Europa debe dar pasos más radicales para reducir la desigualdad económica

La UE tiene que ofrecer nuevas propuestas y soluciones: no puede permitir que la demagogia populista sea la única alternativa.
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La Unión Europea, se dice, ha sido un caso de éxito y un modelo a seguir. Como explicaba Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, “Europa no es una ‘cosa’, sino un equilibrio”. Ya en el siglo XVIII el historiador [William] Robertson llamó a este equilibrio europeo the great secret of modern politics. O como diría Tony Judt, “Europa no es tanto un lugar como una idea; una comunidad internacional pacífica y próspera de intereses compartidos y partes colaboradoras”. Pero este equilibrio o balanza de poderes hoy se tambalea, dejando abierta una cuestión, que ya planteaba Judt en su ensayo ¿Una gran ilusión?: El atractivo de la UE es el de la modernidad cosmopolita frente a las anticuadas, restrictivas, limitaciones nacionales, pero si Europa representa solo a los ganadores, a las regiones o Estados más prósperos, “¿quién entonces hablará en nombre de los perdedores, ‘el sur’, aquellos que no tienen las mismas oportunidades?”

Tras la crisis de 2008/09, en Europa estas divisiones se han puesto de manifiesto, como resultado del aumento de la desigualdad social y del desempleo, principalmente. Se ha roto el “equilibrio de poderes”, pues existe una marcada división norte-sur en la que vemos una franja sur rezagada, con altos niveles de deuda pública, poco crecimiento de la productividad, mayor desempleo, crecimiento de la desigualdad, y menor movilidad social. Como señala un estudio reciente de economistas del BCE, al contrario de lo que se esperaba originalmente, la introducción del euro apenas ha actuado como un catalizador para una convergencia más rápida. El daño además se ha visto agravado por profundos defectos en la unión monetaria, que necesita reformas, y una convergencia institucional de mayor calado.

Dentro de esta crisis de desigualdad, y más allá de las diferencias de riqueza entre el norte y el sur, ha existido siempre una Europa cosmopolita y moderna, y otra rural y atrasada. Los territorios mayormente rurales han quedado muy rezagados tras la crisis, y han abrazado mayoritariamente a partidos populistas que coquetean con el iliberalismo y/o con un marcado carácter antieuropeista o una retórica nacionalista. Saben canalizar esta negatividad y descontento ciudadano hacia unos partidos tradicionales que viven en la “burbuja de Bruselas” (que, como diría Judt, es “en el mejor de los casos una abstracción administrativa”) y no tienen contacto con la realidad de Europa.

Pero la realidad es terca. Dondequiera que ha surgido un proyecto político populista o nacionalista, como el Brexit, que tenía que ser “pan comido”, o más recientemente, el “procés” en Cataluña, hemos asistido a una fragmentación social y se ha visto que no existen soluciones simples a problemas complejos. En una época de corrientes políticas y de experimentación política ciudadana, el avance de estos partidos puede acabar dando un puñetazo a toda una historia de logros comunes al prometer reformas de gran calado, y al explotar la percepción de heterogeneidad y desigualdad dentro de la UE, una fatal combinación que tiende hacia una retórica nacionalista o a proyectos rupturistas e independentistas.

En una crisis existencial como la que vivimos, la UE debe ofrecer nuevas propuestas y soluciones, y no dejar que la demagogia populista sea la única alternativa. El crecimiento, muy débil durante muchos años, o el estancamiento de una lograda movilidad social que se daba por sentada en el pasado, son temas que deben abordarse y formar parte de la agenda política. La UE tiene que volver al sendero del crecimiento acompañado por una expansión del mercado laboral. Además, las políticas sociales podrían convertirse en fortalezas, reduciendo la desigualdad y generando una mayor estabilidad social y política. Las prestaciones sociales pueden ser de nuevo compatibles con los recursos y estrategias nacionales, pero para ello Europa debe crecer económicamente y hacer reformas políticas de calado.

El dilema de Europa no es nuevo, y podría haberse abordado con mayor urgencia. Ya no podemos permitirnos vivir en una suerte de crisis permanente. El poder público en manos de las masas descontentas ha dado voz y voto a los nuevos partidos populistas y nacionalistas europeos en gobiernos (Polonia) y parlamentos nacionales de casi todos los Estados miembros. Las reglas del juego político han cambiado y ya no basta con que los partidos tradicionales hagan “lo mismo de siempre”, sino que se deben abordar las causas de esta crisis existencial, que son principalmente de carácter socioeconómico.

Erróneamente se cree que Europa nació como un proyecto idealista, pero lo que movió a los europeos hacia un proyecto común no fue el idealismo, sino los imperativos del momento histórico. Los acuerdos de cooperación económica de posguerra respondían a necesidades muy concretas para superar los problemas de su tiempo, como explica Tony Judt en su ensayo sobre Europa. Esta mentalidad es la que ha dado origen y ha consolidando el proyecto europeo, y hoy en día se requieren nuevas fórmulas políticas (dentro o fuera de los partidos tradicionales) para recuperar la igualdad y con ello restaurar el equilibrio de poder en Europa.

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