que en estos años mi atención hacia los grandes problemas de México ha sido mucho mayor. Y no he dejado de señalar la persistencia y agravamiento de cuatro males que han hundido al país en el desaliento: la impunidad, la corrupción, la violencia y la inseguridad. Quizá los airados tuiteros (creyentes en una crítica puramente nacionalista) no han leído esos textos, y están en su derecho. Pero es difícil que ignoren su existencia. Lo que su mensaje implica, entonces, no es una reconvención sino una descalificación. No es un argumento ni un reclamo honesto, menos una refutación: es puñetazo de 140 caracteres, un escupitajo verbal.
Lo curioso es que la falacia puede revertirse fácilmente contra quien incurre en ella. Imaginemos (aunque cueste trabajo) a un gobierno no dictatorial ni militar pero ajeno a la órbita cubana (o a la más reciente bolivariana), que incurriese de pronto en las violaciones flagrantes que caracterizan al de Maduro: intento de anulación del Poder Legislativo (electo por la mayoría), usurpación del Poder Judicial, bloqueo de la libertad de expresión en los medios tradicionales, uso de la violencia contra un pueblo desesperado que tiene hambre al grado de marchar en un exilio forzoso al país vecino para proveerse de alimentos y medicinas de primera necesidad. El escándalo sería cósmico. El desprestigio, infinito. El ostracismo, inmediato. El gobierno habría caído.
¿Por qué no hay un clamor mundial a favor del referendo revocatorio en Venezuela? ¿Qué protege, a estas alturas, a la dictadura de facto de Nicolás Maduro? Un oscuro entramado de complicidades, fanatismos, conveniencias políticas, bloqueos ideológicos. Y una espantosa indiferencia. Todo eso, y la hipocresía radical de quienes acusan al crítico de "ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio" cuando son ellos mismos los que ejemplifican a la perfección esa parábola del Evangelio.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.