Nahui Olin (Carmen Mondragón) fue popular en los veinte, lo fue de nuevo en los noventa y parece que lo será otra vez porque regresa con la muestra del Munal, La mirada infinita. En las tres ocasiones su popularidad ha sido distinta, no en número de aficionados (aunque también) sino en el tipo de fama que ha tenido. Algo cambió entre entonces y ahora, entre la última década del XX y nuestro siglo. Por eso Nahui Olin es el perfecto caso de estudio para escudriñar de qué manera los museos y sus curadores han cumplido desde los noventa con el encargo feminista de escribir la historia de las mujeres.
Le debemos a Tomás Zurián la investigación minuciosa que rescató la obra –poemas, óleos, caricaturas, grabados– de Nahui Olin del olvido en que se le había instalado. Por si fuera poco, Zurián también desenterró la vida de Nahui –entrevistó a sus contemporáneos, reunió testimonios, incluso habló con la familia–. Adriana Malvido, periodista y autora de otro libro sobre Nahui (Circe/Océano, 1993), hizo más o menos lo mismo.
Sin menospreciar su trabajo –esa labor que deben hacer los primeros historiadores que descubren a un personaje o un periodo–, lo cierto es que ambos, junto con Elena Poniatowska, usaron un recurso peculiar e incomodísimo para recuperar a la artista. Cuenta Zurián que se decidió a hacer la investigación porque se enamoró de Nahui. Así lo escribe en el catálogo de la exposición que montó en diciembre de 1992 en el Museo Estudio Diego Rivera. Malvido no se queda atrás porque inventó un juego de palabras, enahuizada, para decir, sí, que está enamorada de Nahui, algo que Poniatowska confirma (“Años después Adriana Malvido ha sabido amar a Nahui”) y que presenta en el prólogo como inspiración y sello de calidad del libro que ya goza de una segunda edición.
No me corresponde juzgar si son verdaderos los sentimientos de Malvido ni los de Zurián: apenas quiero subrayar que si algo ha hecho el feminismo es oponerse a ciertas versiones del amor, sobre todo el romántico-idealista. ¿De veras hace falta que nos enamoremos de Nahui para apreciarla? “Que lo disfrutes y te deje enahuizada”, le responde Malvido a sus lectores en Twitter. ¿Por qué la recuperación de la obra de una artista y la vida de una mujer tendrían que enmarcarse en ese discurso? Enamorarse no puede ser un recurso narrativo para recuperar a las artistas que fueron excluidas de la historia.
Para empeorar el asunto, se entendió entonces que recuperar a Nahui era celebrarla, sin advertir que a toda fiesta le sigue primero la resaca y luego la normalidad, que no cambia ni se vuelve feminista a menos de que uno haga la chamba de historiar al motivo del festejo, sea Nahui o cualquier otra, e incluirla no en una sino en varias exposiciones.
Hago otro reparo: la reivindicación de los noventa insistía en que la época mojigata-reprimida-machista-hipócrita-timorata-y-mezquina en que vivió Nahui no supo comprenderla, pero nosotros sí. Percibo en ello la actitud autocomplaciente y equivocada del presente, que se dice capaz –no como el pasado– de reconocer a la genia incomprendida. Junto a la creación de los hombres artistas como genios que trascendieron a su tiempo –y, por eso mismo, “universales”, como les gusta afirmar a algunos–, ¿tendremos ahora a las artistas haciendo el papel de genias incomprendidas por su época pero bienvenidas por la nuestra? Artistas doncellas del pasado: no se apuren, que el presente quizá se enamore de ustedes y las rescate.
Al menos el Munal sabe que ya pasaron casi treinta años desde el inicio de los noventa, que mi generación se pitorrea del lirismo amoroso, que no puede presentarnos a Nahui como nuestra novia. La curaduría de La mirada infinita (con el concepto de Zurián y la adaptación curatorial de Mariano Meza) deja atrás el amor –un acierto– y se concentra en lo que a nosotras, feministas del XXI, nos preocupa: saber si Nahui Olin tenía agencia, y hasta qué punto. (Y no si sus inmensos ojos verdes hechizaron a varios.)
La muestra responde que sí, que Nahui tuvo agencia, y aventura una tesis innovadora: Nahui no posaba para los fotógrafos y pintores que fueron sus contemporáneos, sino que ella misma elegía las poses en las que quería ser retratada. No fue solo musa, objeto, inspiración pasiva; usaba su cuerpo para expresarse creativamente, aseguran los textos de sala, por lo tanto fue artista también en sus desnudos e incluso ante la male gaze y el mundo del arte dominado por los hombres.
¿A poco sí? Lo pienso y no termino de convencerme. Primero, porque es poca la evidencia que presenta el museo en sus salas: 1) Jean Charlot y Nahui firmaban juntos los retratos que él hacía de ella, lo que revela que no existía entre los dos una relación entre el pintor y su musa, sino una colaboración entre artistas; y 2) a Nahui no le gustó cómo un artista la fotografió y al día siguiente se presentó maquillada para repetir la sesión. Sin embargo, hay que acudir al catálogo de la exposición para comprender a cabalidad esa tesis –la evidencia central es su relación con el fotógrafo Garduño–. ¿Pero fue de ese modo en sus retratos hechos por Alfredo Ramos Martínez, Rosario Cabrera, Dr. Atl? Entonces el museo acota: en otras ocasiones Nahui sí posó de manera tradicional. Al menos dentro del Munal, la lectura pierde contundencia.
Y no se debe a que las personas del pasado no hayan podido pensar (“limitadas y atrapadas en sus prejuicios”, como nos gusta creer que estaban) en combinar el rol de musa con el de artista. Lo que pasa, más bien, es que Nahui no parece haber tenido la osadía de Claude Cahun, la fotógrafa francesa que durante la ocupación nazi de Jersey sí que usó su propia cámara, su cuerpo y lo que le convenía del surrealismo para difuminar el género, enrarecer en extremo lo femenino, lo masculino y aun lo andrógino. Considero que aún tenemos pendiente estudiar la relación de Nahui con cada fotógrafo y, sobre todo, las distintas concepciones de género en los veinte antes de concluir sobre el asunto.
Con todo, la curaduría dobla la apuesta por la autonomía de Nahui con un recurso divertido. En los paneles donde se exhiben los desnudos que le hicieron varios fotógrafos también están sus versos, los de ella. Así, uno camina y lee un poema que por repetir varias veces “niña”, “ladrón”, “se esconde” altera la interpretación de las imágenes. Las vuelve un tanto peligrosas y perturbadoras. ¿Nahui es la niña? ¿El hombre que sostiene la lente es el ladrón? ¿Nahui se esconde de él pero también se le entrega? ¿Nahui es el ladrón? ¿El espectador es un niño ladrón? Todo esto me hace pensar, con gusto, en las apropiaciones feministas de Caperucita Roja.
Junto a esta sala hay una habitación donde los espectadores de La mirada infinita opinan acerca de Nahui Olin en post-its que luego pegan en la pared. Muchísimos dibujan sus ojos –lo que Diego Rivera pintó de ella, lo que enamoró al Dr. Atl, a Zurián, a Malvido–. Otros escriben que su tiempo no supo comprenderla. Alguien –probablemente una mujer– deletreó “feminismo” en mayúsculas. Otros más escribieron palabras como “liberada”, “libre”, “libertad”. A veces me temo que Nahui Olin sigue siendo lo que el presente quiere que sea y, por lo tanto, todavía modelo, todavía musa, ahora la de nuestra sociedad, que la necesita emancipada como ninguna, visionaria, protoabuelita del feminismo y precursora de todo, también de ti. ~
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.