En 1994, mi ídolo se llamaba Roberto Baggio, el diez de Italia y cerebro de mi equipo favorito, la Juventus de Turín. Ese junio no me quité el jersey de la squadra azzurra ni para dormir. Festejé como si fueran mexicanos sus dos goles contra aquella Nigeria letal en octavos, su gol definitivo contra España en cuartos y la manera en la que aniquiló a la Bulgaria de Stoichkov, que había echado a México dos rondas atrás. El talento de Baggio había sido decisivo para resolver los partidos importantes, tal y como Maradona fue crucial (para bien y para mal) en aquellos cuartos contra Inglaterra y la semifinal contra Bélgica en 1986. Solo otro jugador de la Copa amenazaba con opacarlo, y ese jugador era Romario.
La final –soporífera a más no poder– finalmente los enfrentó. El cero a cero se alargó inevitablemente hasta penaltis. El cobro definitivo le tocó a Baggio. Recuerdo haber respirado tranquilo; no había manera de que mi héroe fallara. Con el jersey desfajado, Il Codino tomó distancia y, sin mayor show, arrancó hacia la pelota y la voló lejos, muy lejos del travesaño. Con las manos sobre la cadera, Baggio dejó caer la mirada al césped de Pasadena. Brasil ganó su cuarto Mundial. El diez de Italia nunca volvería a estar ni remotamente cerca de una final. En el momento decisivo, el que lo elevaría al pedestal que ocupan Pelé y Maradona, falló el tiro más elemental. Cuando lloró, lloré con él, no tanto porque me doliera ver a Italia perder sino porque, a mis 12 años, era imposible entender que mi ídolo, ese futbolista carismático, eficiente, elegante como ningún otro de esa década, hubiera fallado un pinche penalti. Duele saber que los ídolos son seres humanos.
No soy seguidor del Barcelona, ni hincha de Argentina. Sin embargo, el error de Messi me cimbró. Inmediatamente recordé esa tarde de 1994. Sentí pena por él porque sé lo que viene. La memoria colectiva es terrible. Lo primero que la gente recuerda de Baggio es aquel penal. Y ahora parece que la carrera de Lionel Messi, quizás el jugador más dotado de la historia, el mayor anotador de Argentina, quedará marcada por ese cobro, y las tres finales perdidas al hilo que (dizque) consiguió al errarlo.
Si las redes sociales son un barómetro del ánimo colectivo, lo que ayer percibí fue que la narrativa de Maradona, ese enano moral, cada vez gana más terreno: un futbolista que no triunfa con su selección no merece estar entre los más grandes, un grupo que incluye a Pelé, el enano moral, Zidane y Beckenbauer. Es fácil pensar así, hasta que nos detenemos a mirar los logros de muchos de los mayores futbolistas. Cruyff perdió la única final que disputó y nunca ganó una Eurocopa. Platini ganó una Euro en casa, pero –por una injusticia, en 1982– jamás jugó el último partido de un Mundial. Baggio falló ese tiro y jamás levantó un trofeo con Italia. ¿Son jugadores inferiores a Rivaldo o Ronaldo, dos brasileños que levantaron la Copa? ¿Quién en su sano juicio diría que Romario, el antipático mandamás de Brasil en 1994, fue un futbolista tan destacado como Messi, un hombre que ha ganado todo a nivel de clubes y que se ha quedado a un paso de ser campeón del mundo y de América? Lo mismo va para cracks como Cristiano Ronaldo, quien no ha ganado nada con Portugal. ¿Eso lo hace menos sobresaliente que alguno de los troncos griegos que levantaron la Euro de 2004?
Idealmente, el lugar que un jugador ocupa en la memoria no debería depender de lo que sus botines hicieron en un solo instante sino a lo largo de su carrera. No comulgo con quienes rebajan la calidad de Messi porque no metió un penalti. Su caso (y el de Baggio) no se trató de un suicidio deportivo como el de Zidane, que decidió –por motivos que quizás ni él entiende– no ser doble campeón del mundo. Asestar un cabezazo al pecho del rival es una decisión, una señal de una fisura psicológica, como las mordidas de Luis Suárez; pegarle mal a una pelota es señal de que le pegaste mal a una pelota.
No abrigo esperanzas. Se cómo el villamelón recordará a Messi si de verdad decide retirarse. A ese penal –y no al fallo de Higuaín o la barrida de Rojo– se le imputará la culpa de la derrota, tanto como a Baggio se le facturó esa final y no al penalti que también voló Franco Baresi. El deporte, un pasatiempo que disfrutamos por su aparente equidad y transparencia, donde el que es mejor sobresale y el peor se hunde, puede ser injusto, sobre todo por el peso que nosotros los aficionados damos a los tropiezos de nuestros ídolos. ¿Qué dice de la afición que no sepamos cómo perdonar cuando los héroes se equivocan?
Coeditor del sitio de internet de Letras Libres. Autor de Tenebra (Seix Barral, 2020).