El futuro ha muerto. La filósofa Marina Garcés habla de nuestra “condición póstuma” como fase posterior a la condición posmoderna (aunque realmente no es muy distinta). Con ese juego de palabras se refiere a nuestra incapacidad de ver un después, porque vivimos ya en ese supuesto “después”. La precariedad y las desigualdades nos ciegan, y a menudo nos impiden ver lo que sí está bien. Nuestra condición póstuma coincide con una etapa de estancamiento secular, es decir, crecimiento económico muy bajo e incluso tendente a cero, y una creciente financiarización y uberización de la economía. Hay quienes hablan incluso de poscapitalismo, porque el sistema capitalista necesita crecimiento para sobrevivir. Como explica el economista Branko Milanovic, “nos aproximamos a un mundo de abundancia masiva donde las reglas tradicionales del capitalismo ya no se aplican. Es algo así como un mundo con una temperatura de cero absoluto, o un mundo donde el tiempo y la energía se convierten en una”.
También es posible que estemos simplemente en una fase de impasse, al menos en el Occidente rico. A menudo los relatos catastrofistas responden más al deseo de que se cumplan (el capitalismo lleva siglos a punto de desaparecer por sus contradicciones) que a un análisis riguroso. El sociólogo alemán Oliver Nachtwey habla de “modernidad regresiva” en La sociedad del descenso. Precariedad y desigualdad en la era posdemocrática (Paidós, 2017) para definir una época que, acostumbrada a la promesa del ascenso social (o efecto “ascensor”, por usar el famoso término de Ulrich Beck) se topa de pronto con un descenso. No es exclusivamente individual, sino que se vive como una experiencia colectiva. El relato del progreso, que no atiende a ideologías, ya no resulta fiable.
Nachtwey, que es fellow del Instituto de Investigaciones Sociológicas de Frankfurt, no habla solo de la actual crisis, pero tampoco analiza el progreso durante la historia, al estilo Pinker. Su análisis comienza con el final de los años gloriosos en la década de los setenta. Es la época de lo que denomina “modernidad social”, donde el Estado del bienestar protegía a los trabajadores de los peligros del mercado: conseguía “suavizar el carácter mercantil del trabajo: se convierte en una institución ‘desmercantilizadora’ al intentar socializar dichos riesgos [el paro, la vejez…].” El bienestar económico servía también para el aumento de la autoestima de los trabajadores, e incluso para rebajar las pasiones revolucionarias. Y esto tuvo una consecuencia aparentemente paradójica:
Si en la modernidad temprana el mercado laboral había sido el lugar en el que se constituían las clases y donde las experiencias colectivas se traducían en conciencia de clase, en la modernidad social se invirtió ese efecto: el éxito colectivo del movimiento obrero provocó, paradójicamente, el surgimiento de unos modos de acción nuevos, más individualistas. El mercado laboral regulado y el Estado social, considerados habitualmente por los neoliberales como sendos enemigos de la libertad, fueron un requisito fundamental para la realización del individuo moderno.
Es decir, que uno podía beneficiarse de logros colectivos sin aportar a ellos. Y las diferencias verticales pasaron a ser horizontales: resueltos los problemas materiales surgían nuevas demandas más individualistas e identitarias. El bienestar económico no lo era todo. Por eso salieron los jóvenes en 1968, y surgieron movimientos como el feminismo, los movimientos LGBTQ, o la lucha por los derechos civiles.
Después de dar por hecho el bienestar y centrarnos en la identidad, el reconocimiento y la autorrealización, ahora parece que volvemos a una etapa previa, o al menos descubrimos que lo que teníamos no estaba tan claro. Y las identidades, que hemos puesto en primer plano frente a las condiciones materiales o económicas, ahora no solo compiten por el reconocimiento sino por unos recursos escasos, lo que resulta mucho más peligroso para la convivencia. Un ejemplo es el movimiento alemán de ultraderecha Pegida, que Nachtwey analiza y define como el reverso autoritario de la frustración que provoca el descenso social. Pegida surgió en Alemania del Este, en ciudades con muy poca inmigración como Dresde, pero ubicadas en regiones deprimidas.
Dábamos por hecho el ascenso, compramos el relato, y el desajuste entre las expectativas y la realidad es enorme: “Los nuevos conflictos no surgen aunque, sino más bien porque en nuestra sociedad la movilidad social hacia arriba es, como nunca antes, la norma social principal.” Esto nos lleva a lo que Nachtwey, en su gusto por el prefijo post-, llama posdemocracia. Habla de la “crítica artista” surgida en el 68, donde predomina una lógica de autorrealización, autonomía y autodeterminación individual: “La explosiva fuerza política del 68 se basó, en su origen, en combinar la ‘crítica artista’ con una ‘crítica social’ que tenía en el punto de mira la desigualdad social. En la década de 1970, el neoliberalismo consiguió por su parte deshacer este emparejamiento. […] La crítica artista se convirtió en una fuente importante para la complicidad neoliberal: en particular, contribuyó a socavar los ámbitos clave del trabajo y el Estado social.”
Nachtwey acierta en el diagnóstico, pero a veces es incapaz de asumir que las lógicas del trabajo del pasado (un trabajo y una clase que conforman una identidad, un partido y un sindicato como una familia) ya no funcionan en un capitalismo flexible y uberizado. La falta de sindicación en los países occidentales es un problema, pero también es un problema la estructura tradicional de los sindicatos: la protección está unida al trabajo, y el problema es que no hay trabajo, o es muy precario. Esto provoca que los sindicatos protejan a menudo a los trabajadores con mejor protección, aunque sea escasa: “Mientras los sindicatos y los comités de empresa no establezcan un contradiscurso solidario, las plantillas fijas tenderán a ver a los trabajadores temporales como una especie de amortiguadores flexibles y a desvalorizarlos en consecuencia. En efecto, está surgiendo una especie de ‘solidaridad exclusiva’ para con los pertenecientes al mismo grupo de estatus. Inversamente, los trabajadores temporales reprochan a los fijos el aferrarse a sus privilegios consolidados”.
La izquierda está inmersa en una “crisis de imaginación”, y a menudo se deja llevar por la nostalgia: “En el pasado, algunas cosas fueron tal vez mejores: por ejemplo, con relación a la seguridad social, hubo una emancipación parcial de la clase obrera. Sin embargo, no se hizo suficientemente frente a la burocracia, la estandarización, la discriminación de género (y respecto a los inmigrantes, mejor no hablar), a la jerarquía y a la limitación de la autonomía, así como a un industrialismo ecológicamente insensible.”
Citando a teóricos políticos como Peter Mair (autor de Gobernando el vacío) o Jacques Rancière, Nachtwey habla de una falta de confianza y consenso sobre lo que significa democracia. “La democracia se muestra como un compromiso o arreglo paradójico: los ciudadanos tienen en gran estima la democracia en el plano ideal, pero esperan cada vez menos de ella en el plano real y concreto”. La desconfianza hacia las instituciones ha provocado la aparición de un “ciudadano experto” que ha “individualizado” las protestas ciudadanas y las ha convertido en algo reactivo y narcisista: “El individuo moderno por lo general ya no está integrado en entornos sociales-morales de carácter colectivo, sino que suele adoptar la postura del consumidor burgués, regida por expectativas de ‘mercado’; un consumidor que siempre consigue lo que quiere, pues de lo contrario se enfada o inquieta.” Esto a menudo ha desplazado otras demandas más importantes, de sectores más desfavorecidos sin un altavoz como el de una clase media “experta” que sale a la calle a menudo. Son individuos que “se suelen implicar menos como citoyens deseosos de configurar la vida en común que como representantes de una vanguardia autoconsciente en los planos técnico y social.”
Para Nachtwey, la combinación de modernización regresiva y política posdemocrática “puede generar una corriente autoritaria que se enajene y vacíe de los fundamentos liberales a nuestra sociedad.” El economista David Lizoain Bennet expresa preocupaciones similares en El fin del primer mundo (Catarata, 2018), un libro riguroso y ameno que analiza el fin de la clase media occidental, la desigualdad y reacciones viscerales como Trump o el Brexit. Para Lizoain, la clase media se define más por sus aspiraciones que por sus ingresos, lo que encaja con la tesis de Nachtwey de la modernidad social. Históricamente, son las clases medias resentidas, que sienten que han perdido su hegemonía, las que han despertado reacciones autoritarias.
El ciudadano medio global ha salido especialmente bien parado [de la globalización], pero no así el votante medio del Primer Mundo: la media de ingresos de los hombres en edad laboral en Estados Unidos se ha estancado, increíblemente, durante los últimos cincuenta años. En Reino Unido, la última década ha sido la peor de los dos últimos siglos en cuanto a crecimiento de los salarios se refiere.
Pero la tesis del libro no es la de los perdedores de la globalización: Lizoain aporta datos interesantes que desmontan la idea de que fueron los votantes pobres y desclasados los que dieron un golpe en la mesa y votaron a Trump y el Brexit. Las elites de derechas tienen una gran responsabilidad en el surgimiento de la ultraderecha antiestablishment, al explotar el resentimiento y victimismo de una población que siente que ha perdido el control.
A Lizoain, que estudió en Harvard y en la London School of Economics y fue asesor económico de la Generalitat de Cataluña, también le preocupa un capitalismo sin crecimiento: “Mantener el ritmo de crecimiento se hace más difícil cuanto más rico se es, porque se necesita producir cada vez más para mantener la misma tasa de crecimiento.” “Se ha puesto en marcha un círculo vicioso en el que el crecimiento lento conduce a una mayor desigualdad y en el que una mayor desigualdad conduce a un crecimiento más lento.” Pero quizá lo más interesante de El fin del primer mundo es su análisis de la precariedad, y su intento por acabar con la idea de que la seguridad económica no debería depender solo del empleo: “Es necesario cortar definitivamente el vínculo que relaciona el empleo remunerado con la seguridad económica: el primero nunca será suficiente para garantizar lo segundo. Subir los salarios mínimos sería positivo, pero insuficiente. Se necesitarán, por lo tanto, mecanismos de redistribución más generosos para ayudar a proteger a los trabajadores.” Lizoain defiende una renta básica y no está de acuerdo con la idea de la izquierda ortodoxa de que el trabajo es la única herramienta de emancipación, autoestima y construcción de identidad.
Sin embargo, a veces cae en clichés o tropos sobre la riqueza y los ricos (la idea de Balzac de que detrás de toda riqueza hay un gran crimen), realiza una especie de expiación por los pecados del hombre blanco, e intenta demostrar constantemente, a través de una retórica agresiva, que está en el lado bueno de la historia, desde donde señala a los enemigos del progreso. Son minucias que no empañan un libro lleno de datos interesantes y herramientas para un cambio inclusivo: Lizoain defiende una coalición amplia para luchar contra amenazas existenciales como el cambio climático, que no tienen que ver con las ideologías.
Estamos en una época conservadora. La izquierda también: busca conservar los logros del pasado, que ahora están en peligro. Los sindicatos y partidos tradicionales de izquierda, especialmente en España, no han afrontado con seriedad los retos de la revolución tecnológica, la robotización, el capitalismo poscrecimiento. Los libros de Nachtwey y Lizoain aportan ideas y análisis frescos para afrontar estos retos sin caer en la nostalgia o en recetas fracasadas.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).