Este ensayo aparece publicado en nuestra edición impresa de noviembre 2016.
Lo sepas o no, toda la vida te han preparado para que sientas empatía por los hombres blancos. De Odiseo a Walter White, de Hamlet a Bruce Wayne, de James Bond a la gran mayoría de los protagonistas de los relatos, el arte constantemente argumenta que hombres imperfectos, o incluso detestables, tienen un núcleo de humanidad. Y no hay nada malo en eso. El mejor arte es el que nos enseña a sentir empatía por personajes complejos. El problema no es que existan estas historias de hombres blancos, sino que carecemos de historias similares acerca de todos los demás.
Esto es algo que me han hecho pensar las jornadas cada vez más delirantes de la elección presidencial en Estados Unidos. En particular cuando trato de entender cómo es posible que Hillary Clinton sea, por un lado, el ser humano más capacitado para ocupar el cargo de presidente de Estados Unidos que se haya presentado nunca, y que por el otro sea uno de los candidatos presidenciales más despreciados de todos los tiempos. De hecho, solo Donald Trump tiene peores estadísticas que Clinton en este rubro. Y estamos hablando de alguien que no solo es racista, machista e islamófobo, sino de alguien que no es apto ni está preparado para ser servidor público. ¿Cómo es posible que la opinión popular considere semejantes a dos políticos fundamentalmente distintos?
Se han usado litros de tinta digital para intentar descubrir por qué Clinton batalla tanto con la percepción popular. Quizás el problema no sea ella. Quizás el problema seamos nosotros.
Cuando hablamos de simpatía, lo hacemos en términos absolutos. Pero, como ocurre con el viejo dicho “no sé mucho de arte, pero sé qué es lo que me gusta”, resulta que no existe un componente universal para la simpatía. Después de todo, el erudito Barack Obama, el campechano Joe Biden y el enfadado Bernie Sanders no pueden ser más distintos y, sin embargo, la base de simpatizantes de los tres los aman. Incluso Donald Trump –divisivo como es– ejerce claramente una atracción magnética entre sus partidarios fieles.
Con Clinton pasa algo distinto. Muchos de quienes piensan votar por ella admiten que no les parece particularmente simpática. Según una encuesta del Washington Post, solo el 33% de sus partidarios se sienten “muy entusiasmados” con su apoyo a Clinton, mientras que el 46% de quienes apoyan a Trump se expresan igual. (Hay que aclarar que Clinton –como la mayoría de las mujeres– tiende a ser mucho más popular cuando está en el cargo que cuando está haciendo campaña para obtener el puesto.) Los expertos atribuyen los problemas de popularidad de Clinton a su aparente circunspección, a su tono y a su falta de naturalidad cuando habla en público. En esencia: los defectos de Clinton la vuelven poco simpática.
Ese no es el caso, sin embargo, cuando se trata de políticos hombres. De hecho, a menudo son precisamente sus defectos los que los hacen más simpáticos. Después de todo, sobre el papel, la idea de un hombre mayor desaliñado y gritón suena desagradable. Pero, en la práctica, Bernie Sanders es encantador y una figura política refrescante. Y uno podría asumir que los frecuentes gazapos de Joe Biden y su propensión a utilizar palabras como malarkey –“bobadas”– lo harían parecer un hombre de otra época. No obstante, son precisamente esas cualidades las que lo han convertido en uno de los personajes predilectos de las redes sociales. Y el mismísimo compañero de campaña de Clinton, Tim Kaine, crea un contraste particularmente interesante porque comparte con ella muchas de sus torpezas. Sin embargo, lejos de que se le condene por ello, después de su discurso en la Convención Nacional Demócrata, lo apodaron con cariño el “padrastro nerd de Estados Unidos”.
Entonces, ¿por qué se le critica a Clinton por alzar la voz como Sanders, por enunciar verdades desagradables como Biden o por hacer una referencia poco hábil a Pokémon Go, que tildaríamos de “chiste de tío” si la hubiera hecho Kaine? ¿Por qué los defectos de Clinton nos parecen tan repelentes? ¿Por qué no se ha convertido en la tía algo torpe o la madrastra nerd de Estados Unidos?
Pienso que se debe a que no tenemos referencias culturales de mujeres simpáticas pero imperfectas. Reconocemos en Sanders al activista feroz, en Biden al tipo que dice la verdad a toda costa y en Kaine al tontillo fervoroso, pero sin más carecemos del arquetipo –de ficción o no– que nos permita entender a Clinton. En su papel como la primera candidata de uno de los partidos principales, su campaña avanza por aguas desconocidas. Como explica ella misma en Humans of New York:
Es una labor difícil presentarse de la mejor manera posible. Tienes que comunicarte de tal forma que la gente diga: “Entiendo quién es.” Y eso resulta complicado para una mujer. Porque, ¿quiénes son tus modelos? Si pretendes formar parte del Senado o aspiras a la presidencia, la mayoría de tus modelos a seguir son hombres. Y lo que funciona para ellos no funcionará para ti. A las mujeres se las ve con una óptica distinta.
Y nuestras manifestaciones culturales tampoco nos ayudan a entender a Clinton. Nuestras películas, libros y series de televisión están poblados de las parejas atractivas de la estrella masculina, guerreras feroces, villanas y protagonistas atolondradas. Pero no tenemos muchas mujeres a quienes se les permitan defectos que sean caóticamente realistas y no solo encantadoramente entrañables. No hemos aprendido a sentir empatía por las mujeres con defectos como sí lo hemos hecho con los hombres con defectos.
Poco a poco, Viola Davis está equilibrando la balanza del género para los antihéroes con su personaje de Annalise Keating en la serie de televisión How to get away with murder. Pero, como a Clinton, le preguntan con frecuencia por qué su complejo personaje no es más simpático. Y, como señaló Davis a la revista Variety, eso es algo que simplemente no se cuestiona cuando se trata de antihéroes como Tony Soprano o Hannibal Lecter. Esos personajes nos parecen inherentemente atractivos a pesar de que tienen defectos muy profundos. Y, sin embargo, nos cuesta mucho trabajo sentir lo mismo por las protagonistas imperfectas. Sentimos mucha simpatía por el egocentrismo de Louis C. K. en Louie, pero no lo toleramos en Hannah Horvath de Girls.
Y todo este rodeo nos lleva de vuelta a Clinton. Como cualquier otro ser humano, tiene defectos, y, como cualquier político de alto rango, sus defectos existen en una escala que exige una cantidad asombrosa de disonancia cognitiva para siquiera comprenderlos (la misma disonancia cognitiva que nos permite “amar” a Obama, aunque sepamos que su programa de ataques con drones podría ser responsable de la muerte de miles de personas inocentes). Y, que quede claro, no tengo ningún problema con las personas que critican los defectos de Clinton. La crítica es una parte crucial del proceso político y en el currículum de Clinton hay mucho que criticar –desde el lenguaje racista y vocinglero que utilizó en 1994 para apoyar la Ley del Crimen hasta su estilo de línea dura en política exterior–. Lo que me molesta son los casos en los que la crítica dirigida contra ella parece mucho más severa que la que se usa con sus contrapartes masculinos.
Y no hablo solo de Trump, quien por lo demás se ha dejado llevar durante buena parte de la temporada electoral. Datos del sitio de internet FiveThirtyEight sugieren que, aunque los votantes menores de veinticinco años “sean el grupo que más aprueba el trabajo que hizo Obama como presidente” y una probable presidencia de Clinton sea, en esencia, un tercer periodo de la administración de Obama, ella tiene la mitad del apoyo en votantes de esa edad de los que tuvo Obama en su campaña. Ese dato revela una desconexión evidente. Y, como analiza Alasdair Wilkins en Paste Magazine, Biden tiene una imagen pública mucho más favorable que Clinton, aun cuando comparte muchos de sus defectos políticos. A pesar de haber apoyado leyes que beneficiaban a los bancos, de haber gestionado mal el caso de la activista y abogada Anita Hill y de ser el autor de la Ley del Crimen de 1994, a Biden se le sigue viendo como el entrañable “tío Joe”. Para ser justos, Biden no está metido en la olla de presión que es una campaña presidencial. Pero, aunque lo estuviera, sospecho que nos costaría mucho menos pensar en él como en algo más que la suma de sus defectos, porque esa es la manera en que estamos condicionados a ver a los hombres. Este no es un lujo del que goce Hillary Clinton.
Jonathan Chait escribió quizá la frase más radical de las elecciones cuando se refirió a Clinton como “una política normal con carencias políticas normales”. Parece innovador hablar de Clinton en términos tan benignos porque no es así como la vemos. En el mejor de los casos es “el menor de dos males”, y en el peor es una Lady Macbeth maquinadora y sedienta de poder.
Y esto me lleva a mi punto final, y quizá al más evidente de todos los elefantes en la habitación: el machismo. No me interesa demasiado saber si el machismo desempeña un papel en la decisión de votar o no por Clinton. Me interesa más entender cómo el machismo ha dado forma a la personalidad de Clinton. Y, en particular, cómo se relaciona con la idea –explorada por Indira A. R. Lakshmanan y Ezra Klein– de que Clinton es amable y afable en entornos íntimos, pero distante y torpe en escenarios más amplios.
En otro post en Humans of New York, Clinton intenta explicar esta desconexión con una historia de su pasado:
Estaba haciendo un examen de admisión para la Facultad de Derecho en un salón enorme en Harvard. Mi amiga y yo éramos de las pocas mujeres en el lugar. Me sentía nerviosa […] Mientras esperábamos a que comenzara el examen, un grupo de hombres empezó a gritar cosas como “¡no deberían estar aquí!” y “¡hay muchas otras cosas que podrían hacer!”. Se convirtió rápidamente en una “turba”. Uno de ellos llegó a decir: “Si una de ustedes me quita el sitio, me va a reclutar el ejército, me van a mandar a Vietnam y voy a morir.” Y no estaban bromeando. El ambiente era intenso; se puso muy personal. Pero no podía responder. No podía permitirme el lujo de distraerme porque no quería reprobar el examen. Así que continué con la mirada en el suelo, esperando a que el encargado de la prueba entrara al salón. Sabía que podía dar la impresión de ser indiferente, fría, poco emotiva. Pero tuve que aprender desde joven que debía controlar mis emociones. Y ese es un camino difícil. Porque necesitas protegerte a ti misma, algunas veces necesitas mantener la ecuanimidad, pero tampoco quieres parecer “aislada”. Y creo que en ocasiones parece que pertenezco al grupo de las “aisladas”. Y si esa es la percepción que provoco, me hago responsable. No creo ser ni fría ni poco emotiva. Tampoco me perciben así mis amigos ni mi familia. Pero si algunas veces esa es la percepción que transmito, tampoco puedo culpar a las personas por pensarlo.
En esencia, lo que Clinton dice es que la rigidez de su persona pública es una táctica de autoconservación aprendida a lo largo de años de misoginia brutal. Y aunque eso no justifica el hecho de que tiene problemas con la transparencia, sí transforma lo que parecía un defecto deshumanizante en una carencia con la que es posible identificarse. Le da una humanidad que con frecuencia está ausente del discurso que la rodea.
Así como para entender a Bernie Sanders es preciso que comprendamos qué significa ser un activista, para entender a Hillary Clinton es preciso entender qué se siente enfrentarse al machismo toda la vida. Por desgracia, a pesar de que los retratos de mujeres que luchan contra la desigualdad no están del todo ausentes de nuestras manifestaciones culturales y de entretenimiento, tampoco son muy comunes (en particular si hablamos de historias que están ubicadas fuera de la era de Mad men y en medios dirigidos por hombres). De ahí que el episodio enfocado en Marcia Clark del programa The people vs. O. J. Simpson de principios de año pareciera tan revolucionario; ofrecía una perspectiva precisa del costo personal que impone el sexismo y del que muchas personas –incluidas muchas mujeres– no están conscientes.
Lo que resulta especialmente revelador es que el grupo que con mayor entusiasmo podría apoyar a Hillary Clinton sea el de las mujeres mayores que trabajan. Como dijo Jill Filipovic en el New York Times, a diferencia de los hombres o las mujeres jóvenes (que han tenido que encarar otros temas feministas), es más probable que las mujeres que están en el mundo laboral hayan enfrentado el mismo tipo de machismo y la discriminación que han formado a Clinton. Una vez que entienden la experiencia de Clinton, les parece mucho más simpática. Dejan de verla como Lady Macbeth y la ven más bien como a Leslie Knope de Parks and Recreation, Hermione Granger de los libros de Harry Potter o como Paris Geller de Gilmore girls. Y, de manera crucial, en Clinton no solo aparecen las virtudes idealizadas de esas protagonistas de ficción, sino también los defectos que las hacen cercanas. ~
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Traducción del inglés de Pablo Duarte.
Publicado originalmente en Boing Boing.
Es escritora. Colabora en A. V. Club y Quartz.