Los últimos treinta minutos de El hombre de acero (2013), dirigida como todo el mundo sabe por Zack Snyder y producida como todo el mundo sabe por Christopher Nolan, están entre lo más generoso que se ha escrito y filmado en mucho tiempo. No se nos niegan detalles minuciosos de las peleas a mano limpia y armada en Smallville; a cada personaje le toca una pequeña reflexión y/o frase en busca de la posteridad (“Una buena muerte es su propia recompensa” dice una kriptonita; “Una buena muerte es su propia recompensa” dice, un ratito después, un terrícola); un científico que acompaña o forma parte de la Guardia Nacional gringa explica, al parecer, el plan de los extraterrestres para con la tierra; un extraterrestre pondera, discute y califica ese plan; la ofensa contra una madre es vengada y resarcida; se destruyen decenas que parecen centenas de edificios; hay un pequeño arco amoroso; hay otro arco de rescate semiamoroso entre las ruinas de Metrópolis; los personajes principales anuncian sus intenciones, declaran algún rasgo de su propio carácter, comparten alguna reminiscencia infantil, algún detalle circunstancial (“Mis padres me enseñaron a concentrar mis sentidos, Zod, a enfocarme en lo que quería ver”, dice Supermán cuando a Zod en medio de una golpiza se le rompe el casco, y agrega por si nosotros no lo hemos notado: “Sin tu casco estás recibiéndolo todo”, y ve que a Zod le duele y le dice ahora por si Zod no lo ha notado: “Y duele”). Directores, guionistas, actores: nadie se guarda nada. Son generosísimos esos treinta minutos.
También son mortalmente aburridos.
¿Por qué? Porque la tacañería del narrador que se queda la información para sí y no la suelta hasta que es necesario –y eso si y sólo si es necesario–; porque la morosidad del narrador que deja la información para después, del que sólo está picándonos para decirnos: al ratito; porque esas son características que sí despiertan nuestra curiosidad, que nos hacen preguntarnos: ¿y qué pasó entonces?
Miren algunas costumbres de un cineasta notablemente tacaño como Roman Polanski. Tacaño y, para acabarla, moroso –siempre dejando para más tarde lo que podría mostrarte ahorita. Por ejemplo, una escena de El bebé de Rosemary (1968), discutida acá por David Koepp, otro gran marro, director de Premium rush (2012). Rosemary convence a su esposo, Guy, de cenar con sus vecinos, los viejos Minnie y Roman Castevet que ni ella ni nosotros sabemos son practicantes del culto de Satanás. Los recibe Minnie diciéndoles que Roman está preparando unos cocteles. Vemos a Roman al fondo, haciéndolo:
Luego Roman les trae la copa y, en el brindis, la cámara se queda detrás de él. El encuadre es extraño y despierta una primera curiosidad. ¿Por qué no vemos al viejo brindar?
Brindan. Minnie se da cuenta de que la charola de las copas está derramando agua sobre la alfombra. Cortamos a un encuadre todavía más extraño, que Polanski no interrumpe para ver la reacción de Roman:
El señor va a dejar la charola, vuelve y se sienta en su sillón, allá a lo lejos. Polanski no se le aproxima durante toda la conversación:
A estas alturas se ha asentado una incomodidad. Hace falta acercarnos al viejo porque es lo cómodo, lo normal, lo natural. Muéstralo, Polanski, carajo. ¿O es que ocultas algo? Cuando por fin se decide a mostrárnoslo de cerca, ya durante la cena y declarando que “todas las religiones” son puro espectáculo, el director ha cargado la toma de un poder que hace ver algo siniestro en el viejo:
¡Y es sólo un close-up!
Ahora pensemos en El escritor fantasma, que [el tacaño y moroso] Polanski filmó en 2010. Toda la película es de una sorprendente marrez y de un aplazamiento ennervante (vaya, ni siquiera se nos deja ver la muerte del protagonista), pero mi muestra favorita ocurre en la primera parte. La editorial del ex primer ministro de Inglaterra, Adam Lang, contrata a un ghost writer para que termine de escribir las memorias del político que la extraña muerte de su anterior escritor dejó inconclusas. Lang está semirretirado en una isla en Estados Unidos, con su mujer, sus asistentes y sus guaruras. El primer adelanto de los graves problemas por venir sucede así. El escritor está esperando a Lang en su oficina mientras éste discute por teléfono del otro lado de la ventana. Polanski nos restringe al punto de vista del escritor, que sólo puede ver, no oír, la discusión. Lang de pronto grita algo, estrella el celular contra el suelo y sale de cuadro. Un guarura entra a cuadro y recoge los restos del teléfono; también se va.
La escena es ominosa y atiza nuestra curiosidad porque nos niega mucha información. Polanski, moroso, la guarda para después; tacaño, se la queda para sí. Imagínense qué hubiera hecho un director de los no tacaños, de los que no se han enseñado a ahorrar –Christopher Nolan por ejemplo– con esta escena:
Polanski:
1. Toma desde la oficina, POV del ghost writer. Lang del otro lado de la ventana discute por teléfono algo que no podemos escuchar. Fúrico, estrella el teléfono en el piso. Sale de cuadro. Un guarura entra a cuadro y recoge los restos del celular.
Nolan:
1. Toma desde la oficina, POV del ghost writer. Lang empieza a discutir por teléfono al otro lado de la ventana. Corte a:
2. La cámara, del otro lado de la ventana, close-up sobre Lang. Lang dice: “¿Que va a QUÉ?” Corte a:
3. Medium shot: una oficina misteriosa. Alguien, de espaldas, habla por teléfono con Lang.
4. Extreme close-up: el auricular y la boca de la persona que habla con Lang. La boca dice: “El secretario lo va a denunciar por crímenes de guerra.” Corte a:
5. Toma abierta sobre Lang y, atrás, su guarura. Lang: “¡Me lleva la chingada!”
6. Reaction shot del ghost writer.
7. Medium shot: Lang estrella el teléfono. Se va.
8. Long shot: el guarura que ya vimos recoge los restos del teléfono.
¿Me explico?
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)